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Opinión

10 de Enero de 2019

Al cumplirse 60 años de la Revolución Cubana: Viaje al fin de la revolución

"Me arrodillaba en las iglesias con la misma emoción con que leía poesía. Entonces tenía fe", dice Patricio Fernández en esta columna.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Yo nunca fui revolucionario. Jamás me encantó Fidel Castro. Viví mi niñez y adolescencia en Chile bajo la dictadura de Pinochet, de modo que crecí reclamando democracia. Me molestaba ser acusado de comunista por detestar a un tirano de derecha. La Guerra Fría no era mi guerra. Por esos tiempos yo era cristiano. Veía en la pobreza algo admirable. Entendía, y sigo entendiendo a contracorriente del capitalismo triunfal, por qué es más difícil que entre un rico al reino de los cielos a que un camello pase por el ojo de una aguja. Cuesta mucho filtrarse por una rendija cuando se viaja con maletas enormes. Leía a Neruda, a Vallejo, a Ernesto Cardenal, a Roque Dalton, a Juan Gelman, pero también a Baudelaire, a Fernando Pessoa y a Constantino Kavafis. Me arrodillaba en las iglesias con la misma emoción con que leía poesía. Entonces tenía fe.

Nunca fui revolucionario, pero mis amigos sí.  A partir de cierto momento decidí declararme allendista, no para defender su ámbito heroico, sino la larga historia republicana que él encarnaba. Allende participó de la política chilena desde los años 30 como ministro, senador y candidato presidencial. Estoy seguro que le aburría la filosofía marxista. Prefería enamorar mujeres a elaborar teorías jactanciosas. Es cosa sabida que cuando Fidel Castro visitó Chile durante la Unidad Popular (1971) y se quedó por más de tres semanas, Allende estaba desesperado. Fue como si en la fiesta de cumpleaños de un niño llamado Salvador, uno de los invitados llamado Fidel soplara las velas del pastel y se robara todos los aplausos. Por esos años –la historia es circular- la radicalidad vendía más que la prudencia, la furia más que la calma y la altisonancia más que la duda y la incerteza.

Nunca fui revolucionario, porque jamás creí que el mundo debiera fundarse de nuevo. Pasaba mucho tiempo con mis abuelos y me encantaban sus historias. Mis primeras borracheras las viví con ellos y no con los jóvenes de mi generación. Mi abuela me ofrecía whisky antes de que mis coetáneos le robaran a sus padres botellas de pisco para tomar a escondidas. A ella no le interesaba dar lecciones, no tenía las cosas claras, había vivido y leído mucho más que yo, y, no obstante, parecía saber menos.

Nunca fui revolucionario, pero crecí imaginando un mundo distinto. Cuba no representaba para mí el paraíso en la tierra ni nada por el estilo. Tenía, sin embargo, el encanto de lo otro, de lo odiado por esos que yo odiaba. Augusto Pinochet había encabezado un golpe de Estado el año 73 para que Chile no se convirtiera en otra Cuba, y con esa excusa mató y torturó a mucha gente. Los enemigos de Pinochet eran mis amigos, aunque nunca discutiéramos seriamente si queríamos lo mismo.

No fui revolucionario por edad y carácter, sin embargo, mientras tuve fe deseé un mundo en que el dinero fuera insignificante y los logros personales pesaran menos que las conquistas colectivas. Hubiera querido cantar el triunfo de esa revolución, pero ahora que mis ilusiones fueron reemplazadas por el conocimiento empírico, que reporteé con la mayor honestidad posible la realidad de la Cuba prometida, que presencié las frustraciones de una generación que quiso creer y la desidia de una juventud hastiada de palabras vacías, tras constatar que el aparente orgullo de un pueblo que se presentó como ejemplo de liberación escondía la vergüenza de un sometimiento, luego de disfrutar el olvido de la eficiencia, el relajo que proporciona abandonar la competencia y la humillación de no ser protagonista del destino de la propia comunidad, me consta que sólo el desconocimiento o el cálculo macabro pueden aplaudir los fracasos y faltas de respetos de la Revolución cubana.

Sin embargo, al mismo tiempo, mentiría si lo callo, ahí hubo un intento, un atrevimiento, una esperanza desmedida, una pretensión que al perder la fe resulta inaceptable, pero que más temprano que tarde volverá a encararnos, porque el ser humano puede renacer tras el fracaso, pero la renuncia a toda ilusión lo mata para siempre.

La Revolución Cubana está muerta. Ya es un régimen político en el que nadie cree. La mató el orgullo, el autoritarismo, la burocracia. El iluminismo, la arrogancia, el control. Quiso ser el mundo nuevo y devino un mundo viejo. Desde hace tiempo que su objetivo no es la justicia, sino la sobrevivencia. Ya no salen en su defensa los espíritus atrevidos e irrespetuosos. Eso que alguna vez encarnaron  los “barbudos” de la Sierra Maestra, hoy les apunta con el dedo y los condena. Me dijo un rastafari, en el Parque Céspedes de Santiago de Cuba: “¿cómo pueden seguir hablando estos viejos de revolución, si luchan día y noche para que nada cambie?”.

*Autor de “Cuba. Viaje al fin de la Revolución”.

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