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Opinión

27 de Octubre de 2018

Columna de Gabriel Zanetti: La muerte de Felipe Camiroaga

Hace un tiempo se recordó en el matinal Muy buenos días el accidente ocurrido hace siete años en la isla de Juan Fernández, donde murió, entre otras veinte personas, Felipe Camiroaga, el rostro más importante por ese entonces del canal público y tal vez de toda la televisión chilena. Dentro de todo el recuento y […]

Gabriel Zanetti
Gabriel Zanetti
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Hace un tiempo se recordó en el matinal Muy buenos días el accidente ocurrido hace siete años en la isla de Juan Fernández, donde murió, entre otras veinte personas, Felipe Camiroaga, el rostro más importante por ese entonces del canal público y tal vez de toda la televisión chilena. Dentro de todo el recuento y homenaje me llamó la atención lo que contó María Luisa Godoy, una de las animadoras.

Se refirió a un hecho específico que nunca había escuchado: el equipo del programa que hacía en este tiempo en Chilevisión, su antiguo canal, al no saber cómo reaccionar ante la noticia, decidió trasladarse en vivo a los estudios de TVN como forma de apoyo.

Guardando las proporciones, dejando de lado la Teletón, la última vez que vi algo parecido fue para la final de la Copa Libertadores de 1991, cuando Colo Colo fue campeón. En las pantallas de los dos canales principales del país
–Canal 13 y TVN– no solo aparecía su logo, sino también el de la competencia, unidos para poder llevar el partido a todo el país –correlato de esto es la transmisión a cargo de Julio Martínez y Sergio Livingston, emblemas de cada estación–.

Este recurso de transformar la televisión en una (de dar esa apariencia), como si dejaran atrás diferencias y disputas comerciales, es el mayor invento de Mario Kreutzberger. Esto puede provocar muchas cosas en el espectador no emancipado. Principalmente una sensación profunda de unidad nacional.

Nunca lo había pensado: es tremendamente delirante que en todos lados se transmita lo mismo. No solo en el televisor, sino en muchos lugares mientras duran estas veintisiete horas de amor. En el almacén, en la caseta del conserje, en la casa del vecino, en la comisaría, todos interpretando a su modo la misma historia.

Pienso la novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, donde Montag –protagonista cuyo nombre significa lunes en alemán–, mientras arranca de sus perseguidores, se ve a sí mismo en un televisor que está dentro de una casa (lo filmaban desde un helicóptero).

Los televidentes también se ven a sí mismos, en el drama en el que puede convertirse la realidad. La representación total de la importancia de la muerte de Camiroaga es la interrupción en vivo del programa Calle 7, donde Jean Philippe Cretton pide que paren la competencia para entregar la información que comprometía a sus compañeros de canal.

Nombrar al Presidente de la República, al Ministerio de Defensa, a la Armada, al Ejército, a la Fuerza Aérea, a la ONEMI, son los pasos obligados en la consolidación de una catástrofe. Si la cortina inicial del noticiario viene sin la música de fondo es que hay muertos de por medio, es la señal de luto. La emergencia es una situación que me genera placer culpable.

Tal vez porque con ella las apariencias de estabilidad y tiempos mejores –que asumimos cada tanto con ingenuidad– desaparecen o se desmaquillan. Al primer aluvión, terremoto o accidente toda idea de control frente a las cosas se
desvanece y volvemos a pensar en la fragilidad, lo vulnerable de nuestro suelo, o en la estabilidad en general.

De todo lo que he visto sobre la muerte de Camiroaga es destacable la cantidad de teorías conspirativas que circulan. Desde que le quemaron la casa de Chicureo, todo achacado al sionismo, o a los Iluminati, a la caída fraudulenta de la nave, eventualmente comprobada porque no iba lleno el estanque de bencina –asunto obligado por protocolo–, lo que no permitió que regresaran a otro aeropuerto. Ahora entiendo a mi abuela paterna. Me mostraba fotos de Camiroaga esperando una respuesta de mi parte sobre su deceso. Cuesta creerlo: la gente bella, famosa, millonaria, filántropa, parece inmortal.

Es difícil soportar la idea de la finitud, asimilar que la naturaleza es despiadada. Por eso buscamos relatos que nos hagan sentir mejor: conspiraciones, secretos personales, vida privada, confesiones de amigos cercanos. Como nunca queremos saber todo al respecto, y como acto instintivo nos ponemos frente a la pantalla o prendemos la radio y ponemos oreja.

*Autor de Cordón Umbilical y coautor de Prohibiciones y títulos.  Editor en Ediciones UDP y Lecturas Ediciones.

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