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Opinión

5 de Octubre de 2018

Columna: ¿Quién cae con el CAE? Lecciones para la unidad de la oposición

Por Víctor Orellana Calderón, de Fundación Nodo XXI Esta semana partió la postulación a ayudas estudiantiles, entre ellas, el Crédito con Aval del Estado (CAE). El portal ingresa.cl anuncia publicidad con el CAE, donde podemos ver varios jóvenes sonriendo. Paradojalmente, por estos mismos días, la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados proponía el fin […]

Víctor Orellana Calderón
Víctor Orellana Calderón
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Por Víctor Orellana Calderón, de Fundación Nodo XXI

Esta semana partió la postulación a ayudas estudiantiles, entre ellas, el Crédito con Aval del Estado (CAE). El portal ingresa.cl anuncia publicidad con el CAE, donde podemos ver varios jóvenes sonriendo. Paradojalmente, por estos mismos días, la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados proponía el fin de este crédito.

Es que difícilmente el CAE nos trae la imagen de sonrisas. Creado en 2005, contribuyó a una rápida expansión de la educación superior. Eso debe ser reconocido. No obstante, el precio a pagar fue el carácter inorgánico de dicha expansión, que en lugar de contribuir a la integración social, evidenció y acrecentó su fractura. El número de profesionales creció sin correspondencia con las plazas para profesionales del mundo ocupacional y el sistema privado beneficiado por el CAE –la educación masiva y lucrativa- rentó hasta saturar las ocupaciones y sus nichos de mercado, asegurando sus ganancias no por su calidad ni competencia, sino por un creciente subsidio público no planificado, la sangría de recursos fiscales del CAE. Así se formó una generación de endeudados, con estudios en un sistema lucrativo de poca calidad, altamente segregado y de bajo compromiso democrático.

El CAE no se diseñó con ese horizonte. Tal como Transantiago, es una política pública paradigmática de la diferencia entre expectativa y realidad. ¿Qué fue lo que salió mal?

En su diseño el CAE se vinculó a la Acreditación de Calidad. Sucintamente, el argumento era este: se entregará el crédito sólo a instituciones que tengan la calidad suficiente. Según sabemos hoy, este sistema falló. Los tribunales han demostrado que acreditaciones fueron compradas. Pero el problema central no es la corrupción. En realidad, la Acreditación no podía detener el desarrollo del sistema masivo-lucrativo ni dar cuenta de un diálogo armónico entre educación superior y estructura productiva (empleo), porque vigila las partes –las instituciones-, sin observar el sistema –es decir, el todo-. Tal articulación entre sociedad y educación supone una visión de totalidad sobre la enseñanza terciaria que la Acreditación simplemente no tenía cómo proveer.

Lo que falló entonces fue la fe en la auto-regulación de los mercados y su nexo con el interés público. Este es el fondo del asunto, que fue evadido en las respuestas de Lagos y Bitar a la Comisión de la Cámara de Diputados. El panorama general de la educación fue lo que se entregó al mercado, renunciando las instituciones públicas a deliberar sobre el sentido de su marcha y limitándose, por tanto, solo a administrar tal mercado.

Esta creencia, por cierto, no se agota en educación. Fue una idea que se impuso en las fuerzas democráticas tras el clausurado debate entre auto-flagelantes y auto-complacientes a fines de los noventa. Una de las dimensiones de dicha clausura fue opción por la resolución tecnocrática de los conflictos de interés latentes en la sociedad -como ocurre con la Acreditación, el panel de expertos en Transantiago, la Alta Dirección Pública, etc.- obviando que ello implica, de antemano, privilegiar un interés sobre otro. Desde entonces, tales medidas de “colaboración” público-privada, si bien han atizado el proceso de modernización de la sociedad chilena, han aumentado el conflicto social que hoy se nos muestra como malestar y surgimiento de nuevas fuerzas políticas.

El dilema de la oposición, entonces, es que para encarar los dilemas de cohesión e integración social y las demandas de mayor libertad individual de las personas, no se pueden ignorar las limitaciones del ciclo de reformas anterior, que no terminó de resolver estos problemas. Cerrarse a defender tales legados, y luego, apelar a una identidad de izquierda por simple oposición a la derecha formal, no basta. La derecha, contraria a la imagen de su debilidad política e intelectual propalada por las “piñericosas”, está en proceso de rearme, su discurso es cada vez más audible por la sociedad y amenaza con llenar el vacío político que dejó la crisis de las fuerzas democráticas.

El trabajo de la Comisión de Investigación del CAE de la Cámara de Diputados, por el contrario, muestra el camino correcto para construir la unidad de la oposición. Su informe responsabiliza sin medias tintas a las gestiones que diseñaron e implementaron el CAE, critica la fe en el mercado como mecanismo de realización del interés público y llama a construir políticas de Estado en la materia, a planificar racionalmente la relación entre educación y sociedad, a reparar a los deudores respecto de los componentes ilegítimos de su deuda y a contrapesar con una mayor presencia de la educación pública el crecimiento explosivo del sector privado.

Este informe, entonces, abre la puerta al disenso sustantivo: la contraposición entre democracia y mercado. Ese debe ser el disenso que estructure el debate entre oposición y gobierno. Y es posible. El informe fue elaborado y votado con la unidad de la oposición. Esto abre un camino no sólo para replantear los avances de la reforma anterior –corregir la cuestionada gratuidad o caminar más decididamente en la reconstrucción de la educación pública-, sino que establece un horizonte político de diálogo.

Ni el Frente Amplio ni la Nueva Mayoría podrán ser oposición sustantiva al avance de la derecha aferrándose al legado del pasado inmediato. Deben reconocer sus avances cuando corresponda, sin duda. Pero deben aferrarse sobre todo al futuro. Este diálogo, que principia en el CAE, no puede agotarse aquí, pues entraña una anticipación de ese futuro.

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