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Opinión

11 de Enero de 2019

Cuando el cliente no tiene la razón

Vasos, ceniceros y cuchillos; pero también las ampolletas del baño, el lápiz de un garzón, cuadros y hasta pesados platos de piedra. De todo se llevan algunos comensales tras disfrutar de alegres veladas en restaurantes y bares de la capital. Aquí, algunos testimonios al respecto.

Alvaro Peralta Sainz
Alvaro Peralta Sainz
Por

¿Alguna vez visitaron a un amigo en su casa y a la hora de fumar éste sacó un flamante cenicero con el logo de un conocido restaurante? Seguro que sí. En mi caso no fue un cenicero si no que vasos. Muchos vasos. En los años noventa unas amigas compartían un departamento en Ñuñoa en el que todos los vasos provenían del mismo lugar. No era de una tienda, si no que de La Batuta; que por lo demás no les quedaba muy lejos. Así que fin de semana tras fin de semana, poquito a poco, ellas se fueron haciendo de vasos para su hogar tras visitar esta discoteca. Ahora bien, no se crean que mis amigas con sus vasos ni los suyos con los ceniceros son unas malas personas o unos bichos raros que van a bares y restaurantes a pasarlo bien pero también a pelarse cosas. No, porque este tipo de conductas en realidad son algo bien extendido entre la gente que gusta visitar todo tipo de boliches de entretenimiento.

De todo

Por una razón más bien azarosa, uno de los sellos del Bar Liguria durante los años noventa fue ser el único boliche que en sus mesas ponía a disposición de sus clientes mostazas francesas, de esas que vienen en frascos de vidrio. Y claro, eso de estar “a disposición del cliente” algunos se lo tomaban de manera literal, por lo que los garzones debían siempre estar atentos. Eran tiempos en que estas mostazas eran mucho más caras y difíciles de conseguir que ahora. Sin embargo, dicen que en la actualidad aún se pierden de tanto en tanto algunos de estos frascos, aunque no con la frecuencia “ni el descaro con el que lo hacían antes”, según nos comentaron. Otro problema con la mostaza. “Nosotros preparamos nuestra propia mostaza y por lo mismo nos significa un trabajo y costo superior a que si tuviésemos mostaza industrial. Pero estamos analizando si seguimos preparándola porque hemos notado que se nos van muchas”, explica Leonardo Sichel, chef de la sanguchería José Ramón, con sucursales en el barrio Lastarria y Avenida Vitacura. Sin embargo, Sichel agrega que también hay otras cosas que se han llevado sus clientes, sobre todo en noches de mucha ocupación. “Nos han robado unas ampolletas que igual son caras, el rollo industrial que tenemos en el baño también se robaron alguna vez y nos han llevado vasos por montones. De hecho, hasta unas fuentes de fierro que tenemos para servir las papas se han robado”, explica Sichel. Otro chef, Juan Pablo Mellado, propietario de la fuente de soda Las Cabras, cuenta que sus problemas con las cosas que “se pierden” se dan más en las mesas de la terraza de su local (en plena Luis Thayer Ojeda, a pasos del Costanera Center), en donde algunos de sus clientes “se han llevado cosas tan distintas como el aceite de oliva o los ceniceros”. Volviendo al Bar Liguria, su gerente espiritual, Marcelo Cicali, reconoce que entre las cosas que la gente más se lleva de sus locales están “las servilletas de género, vasos, ceniceros con el logo del Liguria y lo mismo con las tazas”. Por otra parte, el conocido garzón Eduardo Burgos cuenta otra historia: “más de alguna vez le tuve que recordar a algún cliente que el lápiz Parker que le había prestado era mío. Si no, se lo llevaban”. Jaime Landeros, director de la productora Horno Feroz, tuvo durante años el bar Barcelona en la calle Santa Beatriz y de esa época recuerda dos historias: “Una vez vi con mis propios ojos cuando una señora muy empirifollada, que tenía su BMW estacionado afuera, se metía una botella de aceite de oliva completa a la cartera. Por supuesto que un garzón, amablemente, le pidió que dejase la botella en el bar cuando la señora se iba. A lo que accedió, ante la mirada atónita de su marido”, cuenta, y sigue: “En otra oportunidad, dentro de un grupo de gente muy pituca también, otra señora fue sorprendida robando cubiertos. Pero no uno o dos, ¡eran casi diez cuchillos y diez tenedores los que se llevaba en su cartera”.

Hasta en las mejores familias

Pero no vayan a creer que los robos en restaurantes por parte de sus clientes son una exclusividad de negocios populares, informales o de bares que abren hasta tarde y que se llenan de gente y que uno, claro, podría tratar de explicarse todo este asunto con un salomónico “una cosa lleva la otra”. Pero no es así. Porque en sitios formales, elegantes y hasta derechamente lujosos también pasan cosas de este tipo. Como sucedió hace algunos años en el antiguo restaurante Sukalde de Nueva Costanera, donde también se perdían cosas a manos de los clientes, tal como lo cuenta su chef Matías Palomo: “Servíamos el postre en un vaso que iba sobre un plato de piedra, bastante caro y pesado. Cuando los garzones iban a recoger la mesa estaba el vaso y la cuchara, pero no el plato”, asegura. Pablo Schwarzkopf trabajó en el área de comunicaciones de Rubaiyat Santiago, una exclusiva parrilla ubicada en Nueva Costanera y parte de una cadena de origen brasileño con locales en varios países del mundo. Pues bien, ahí también se robaban cosas. “Ahí usábamos unos cuchillos para cortar carne que traíamos de Brasil que eran bien caros, deben haber andado por los treinta mil pesos cada uno”, cuenta Schwarzkopf, agregando que “se nos perdían con cierta regularidad, lo que no era menor, porque si en un turno se te iban tres cuchillos ya tenías una merma de casi cien mil pesos”. Además, dice Schwarzcopf, “hasta cartas se nos perdieron, y la verdad es que eso es algo que pasa con cierta frecuencia en todo tipo de restaurantes”; afirma. Guillermo Bertiny, del tradicional restaurante Japón, cuenta que en su local le han robado “mil cosas, partiendo por platos y botellas de sake. Y en el bar que tenemos al frente ni hablar… cuadros decorativos, adornos varios, botellas vacías y hasta utensilios del bartender”.

¿Por qué?

La pregunta del millón es por qué razón la gente roba en los restaurantes. Porque en las historias que aquí hemos detallado no hablamos de mecheros solitarios o bandas organizadas que entran a los comercios a robar. No, se trata de clientes que pagan su consumo y luego pagan su cuenta, pero que tienen la -mala- costumbre de llevarse un regalito antes de retirarse. “En el caso de nuestras mostazas puede que sea porque les gustan y en las ampolletas porque son caras, pero con los vasos -que se roban mucho- yo creo que es una cosa más así como de llevarse un trofeo”, comenta Leonardo Sichel. Para Pablo Schwarzcopf la cosa es muchas veces inexplicable: “En el caso del Rubaiyat yo podría entender que alguien quisiera tener un cuchillo de carne bueno o incluso tener varios para armar un juego, pero muchas veces en los restaurantes se roban cosas muy extrañas como las servilletas de género o las cucharitas del café. Realmente es difícil saber por qué la gente lo hace”. Un empresario gastronómico, que pide reserva de su nombre, dice que es realmente inexplicable este fenómeno, sobre todo en restaurantes caros, donde se supone la gente tiene el dinero suficiente para pagar la cuenta -que de hecho lo hacen- y para comprar cualquiera de las cosas que se llevan. “Porque por lo general son cosas que fuera del local no tienen gran valor y tampoco son caras”, explica, agregando que “cuando se podía fumar en los restaurantes lo que más se pedía eran los ceniceros, pero desde que se cambió la ley se pasó a cosas más insólitas como saleros, servilletas o los posavasos. Mi única explicación es que la gente quiere tener algo del restaurante en su casa”.

Medidas a tomar

La mayoría de los entrevistados para esta nota concuerdan en que es muy difícil evitar los robos perpetrados por los mismos clientes de los restaurantes. Primero, porque siempre será incómodo para el garzón acusar a un cliente que se está llevando algo. Y segundo, porque hay que estar muy seguro de que efectivamente fue esa persona la que cometió el robo y ante el temor a equivocarse lo mejor es asumir la pérdida. “Uno instruye a los garzones para que estén atentos a todo lo que hay encima de la mesa al momento de recoger”, dice Pablo Schwarzcopf, pero agrega que “tampoco se trata de estar teniendo a los garzones como guardias, ellos hacen lo que se puede”. Para Leonardo Sichel la cosa es clara: “en una mesa de dos o tres personas un garzón puede tener claro si alguien se metió al bolsillo algo y por lo mismo podría pedirle con seguridad que lo devolviera. Pero en una mesa grande, con mucha gente y con vasos y cubiertos que van quedando encima es imposible. Y es justamente en ese tipo de mesas donde ocurren los robos”. ¿Qué hacer entonces? Asumir en los costos operativos del restaurante que, de tanto en tanto, se irán perdiendo vasos, servilletas, frascos de mostaza, ceniceros y hasta las ampolletas del baño. Simplemente, no queda otra. Y así lo hacía Matías Palomo en su Sukalde: “aunque la gente no debería llevarse nada de un restaurante nosotros no les decíamos nada y asumíamos la pérdida. Básicamente porque nos daba plancha toda la situación. Mal que mal, se supone que estábamos en un lugar donde iba solo ‘gente bien’, como se dice por ahí, y nos pasaban estas cosas”. Sichel dice que una medida que puede resultar exitosa -y que la están llevando a cabo en la sanguchería José Ramón- es no usar platos o vasos con el logotipo del local, porque eso -al final- “termina tentando al cliente a llevarse las cosas a su casa”. Y pensando en ese detalle, queda claro que la gente se lleva su recuerdo a casa justamente como eso, un souvenir, más allá de la necesidad.

¡El perro muerto está vivo!

Aquí nos pasamos derechamente a la sinvergüenzura, porque el consumir en un restaurante para luego irse sin pagar la cuenta -el famoso perro muerto- ya es derechamente un robo. Y según nos contaron varios garzones con los que conversamos durante el reporteo de esta nota, se trata de una práctica que sigue dándose. Para peor, en algunos boliches -los menos- este fraude se le suele descontar al garzón a cargo de la mesa afectada. Por lo mismo, si hay algo que los garzones no perdonan -y tratan de evitar a toda costa- es un perro muerto. ¿Cómo? Usando toda su experiencia y su sentido de observación, porque no hay mucho más que eso. Pero tan mal no les va, porque -en general- este tipo de engaños de da con muy poca frecuencia en todo tipo de restaurantes y bares. Obviamente, el mérito es de los garzones. Y como muestra de este tema, les dejamos la historia de un famoso perro muerto ejecutado hace no tantos años en un conocido comercio de la capital.

“Cuatro mujeres muy guapas llegaron tipo siete de la tarde y las atendió un experimentado garzón. Venían cargadas de bolsas de tiendas caras y pidieron algo para beber y abundante comida. Después de haber repetido sus tragos y de haber comido bastante, dos de ellas fueron al baño y otra salió a la calle para hablar por teléfono y fumar. Solo quedó una en la mesa. Ante eso los demás garzones le comenzamos a solicitar a nuestro colega que pusiera atención con los movimientos de la mesa. En buen chileno, que tuviera cuidado y que no lo fueran a cagar. Pero nuestro colega era bien confiado, hay que decirlo, por lo que nos respondía con un cándido ‘las conozco de chiquititas’. A todo esto ya eran como las diez de la noche y la mujer que quedó sola avisó que saldría a buscar a su amiga que estaba en la calle y le dejó encargadas las bolsas al garzón. En eso bajaron las mujeres del baño, a lo que nuestro ingenuo colega les dijo ‘las niñas están fumando afuera, vayan no más, yo cuido las bolsas’. Cuento corto, las mujeres nunca más volvieron y cuando fuimos a revisar las bolsas -todas de tiendas caras-, éstas tenían sólo ropa vieja y piedras”.

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