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Opinión

21 de Noviembre de 2018

Alberto Barrera Tyszka, escritor y biógrafo de Chávez: “Hoy los venezolanos no buscan democracia, buscan medicinas y alimentos”

Cuando Chávez llegó al poder, Barrera Tyszka (Caracas, 1960) era un poeta y guionista de teleseries (creador de éxitos continentales como Nada personal) que había dejado de creer en Fidel Castro pero seguía siendo de izquierda. Hoy, tras dos décadas lidiando con una “revolución” que le recuerda más a Pinochet que a Allende, cree que los conceptos izquierda y derecha pertenecen a un lenguaje que conviene abandonar. Ha desarrollado una evidente fobia a las consignas, y quizás por eso mismo es una de las voces más interesantes de la oposición venezolana. Y de las menos predecibles: ni “populismo” ni “dictadura” asoman en su discurso. Coautor de la biografía Hugo Chávez sin uniforme (2005) y autor de novelas como La enfermedad (2006, Premio Herralde) y Patria o muerte (2015, Premio Tusquets), además de columnista del New York Times, Barrera Tyszka participó en el último Festival Puerto de Ideas en Valparaíso, donde conversó con The Clinic acerca de las causas que hicieron posible el éxito de Chávez y el derrumbe de Venezuela.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
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¿Qué le respondes a un chileno de izquierda que ve en el chavismo un proceso democrático parecido al de Allende, en la medida que llegó al poder por las urnas y tuvo que defenderse de una oposición golpista?
−Pues le respondo que desde el poder se ha manejado muy bien esa retórica, pero hay muchas cosas que no son verdad. Primero, a diferencia de Allende, Chávez era un militar y su proyecto fue siempre militar. Apenas se monta en el gobierno empieza a hablar de la unión cívico-militar, su misma idea de la política está concebida desde ahí. Puso a muchos militares en cargos importantes y les reservó áreas de gestión cada vez más amplias. Casi puede decirse que ya no son un poder paralelo al gobierno: son el gobierno, con un presidente civil que sirve para disimular esto pero les ha cedido desde la gestión política hasta la económica. Y luego, establecer que la oposición es golpista por definición es justamente despojarla de cualquier legitimidad, que es lo que hace todo gobierno autoritario. En Venezuela hubo siempre una oposición democrática a Chávez, incluso desde una izquierda antimilitarista. También hubo de lo otro, pero ponerle a todo opositor a Chávez la etiqueta del golpismo es hablar desde el poder, no desde el pueblo. Es lo mismo que Trump acusando a sus opositores de favorecer el terrorismo, y en Chile conocen bien esos abusos retóricos porque es exactamente lo que hacía Pinochet.

El intento de golpe de Estado de 2002 marcó esa identidad golpista de la oposición, ¿no?
−Sí, sobre todo porque en ese golpe se montaron los Estados Unidos. Y Chávez, por cierto, lo supo aprovechar muy bien. Y ojo, después la oposición siguió cometiendo errores, le ha costado mucho unirse. Pero a mí siempre me costó mucho llamarle revolución al proceso que hemos vivido. Creo que Chávez supo colgarse de una épica que a él mismo, antes de llegar al poder, le era ajena. Hablaba como si fuese Fidel Castro, como si acabara de bajar de la montaña y hubiera derrotado a un dictador. Y después del golpe de 2002, como si hubiese defendido la invasión de Bahía Cochinos. Pero en realidad él no tenía esa épica. Él era un militar formado por el Estado venezolano, que logró resucitar esa dinámica discursiva de los años 60 pero nunca hizo algo parecido a una revolución popular.

Pero por varios años logró parecer una posible versión actualizada de ese sueño, por algo se le llamó socialismo del siglo XXI.
−Claro, pero ahí siempre faltó mirar con más detalle. Mirar, por ejemplo, que Venezuela es un país petrolero y que Chávez aprovechó una bonanza petrolera y actuaba con dispendio sobre ese dinero. Más que actualizar aquel sueño revolucionario, yo creo que su sueño personal fue heredar el rol de Fidel en el continente. Y Fidel fue muy astuto para endulzarle esa tentación, porque los petrodólares de Venezuela reflotaron a una Cuba quebrada después de la caída de la Unión Soviética.

¿Crees que el desastre actual estaba escrito desde el comienzo, o podrías conceder que esto alcanzó a ser bueno?
−No lo sé, porque yo siempre fui crítico de Chávez, desde el golpe de Estado que intentó liderar el año 92. Provengo de una izquierda profundamente antimilitar, entonces no podíamos aceptar esa idea. Y algo que a veces no se entiende desde afuera, es que cuando Chávez llega al poder Venezuela tenía cuarenta años de democracia, pero detrás de eso, un siglo y medio de caudillos militares.

Como no tuvieron dictadura entre los 60 y los 80, quedaron como el país de la democracia.
−Exacto, pero nuestra tradición de caudillos militares es enorme, gigantesca. Y Chávez se montó sobre ese desprecio del militar hacia la vida civil y hacia la política. Luis Ugalde, jesuita venezolano, se reunió con Chávez a los tres meses de ganar las elecciones. Y cuando le preguntó por los partidos, Chávez le dijo: “Yo no voy a gobernar con los partidos, voy a gobernar con los militares, que es la gente en la que confío”. Y eso hizo, usando la consigna de la revolución para decir, en el fondo, “aquí empieza otra historia que empieza conmigo”. Eso era lo que nosotros rechazábamos, porque entendíamos que era un regreso a la tradición de los caudillos militares.

¿Tú nunca fuiste castrista?
−Sí, cómo no, fui castrista.

O sea, ya te habías desmilitarizado.
−Había salido de eso, claro. De hecho, milité en un partido de una izquierda cercana a los que hoy gobiernan, pero poco a poco fuimos saliendo no sólo de la concepción militar, sino también de la concepción leninista de la vanguardia que guía a las masas, y nos metimos más en las organizaciones populares, en el desarrollo de un movimiento popular que desde las bases pudiera trabajar de otra forma.

Pero como te decía, el chavismo en sus primeros años fue justamente una inspiración para una izquierda que aspiraba a una “democracia real”, con una participación más activa del mundo popular.
−Pero ojo, te voy a decir que muy pronto el chavismo se convirtió en el principal enemigo de esas organizaciones populares y de esa democracia supuestamente real. Porque todo estaba controlado desde la jerarquía del partido, al más viejo estilo.

Pero acá muchos te contestarían que, gracias a esas políticas, en Venezuela las clases populares han podido ejercer el poder colectivo que en democracias como la chilena se les niega.
−Pero a ver, ¿cómo es ese proceso de democratización? Un rasgo esencial del proceso bolivariano es que no hay ningún tipo de auditoría, ningún tipo de estadística. O sea, no se sabe nada. Hay un Estado que habla muy bien de sí mismo, en un lenguaje de izquierda, pero tú no puedes saber qué está pasando realmente. Y ese mismo Estado incurre en prácticas que para mí son pinochetistas. Entre 2015 y 2017, por ejemplo, el gobierno de Maduro implementó un operativo que se llamó OLP, Operativo Liberación del Pueblo, que con guardias y policías, a veces enmascarados, entró a los barrios populares a controlar la inseguridad y la delincuencia. Esos operativos dejaron un saldo, que ahorita se está investigando y ya hay informes de Amnistía Internacional, de 502 civiles muertos –ejecuciones extrajudiciales incluidas− sobre los cuales no hay ninguna información oficial. ¿Eso te parece revolucionario, o compatible con todo lo que acabas de decir sobre el poder de los sectores populares y la democracia real?

Hasta hace cinco o diez años, uno entendía más o menos qué pasaba en Venezuela, pero de repente se volvió una realidad imposible de comprender a la distancia. ¿Cuál dirías que fue ese punto de quiebre, dónde empieza ese camino?
−No lo sé, porque a los venezolanos nos pasó exactamente lo mismo. No es que tú no lo entiendas desde Chile, tampoco desde Venezuela se ha entendido qué pasó. Se volvió una sociedad sumamente opaca, donde no hay flujo de información, donde la Fuerza Armada [Nacional Bolivariana] cada vez tomó más importancia, y la Fuerza Armada es un enigma para todos los civiles. Entonces no tenemos cómo entender qué pasa ahí adentro. Todo en el país se convirtió en una especie de secreto de Estado, y eso fue muy desconcertante. El gobierno no les daba entrevistas ni información a los periodistas, luego no había ni parlamento. Entonces la misma sociedad termina siendo un gran enigma que depende de un hombre que el día domingo tiene un programa de televisión donde hace anuncios importantísimos, pero primero obliga a todo el mundo a verlo durante ocho horas, haciendo chistes, show, música, propaganda, etc., para dar después un anuncio que afecta la vida de todos los ciudadanos. Es un clima de distorsión, de opacidad total… Y que por supuesto deriva en la fragilidad institucional.

Pero el chavismo seguía ganando elecciones, eran la autoridad institucional legítima.
−Sí, porque navegaban sobre la popularidad de Chávez y sobre una bonanza petrolera. Pero el día que perdieron una elección, eso se acabó. A partir de diciembre de 2015, cuando pierden las elecciones parlamentarias, deciden que no va a haber más elecciones limpias, tranquilas, y empieza todo este proceso que termina con la elección írrita de la Asamblea Nacional Constituyente, que no tiene ningún tipo de credibilidad. Y yo no sé si va a haber más votaciones, porque la gente no tiene ya ninguna confianza.

Pero eso suena trágico, porque tampoco hay otro camino de salida.
−Los tres escenarios de salida que podía haber están agotados. El electoral, por todo lo que pasó en los últimos tres años. El escenario de una sublevación, popular o militar, también está clausurado luego de la represión que hubo en 2017, y ahorita en el 2018 dentro del ejército, donde parece que hay más de cien oficiales detenidos. Y un tercer escenario para algunos, que era una invasión, gracias a Dios ha sido descartado hasta por los posibles protagonistas. Fue lo primero que dijo Bolsonaro, que no va a intervenir militarmente en Venezuela.

¿Y entonces? ¿La gente se rindió nomás?
−No, pero a todo esto hay que sumarle dos cosas: una oposición cuyos líderes están desunidos y, lo más terrible, una población sometida a una crisis económica bestial, con una inflación de un millón por ciento. Entonces, más que rendirse, está tratando de sobrevivir.

La democracia ya no es el tema…
−No, hoy los venezolanos no buscan democracia, buscan medicinas y alimentos. Antes se hablaba de la polarización, de la política, ahorita es la farmacia, dónde consigo alimentos si no hay dinero en efectivo. Es una crisis de dimensiones impresionantes. Y como te decía, la represión de 2017, que les cayó muy fuerte a los estudiantes, dejó una huella en la conciencia de la gente. Pasó algo en la sociedad, un efecto paralizador.

Y entre esos tres millones que han emigrado, debe haber muchos que se estaban movilizando.
−Muchos de ellos son los que se movilizaron, sí. Y tampoco están ya para votar, así que es pura conveniencia para el gobierno. Pero el momento también es muy terrible porque el país entero se quedó sin relato. No hay una narrativa creíble desde el gobierno, ya no funciona culpar al imperio, nadie les cree, porque además las denuncias de corrupción son enormes. Pero no hay tampoco un relato alternativo desde la oposición. Es decir que, en este momento, no hay nadie que administre la esperanza, que pueda pronunciarla, formalizarla, darle a la gente una causa en la que pueda militar, siquiera creer.

Un páramo…
−Es el peor momento del país, ciertamente. Pero que coincide con el momento de mayor presión internacional, y ahí los líderes de la oposición tienen la obligación histórica de reaccionar de otra manera. Porque mientras ellos no se unan y garanticen gobernabilidad en el poschavismo, no va a haber salida en ningún escenario.

La oposición también parece dividida por grados muy distintos de rabia. Algunos quieren negociar una salida pacífica y otros quieren ajustar cuentas al costo que sea, y ese desacuerdo genera muchos rencores mutuos.
−La división también tiene que ver con formulaciones políticas, pero sí, está influida por esta tremenda crispación. Como si ante la imposibilidad de derrotar a Maduro, dijeran “bueno, tratemos de derrotar a otro líder de la oposición”. Es un momento como de echarse las culpas del fracaso. Pero entendamos que es una oposición que ha sido muy perseguida. El dirigente que no está preso, está fuera del país o está inhabilitado. Y Chávez ganó muchas elecciones, pero desde el comienzo suspendió el sentido de la alternancia en el país. Públicamente eso desapareció, porque él instaló la idea de que aquí llegó la revolución y esto sólo termina cuando se cumplan los objetivos de la revolución. Desde que llegó, les quitó el financiamiento público a los partidos y empezó a polarizar a la sociedad en torno a él. Y después de tantos años, claro… hay agotamiento, desesperación, algo de locura.

EL HUMOR DEL PODER
¿Cómo fue que un pueblo entero, que ya se había acostumbrado a la democracia, se enganchó tanto con el personaje de Chávez y se dejó arrastrar y dividir por él?
−Esa es una de las grandes preguntas que tenemos que hacernos los venezolanos. Porque el carisma, como lo planteaba Weber, es un vínculo: el problema no es sólo el carisma de Chávez, también son los carismados, que fuimos todos los venezolanos. ¿Por qué nos enganchamos de esta manera, tanto a favor como en contra, de este hombre? ¿Cómo él logró convertirse en el eje del país? Y ahí hay varias cosas. Una, el fracaso del bipartidismo en las dos décadas anteriores a Chávez. Descuidaron muchísimo la democracia, se convirtieron en una élite autorreferente, incapaz de mirar la pobreza y la desigualdad como un problema propio. Entonces se produjo un gran auge mediático de la antipolítica, de esta burla, de este desdén por los políticos que aparecen como una casta de corruptos, ¿no? Y llegó pues este hombre carismático, divertido, caudillo militar, resucitando el sueño de los hombres a caballo… y produjo un relato que convenció al país.

Bipartidismo en crisis, clases dirigentes aisladas, desdén por los políticos… Si esas fueron las causas, hoy podría pasar lo mismo en casi cualquier país.
−Sí, pero falta un elemento: nosotros somos la única sociedad petrolera de América Latina, y esa condición es muy determinante.

¿Por qué?
−Porque nuestra idea de la riqueza, nuestra relación con el Estado, nuestra movilidad social incluso, son muy diferentes. De algún modo están teñidas por esta idea que Chávez supo resucitar: que somos ricos y que alguien nos ha quitado esa riqueza; que en Venezuela no hace falta producir riqueza sino un hombre fuerte que ponga las cosas en su lugar y nos devuelva a todos ese cielo lleno de oro que está en algún lugar y nos lo quitaron.

Mencionaste el humor de Chávez, y es un rasgo preocupante porque siempre se habla del humor como un arma para desafiar al poder, pero Chávez, e incluso Trump, muestran que también el poder puede usarlo a su favor.
−El humor le sirvió a Chávez para descalificar y ridiculizar duramente a sus adversarios. Porque él además tenía la capacidad −esto es muy interesante− de hablar desde el poder como si su lugar no fuera el poder. Incluso se burlaba de sí mismo, era un gran saboteador de la formalidad y de las pompas del poder, y eso lo ligaba a lo popular rápidamente. Fíjate que Chávez sabía inglés, y un famoso entrevistador norteamericano cuenta que antes de empezar la entrevista le dijo “por favor no me hables en inglés, necesito un traductor”. Y tú ves que cuando hablaba en público él no decía “voy a Washington”, decía “voy pa Wachintón”.

Y siempre le preguntaba a algún asesor “cómo se dice tal palabra”.
−Exacto, se hacía el que no sabía inglés. Tenía una inteligencia del espectáculo muy clara, y muy empática para decirle a la gente “el pueblo está en el poder, yo sigo siendo un muchacho barinés”. Hablaba desde los pobres y además con metáforas, con historias, lo hacía bien. Pero ese mismo espectáculo le permitía usar el humor para humillar a su adversario sin ninguna piedad, a puro cinismo y sarcasmo.

¿Hay que cuidar la solemnidad un poquito?
−Pues yo quisiera que no, pero quién sabe… Porque en su momento a uno le parecía bien sabotear esta pompa artificial del poder, tan alejada de nuestro espíritu caribeño, ¿no? Pero eso nos llevó a un desprecio absoluto de las formas, lo cual es terrible para una democracia. Esto lo aprendimos ahorita.

O sea que el sinsentido de esas formas todavía tiene algún sentido.
−Lo que hay que hacer es renovarlas, transformarlas, pero no desaparecerlas. Porque lo que sustituye a las formas es el individualismo.

No es el fondo.
−¡No! Son las formas de una sola persona.

Has escrito muchas teleseries, así que conoces los secretos de la emoción televisiva. Y has dicho que muchos políticos nuevos, como Pablo Iglesias, aunque emergieron del movimiento social o universitario, antes que nada son hijos de la tele.
−Lo que me pasa es que cuando veo hablar a Iglesias o a Monedero, percibo claramente que ellos se formaron en la televisión española, que es muy de gritar, de diatribas que apelan a la emoción. Y tanto Trump como Chávez –que era un fanático de los medios− también forjaron sus estilos desde la experiencia televisiva. Un rasgo muy importante de Chávez es que él supo incorporar, en un discurso revolucionario clásico, elementos del melodrama, de la radionovela y la telenovela. Por ejemplo, el eslogan pegador con el que terminaba todas sus campañas era “Amor con amor se paga”. Amor con amor se paga… ¿te das cuenta? Logró afectivizar la política, convertirla en un problema de fidelidad: me quieres o no me quieres, haga yo lo que haga. Chávez era realmente una emoción, se convirtió en eso.

Has escrito teleseries para México, Venezuela, Argentina y Colombia. ¿Es distinto el melodrama en cada país o en eso somos iguales?
−Lo que pasa es que América Latina está muy unificada por el melodrama mexicano, que en algún momento fue tan dominante. Ya desde el cine de los 40, la época de oro del cine mexicano, la educación sentimental estaba tomada por lo que venía desde México. Y en el caso específico de los culebrones, ese tipo de melodrama se expandió hacia Sudamérica a través de la escuela cubana, de la que aprendimos en Venezuela. Pero gracias a Dios ahorita se está diversificando y cada país trabaja ya a su manera.

¿Y la industria venezolana sobrevivió a la crisis?
−No. Ya no se producen culebrones en Venezuela.

LA JUSTICIA O LA PAZ
En Mujeres que matan, la novela que acabas de publicar, se pone en juego la decisión de matar a otras personas. ¿Dirías que la violencia política ha rebajado en Venezuela el valor de la vida del otro?
−Sí, creo que sí. Porque ya ha sido toda una época de violencia y ni quisiera sabemos cuántos muertos hay, pero nos toca ver imágenes de una violencia enorme, incluso en las palabras. Hace dos o tres años, yo estaba viendo televisión y transmitían una reunión de Maduro con su equipo en Miraflores. Y alguien, uno de los tipos, dice “bueno, ya sabes, si viene alguien de la oposición, se sacan [las pistolas] y ¡pum, pum!”, haciendo el gesto del pistolero. Y Maduro, medio riéndose, dice “oye, pero estamos en un horario infantil, no deberías decir eso”. O sea, ya se ha perdido cualquier consideración… Y de pronto ves guardias disparando contra estudiantes y al mismo tiempo Maduro en un acto bailando, son cosas muy difíciles de procesar. En el caso de esta novela, son un grupo de mujeres –dos de ellas han sufrido de cerca la represión− que se plantean el problema de la muerte frente a realidades de este tipo. Como diciendo “a ver, ¿esta es la única forma que tenemos de hacer justicia?”.

Entiendo que las inspira un libro de autoayuda.
−Claro. Porque ellas son un grupo de lectura, leen novelas latinoamericanas escritas por mujeres menores de 50 años, bajo la recomendación de una revista de internet que habla sobre el boom de la literatura femenina. Pero una de ellas llega un día con un libro de autoayuda y dice “quiero que leamos esto”. Y empiezan a leerlo medio obligadas, pero de pronto el libro da unos giros y empieza a coincidir con todas estas cosas que están pasando. No te voy a contar más.

Pero cuenta cómo se llama el libro de autoayuda.
Te daría mi vida, pero la estoy usando.

Tus dos últimas novelas están situadas en la crisis venezolana. ¿Cómo haces para eludir el panfleto, la necesidad de denunciar en vez de tomar distancia?
−Es difícil, pero la literatura posiblemente sea el mejor espacio para ese ejercicio, porque es el lugar de la ambigüedad, de la complejidad, donde las simplificaciones estorban. Una buena historia, construida con profundidad y con unos personajes humanos, no acartonados, siempre esquiva, evita el panfleto. Y tampoco es que yo me siente y diga “voy a mostrar esto”. Voy armando la historia a partir de los personajes.

Recurrir o no a la violencia en busca de justicia, ¿es una pregunta que hoy se hace la oposición venezolana?
−De verdad no sé, hay diferentes visiones en la oposición. Hay gente que está desesperada y apoyaría una invasión, pero no creo que hoy la cuestión esté pasando por esos dilemas morales. En los procesos históricos de este tipo, uno ve que primero viene la paz, después la verdad y después, a los años, la justicia. Pero nosotros ni siquiera hemos llegado a la paz, entonces hay cosas que hoy mismo no son planteables. Y cuando alcanzas la paz, el ejercicio de llegar a la verdad es dificilísimo, con tantas heridas de por medio. Y el de llegar a la justicia, ni hablar…

Y toda esa gente que ha emigrado, ¿crees que podría volver? ¿O para ellos se produjo un quiebre definitivo?
−Yo creo que quisieran volver, pero también es gente muy joven la que viaja. Entonces establecen nuevos lazos, consiguen ya una posibilidad de futuro en otro lugar.

¿Pero va a ser posible reconstruir Venezuela como fue?
−No, como fue nunca. Venezuela jamás volverá a ser lo que fue, ya es un país absolutamente distinto. Y antes de reconstruir nada, tendremos un gran problema por delante: cómo devolver a los militares a los cuarteles. Es la gran pregunta, porque hoy los militares están en todo. Cuando te digo en todo, eso incluye desde las mafias que controlan el narcotráfico en la frontera, o el tráfico de gasolina, hasta los puestos de gobierno y la dirección de empresas privadas y de bancos. Y con un ejército hipertrofiado, cuya cantidad de generales es inaudita. ¿Cómo haces para que toda esa gente regrese a un cuartel y entienda que la política no es militar?

Y la oposición tampoco logra consensuar qué tipo de trato habría que darles.
−Y tampoco sabe qué tipo de trato recibirá de esos militares. Porque a ellos les han enseñado que son socialistas, chavistas, antiimperialistas, y que reunirse con alguien de la oposición sería una traición a la patria. No, es un nivel de complejidad brutal.

La pregunta que les toca a ustedes, como pasó en Chile, es si están dispuestos a negociar una salida que postergue la justicia a cambio de paz y democracia.
−Es que no es una pregunta: es una obligación histórica, porque no hay otra salida. No es que tú elijas ese camino. Estás obligado a negociar con ellos, e incluso a concederles espacios que les den garantías de supervivencia, por decirlo así. Porque si no, no se va nadie.

Después de tanto pelear contra un gobierno de izquierda, ¿desde dónde crees que se puede volver a pensar un proyecto progresista que sirva para estos tiempos?
−No sé, es muy complicado. A veces me pregunto si no tenemos que empezar a cambiar el lenguaje, a dejar de hablar en términos de izquierdas y derechas.

¿Tanto así?
−Es que a veces me resulta muy difícil con esas categorías, porque hay gente que se parece demasiado y se dicen de una y de otra. Y eso les ha producido a nuestros pueblos tantas esperanzas vanas, ¿no? Creer en discursos emocionales nos ha llevado a más religiosidad y menos instituciones, y lo que necesitamos son justamente mecanismos para que las sociedades puedan controlar a sus representantes, a sus empresarios, a las élites. Entonces, hablemos mejor de esas relaciones de poder que restringen el ejercicio de la ciudadanía, no de izquierdas ni derechas. La semana pasada, cuando Estados Unidos anuncia sanciones a Venezuela por el oro −porque están vendiendo el oro del país sin decirle a nadie, no sabemos dónde está ese dinero−, Diosdado Cabello, que es el segundo hombre del chavismo, se para y dice: “El bloqueo gringo no quiere que vendamos el oro para darles comida a ustedes”. Son las consignas que le permitieron resistir a Fidel Castro, pero es una mentira absoluta. Entonces hay que desactivar todo ese lenguaje, entender que es una mentira, una trampa.

¿No es también una trampa acusar de populismo a cualquier izquierda democrática que promueva reformas importantes?
−Es que el populismo ya es una etiqueta todo terreno, sirve para tantas cosas que no sé cuánto va a durar. Yo insistiría en que toda esa discusión sobre el populismo no puede dejar de analizar la dimensión mediática y de las comunicaciones. La revolución tecnológica ha producido cambios sociales extraordinarios, cambios que nadie buscó y que aún no sabemos dimensionar. Es que la nueva tecnología les quita el poder a los medios y se lo pasa al usuario, ¡eso es una revolución impresionante!

Vives hace tiempo en México. ¿Ves en López Obrador un riesgo populista o un camino interesante?
−Pues todavía es un enigma. Pero sí tiene cosas que me parecen riesgosas, como la consulta que hizo para detener la construcción del aeropuerto. Eso no fue una consulta real, con un organismo electoral. Cree que su partido puede organizar una especie de encuesta y hacerlo valer como una consulta popular. Por otra parte, López Obrador montó su campaña electoral sobre la idea de que la pobreza en México viene de la corrupción, que el gran problema es la corrupción. Pero cuando le preguntan “qué hará usted para acabar con la corrupción”, él dice “bueno, yo llego al gobierno y todo cambia”. Otra vez esta idea de que yo encarno la salida y que mi sola presencia actúa de forma mágica como un ejemplo que contagia al resto. Esa idea es peligrosa. Porque no es una idea, es una fe. Peor: es la fe en sí mismo de alguien que se cree capaz de transformar en sencillo lo que no es sencillo.

AGENCIAUNO

Encantar al pueblo con las instituciones tampoco es sencillo.
−Claro. Y el gran problema para América Latina es que nuestra tragedia sigue siendo la desigualdad y la pobreza, lo que nos deja siempre expuestos a repetir esa historia: llega un líder carismático a acabar con esta tragedia, nos aferramos a él, y lo que hace es destruir las instituciones y saquear las riquezas. Entonces cada vez que el pueblo parece creer en algo termina castigado, y eso es terrible, terrible, porque ha hecho que la historia de América Latina sea la historia del fracaso de las esperanzas populares. Es lo que está sufriendo hoy el pueblo venezolano.

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