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LA CARNE

13 de Noviembre de 2018

CUENTO | La prueba de fuego

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Un prevencionista de la oficina me invitó a un café en las afueras de Calama. La empresa era como una familia y creían que era el momento perfecto para hacerme parte de ella, pero antes debía pasar por una prueba bastante especial, “me van a curar raja”, pensé. El motivo que me llevó hasta allá fue la salud de mi mujer, ya que le encontraron un tumor en el cerebro y debían extirparlo cuanto antes. Era un paro de planta, habría buena paga y por poco tiempo, no podía dejar pasar la oportunidad.

Al llegar a dicho lugar, me di cuenta de que habían otros prevencionistas e ingenieros sentados esperando el “espectáculo”. Estábamos lejos de la faena, ni siquiera sabía cómo volver, lo que no era opción tampoco, no podía quedar como caballo delante de mis jefes. El local estaba lleno de hombres que probablemente engañaban a sus acomodadas señoras con las prostitutas oriundas de países vecinos que llegaban a probar suerte a la zona. Jaime, uno de mis compañeros de trabajo, se me acerca y me pasa un preservativo, “ya te van a llamar ya” fue lo que me dijo mientras se pegaba un saque alineado en una mesa de “Cerveza Cristal”. Asumí que la prueba era tirarme a una de las putas del night club, lo que no sabía era que debía hacerlo frente a todos, incluso de mi suegro, quien parecía aceptarlo sin más. Jamás había engañado a mi mujer, mucho menos a la fuerza. En eso llega Glenda, una de las chicas del local, toma el micrófono y me llama con sus uñas largas pintadas como de un color cobrizo. Todos gritaban y tomaban cerveza desaforados, en eso se me acerca y me dice: Don Roberto, mi suegro, quien va y me dice: “tranquilo que la Carito no se a enterar”. Subí empujado por mis compañeros a la tarima y la mujer rápidamente me empezó a quitar la ropa, de nada servía resistirse, la mujer y sus garras eran más hábiles de mi torpe resistencia. La tensión subía y Glenda empezó a tocarme lento hasta los testículos y los empieza a frotar, luego se quita la bata y comienza a meterse algunos de sus dedos por la vagina. Miraba por todos lados y hasta mi suegro gritaba que me la tirara. De pronto las luces se apagan, se enciende otra al fondo, Glenda me toma de la mano y me lleva hasta allá, no sabría decir cuántas veces le pedí perdón a mi mujer que me esperaba en la casa, cerré los ojos y me dejé llevar.

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