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Opinión

13 de Diciembre de 2018

La experiencia del dolor y del no poder

"Balmaceda y Allende. Suicidas. Presidentes. Hombres. Locuaces, privilegiados, protagónicos, mesiánicos, amados, odiados, atacados, sitiados. El estatuto histórico del suicidio podría quizás reducirse a los grandes símbolos que ellos significan".

Pablo Toro Blanco
Pablo Toro Blanco
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Balmaceda y Allende. Suicidas. Presidentes. Hombres. Locuaces, privilegiados, protagónicos, mesiánicos, amados, odiados, atacados, sitiados. El estatuto histórico del suicidio podría quizás reducirse a los grandes símbolos que ellos significan. Sus entradas en la muerte por voluntad propia podrían ser tomadas por síntomas de época, por límites de un largo siglo XX, por episodios épicos que organizan la memoria colectiva. Pero sabemos bien −y, gracias a la obra de la historiadora Daniela Belmar, mejor a partir de hoy − que el suicidio en Chile tiene una miríada de historias que, desde el horizonte de la vida del ciudadano común, de la provincia, de la mujer, el pobre o el joven, merecen ser contadas.

El “no puedo” de Enrique Lazo; la petición, en 1921, de Antonio Rosales a su madre para que “a nadie culpe, sólo a mi melancolía que me ha muerto, joven”; la invocación dolorosa de Noemí Moreno a su pareja: “Dame mi anillo o mátame. De todos modos vivir como vivo es morir lentamente en el más atroz i desesperado de los suplicios” son relatos que nos han sido traídos desde el archivo a las páginas de A nadie se culpe de mi muerte para hacernos dialogar, de alguna manera, entre aquellos que aquí nos hemos quedado, todavía, aferrados a la vida.

La travesía historiográfica que Daniela Belmar ha emprendido la ha llevado a enfrentar al suicidio en su doble dimensión de hecho social y experiencia personal. El suicidio es, en efecto, un problema del espacio común: asunto demográfico, político, legal, moral, filosófico. Es un revulsivo que, en su despliegue, sacude los cimientos de la vida en común: así es que, durante largo tiempo, fue condenado desde distintos códigos morales o religiosos. Maimónides decía que “quien se destruye a sí mismo, destruye al mundo”.

Por otra parte, con el avance de las disciplinas que configuraron a las ciencias modernas (y más recientemente con los progresos de la neurobiología y otras áreas de sorprendente y acelerada producción de conocimiento) el suicidio, hecho social, ha sido también mirado como fenómeno clínico complejo. Parte del núcleo temático de lo que Daniela Belmar presenta en su libro alude a este horizonte de conocimiento experto (principalmente articulado desde la voz de la justicia, debido al tipo de fuentes con las que la autora construye su relato).

No obstante, la finura del gesto historiográfico que habita las páginas de A nadie se culpe de mi muerte tiene que ver más, creemos, con la atención brindada a la dimensión experiencial del suicidio: una historia de superficie y no de altura. Una aspiración a seguir, a acompañar, las palabras de esas y esos que se despiden y que en ello despliegan sus explicaciones, descargos, atribuciones de culpa o responsabilidad. Tiene que ver con dar una mirada a la palabra postrera, que quiso decir quizás más de lo que alcanzamos a leer en los fragmentos que lograron sobrevivir en los documentos de archivo rescatados pacientemente por Daniela.

Si es oscura la ruta para comprender muertes cercanas autoinflingidas (buscando categorizar o simplemente hallar consuelo), es mucho más desafiante, en principio, el trayecto para captar la experiencia del dolor, del no poder y de la brutal dictadura de una melancolía que arranca vidas lejanas en el tiempo, segadas en un país tan distinto como era el Chile de la primera mitad del siglo XX.

Desde el punto de vista de su contenido (y esperando que nadie tenga la expectativa de un resumen del libro que impida su compra entusiasta e inmediata), A nadie se culpe de mi muerte repasa los avances recientes de nuestra historiografía local respecto al suicidio, en los que predominan enfoques provenientes de la matriz de la historia social y/o se concede primacía a las vinculaciones estructurales entre suicidio y contexto económico y social. Junto con ello, la autora presenta una convincente discusión conceptual sobre el suicidio. La parte medular, mirada desde el punto de vista del ejercicio de la historiadora, se concentra en el capítulo III, espacio en el cual Daniela Belmar propone y lleva a cabo una sistematización de motivaciones y atribuciones de responsabilidad respecto a los casos de suicidio que analiza. Este ejercicio da lugar a algunas tablas que caracterizan a tales casos a partir de determinadas variables (género, clase, ciudad, edad, entre otras) y que entregan luces sobre los tipos de motivaciones que se hallaban detrás de las últimas decisiones de las y los suicidas estudiados. El trabajo de investigación está realizado, en general, con destreza y sobriedad, dando testimonio de las capacidades de Daniela para afrontar un tema desafiante. A lo ya dicho, me atrevería a sumar como méritos de este libro una narración amable, tan difícil de encontrar hoy en nuestra academia, y un trasfondo de profundo humanismo que enriquece el análisis que Daniela Belmar nos regala en este libro. Son todas estas razones para celebrar y agradecer y así expandir y fortalecer los lazos invisibles que, en delicado y precario equilibrio, nos mantienen de este lado de la muerte. Muchas gracias, querida Daniela.   

*Por Pablo Toro Blanco Departamento de Historia, Universidad Alberto Hurtado

Daniela Belmar Mac-Vicar: A nadie se culpe de mi muerte. Suicidios entre 1920-1940. Santiago y San Felipe. Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2018.

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