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23 de Octubre de 2018

Relato: Colecciono carteleras porno

Colecciono Carteleras Porno. Algunos se toman selfies, otros retratan todo lo que comen o las gracias del gato. Yo colecciono carteleras porno hace algunos años, de ociosa. Estudié en el centro de Santiago, a fines de la dictadura, a comienzos de la transición. 30 años después, muchas cosas que antes estaban permitidas, desde fumar en […]

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Colecciono Carteleras Porno. Algunos se toman selfies, otros retratan todo lo que comen o las gracias del gato. Yo colecciono carteleras porno hace algunos años, de ociosa.

Estudié en el centro de Santiago, a fines de la dictadura, a comienzos de la transición. 30 años después, muchas cosas que antes estaban permitidas, desde fumar en una micro, que un paco hiciera mierda a palos a un protestante, que le levantaran el jumper a una colegiala, o que un cine porno pusiera un cartel tranquilamente con sus afiches en plena vía pública y fuera parte de la sección “cines” en el diario, parecía normal. Me gustan sus titulares, las traducciones sin sentido, su cartelera impresa en A4 o dibujada con plumones con la mano paciente de alguien que
marcó con regla y lápiz mina la hoja, para que quedara derechito.

Mi obsesión por los títulos de estos cines comenzó en mi época escolar. Con un amigo competíamos por encontrar el mejor título de la cartelera. El centro estaba lleno.

Cuando encontré “Viuda en celo” fue insuperable. Nadie le arrebatará el cetro y no he vuelto a verla en cartelera.

La tecnología también ayudó a esta compilación. Siendo aficionada a la fotografía, era imposible que gastara algunas de mis 24/ 36 fotos análogas en un cartel de mierda mientras era quinceañera . Gracias a que los celulares incorporaron cámaras, hubo registro en vez de memorizarlos. La misma tecnología que permitió la fotografía inmediata, también mató el cine porno: la primera estocada fueron los VHS, luego el DVD y finalmente el internet. Ya no era necesario ir a un cine, tenías la comodidad e intimidad de tu hogar para disfrutar del porno. El lugar de encuentro para contactos sexuales y casuales terminó cuando las App como tinder y frinder sepultó este rito santiaguino para buscar amor en el lugar equivocado. Con una mirada general, solo algunos fieles cinéfilos del género, turistas y jóvenes son los que siguen asistiendo por motivos personales. No tengo porqué juzgar a nadie.

La mayoría de las salas de cine pasaron de familiares a infantiles; de infantiles a pornos y de ahí a flamantes centros de salud u oficinas de megaempresas. Los cines triple X sobrevivientes, ya no tienen afiches explícitos en las calles, ni en sus carteleras. Tratan de verse invisibles porque lo políticamente incorrecto – aunque sigue siendo normal, porque podrán haber quitado los carteles, pero salvo fumar en lugares públicos, les siguen pegando palos a los estudiantes en contra del sistema, y le levantan el jumper a las escolares. Lo prohibido se resiste a irse, como las AFPs, pero eso es otra historia.

Actualmente quedan 5 salas en la capital, sin mucha publicidad, escondidas en galerías y rodeadas de peluquerías, cafés con piernas y tiendas de accesorios para celulares:

Nilo, Mayo, Capri, Plaza y Apolo. Gracias a esta cartelera descubro que cambia el escenario pero los actores son los mismos: cierra el Roxy y sus clásicos carteles a plumones de colores reaparecen mágicamente en el Capri, que siempre llevó un estilo sobrio en letras de molde. También se replica su caligrafía en el Nilo y el Mayo. El Apolo sigue escondido y protegido en el fondo de su galería.

Pude entrar al Roxy cuando lo desmantelaban, y vi esa decadencia que alguna vez tuvo elegantes cortinas de terciopelo para proteger la oscuridad. El encargado de sacar las butacas me miraba incómodo mientras fotografiaba la sala y como música de fondo tenía los gemidos de su vecino, el cine Plaza, al lado del subterráneo del Museo Precolombino.

En 1990 eran 10 las salas, con sus carteleras publicadas al lado del Normandie o de Las Lilas y además tenían presencia en los medios de comunicación. Mayores de 21 todavía- y los precios variaban de $150 a 300 pesos.

Hasta el 2016 eran seis con el Roxy. Viene la cuenta regresiva. Cuando cierre la última sala, será un recuerdo picante de comienzos del siglo XXI, una anécdota media calentona, pero anécdota al fin y al cabo. Un patrimonio inmaterial que no tendrá museo, ni antiguos escolares recordando los años dorados de los cines porno ni sus escapadas ochenteras a ver lo prohibido. El porno comunitario de la sala cedió ante el porno individual del internet. “Viuda en celo”, no te volveré a ver.

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