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Opinión

21 de Noviembre de 2018

Columna ilustrada de Maliki: Mitocondrias Mapuche

El día que asesinaron a Camilo Catrillanca de sólo 24 años, pensé en mi alumno mapuche, en su mundo espiritual conectado a la Pachamama, generosa, redonda y cíclica (y no a un Dios hombre y castigador en el cielo), pensé en el poder de las historias verbalizadas, en la sabiduría ancestral de los pueblos originarios que no hemos sido capaces de valorar y honrar como se merecen, en la ambición ciega del Estado por apropiarse de sus tierras para convertirlas en represas y desiertos verdes, que enriquecen a un par de familias y campañas presidenciales y en sus descaradas mentiras, falsas acusaciones y fallidos montajes.

Marcela Trujillo
Marcela Trujillo
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Un alumno de mi taller de cómic me dijo no entender por qué el movimiento feminista no usaba la “mitocondria” como
símbolo de lucha. Ese momento fue una revelación, yo tengo debilidad por la anatomía humana microscópica, en especial por las mitocondrias, amo esos botecitos con forma de poroto como salidos de una película de ciencia ficción porque son lindos, pero ¿por qué serían símbolos feministas?

Les explico. Las células de nuestro cuerpo están compuestas por un núcleo y un citoplasma. En el núcleo está el ADN nuclear, ese famoso espiral con pelotitas donde va toda la información genética que heredamos de nuestros progenitores y antepasados. Y en el citoplasma flotan otras estructuras, como el Complejo de Golgi, Ribosomas, Lisosomas, Retículo endoplasmático, Vacuolas y las Mitocondrias, que producen la energía de la célula y atesoran otro ADN, el ADN Mitocondrial, más pequeño que el nuclear, menos famoso y de forma circular, como un collar de pelotitas. Ahora imaginen una célula reproductiva masculina: un espermio. Su cabeza es el núcleo y su cola el citoplasma. Cuando el espermio fecunda al óvulo (célula reproductiva femenina), pierde su cola y con ella sus mitocondrias. Por lo tanto el óvulo fecundado tendrá el ADN nuclear del padre y de la madre, pero sólo el ADN Mitocondrial de la madre. Es decir, la herencia genética inalterable en los seres humanos es matrilineal.

Enterarme de esto abrió un mundo, pero eso no es todo. Me metí a Google y encontré que un estudio hecho en Chile “Distribución de polimorfismos de DNA mitocondrial…”(2002), determinó que el principal aporte materno a los genes de la población actual de Santiago es indígena (84% del ADN Mitocondrial), mientras que el aporte paterno es europeo. En síntesis, está inscrito en lo más profundo nuestro: tenemos muchas mitocondrias mapuche.

Igual crecí sabiendo que todos los chilenos llevamos algún grado de sangre Mapuche. Aprendí en el colegio que los Mapuche siempre fueron brígidos porque nunca se dejaron dominar ni por los incas ni por los españoles, que sólo traspasan sus conocimientos por vía oral, que son secos para la medicina natural, que hacen sus ceremonias en el bosque nativo y no construyen templos, que creen en los espíritus de la naturaleza, que algunas mujeres son Machis, curanderas del cuerpo y del alma y que tocan el Kultrún y la Trutruca. Aunque en la vida real los mapuches que yo conocía eran el niño poeta superdotado de la tele, un maestro chasquilla, varios jardineros y nanas. También crecí entendiendo que a los mapuches se les discriminaba por sus rasgos y apellidos y que antes que llegaran los nuevos inmigrantes, el racismo estaba enfocado exclusivamente hacia el Pueblo Mapuche, a las personas de las que heredamos la mayor cantidad de ADN mitocondrial.

Hace un mes llegó a mi taller de cómic otro alumno de mamá mapuche y papá chileno. Me contó que su mamá le había encargado su propio kultrún. En la ceremonia encierran en la madera cóncava elementos naturales con los que se siente identificado. Antes de sellarlo con el cuero, él debe gritar adentro, dejando así parte de su newen (su energía vital). Entonces el kultrún se hace parte suya, una extensión de su cuerpo y su espíritu. Me emocionó escucharlo, ver que aún existen ritos espirituales profundos, desinteresados, ligados a la mujer y a la tierra, amigables con la naturaleza, encarnando una ecología profunda, a los espíritus de los ancestros, a la naturaleza y a los animales.

El día que asesinaron a Camilo Catrillanca de sólo 24 años, pensé en mi alumno mapuche, en su mundo espiritual conectado a la Pachamama, generosa, redonda y cíclica (y no a un Dios hombre y castigador en el cielo), pensé en el poder de las historias verbalizadas, en la sabiduría ancestral de los pueblos originarios que no hemos sido capaces de valorar y honrar como se merecen, en la ambición ciega del Estado por apropiarse de sus tierras para convertirlas en represas y desiertos verdes, que enriquecen a un par de familias y campañas presidenciales y en sus descaradas mentiras, falsas acusaciones y fallidos montajes.

También pensé en el ADN Mitocondrial que viene directo de las Machis, de los ecos de sus kultrunes, de sus conocimientos, poderes y visiones y que la mayoría de las personas de este país llevamos dentro, incluso los militares del comando Jungla, esos Rambos Blade Runners que se no son más que una enfermedad autoinmune que ataca y destruye sus propias raíces y envenena su propia sangre.

No se trata sólo de un pueblo originario, sino que esto nos moviliza a reflexionar sobre una epistemología, cosmovisión: individual, relacional y ecológica, como construimos una visión de lo femenino, la naturaleza, la religiosidad y la vida.

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