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Nacional

17 de Julio de 2011

Cómo ven los niños a La Legua

Nacieron cuando ya era un estigma ser de su población. Cuando estaban creciendo, la policía invadió sus calles y desde entonces está instalada allí, con tanquetas y zorrillos. Saben más de drogas que muchos adultos. Hablan de “reventar casas”, de merca, de balazos y pistoleros. Se juntan en una ONG donde pueden jugar mientras afuera traficantes y policías se sacan la cresta. Acá están los dibujos que han hecho en el último tiempo. De cómo se ven ellos y cómo ven su barrio y sus familias.

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Denise tiene diez años; Alejandra, 9. Las dos son nacidas y criadas en La Legua, y las tardes después del colegio se la pasan jugando en la Fundación La Caleta, una ONG que funciona en el corazón de su población y donde se hacen talleres para niños. Antes, la Fundación acogía a drogadictos que quisieran rehabilitarse. Ahora se dedican exclusivamente a los niños que todos los días ven el narcotráfico al lado de sus juguetes.

Para llegar a la Fundación, que está en la esquina de Jorge Canning y Juegos Infantiles, las dos tienen que caminar al lado de las tanquetas de Carabineros que se paran en las esquinas de la población, vigilando los callejones peligrosos de La Legua Emergencia, uno de los sectores de peor fama de Santiago. En esos callejones viven ellas. La Fundación queda en el límite de la Emergencia y para llegar ahí se debe atravesar la población completa.

Es primero de noviembre de 2006 y en la calle, la policía entra por segunda vez en la semana a los pasajes de La Legua. Tres días atrás, Carabineros detuvo a dos jóvenes que vendían cocaína, y el operativo terminó en una batalla campal de horas entre pobladores y policías. Ahora, tres disparos al aire anuncian nuevos problemas. Suenan frente a la Fundación, pero ni Denise ni Alejandra se asustan. A Denise no más le baja la alarma porque no le avisó a su papá dónde iba a estar, y eso seguro le va a significar un reto.

A Denise no le gusta la idea de hablar de su población. Con 10 años, no quiere meterse en problemas y prefiere pasar piola. Cuando era más chica se intoxicó con cloro y con aguarrás; también la atropellaron. Puede contar esas cosas de su vida, pero nada de La Legua. Le teme a los narcos.

Denise y Alejandra tienen cinco hermanos cada una. Se conocieron en La Caleta y van juntas al colegio Manuel Vicuña, que está también dentro de la población. Denisse va en quinto y cuando grande quiere ser dibujante o cantante. Alejandra está en cuarto, y no tiene idea de qué va a pasar con ella en el futuro.

Ellas crecieron con una imagen extraña de La Legua: hace cinco años, el gobierno decidió intervenirla policialmente, y se desarrolló un plan de cercos que permitió a los policías invadirla durante cinco días y allanar casas en busca de drogas y armas. Desde entonces, la policía sigue ahí, estacionada en sus alrededores o en vehículos blindados, en las calles. Eso, cuando las dos niñas tenían cinco y cuatro años. Lo que han visto se parece más a una guerra con fuerzas de ocupación que a un barrio normal.

En La Caleta no siempre se encuentran con los mismos niños. Las asistencias allí son variables. Dependen de lo que pase en la calle, generalmente. Si un día hay problemas, pocos niños irán. De todos modos hay unos quince que son estables, que llegan allá, hacen sus juegos, participan en las actividades y comparten con los monitores. Ellos los escuchan, y toman nota de cómo ven su conflictuado entorno y las relaciones que se arman entre la gente y los narcotraficantes. Los niños, explican los monitores, distinguen entre familias que aparecen como ricas, que están en el negocio de la droga; otras que vendrían a ser una clase media, y que consumen la droga sin ser sus dueños. Al final de la escala está un grupo que trabaja para los narcos.

Los que no tienen nada que ver con la droga están también en ese grupo. Son pobres.

Denise y Alejandra están en ese grupo. Y habría que agregarle otro elemento: además de pobres frente a los narcos, están acostumbradas a ellos.

El tiroteo que hay afuera de La Caleta, saben, tiene que ver con la droga y los policías que entran a detener a los narcos. Y los policías les llaman más la atención a ellas. Mientras a Denise le gustan y los saluda cuando los ve por los pasajes, Alejandra cree que no ayudan en nada:

-Yo creo que los pacos están comprados y que los narcos y los pistoleros les pagan para que se vayan. Por eso hay narcos a los que se los llevaron y ahora están de vuelta -dice.

Afuera de la ONG, al operativo se suma un helicóptero. Siguen los balazos. Denise y Alejandra parecen acostumbradas: siguen tranquilas y empiezan un partido de damas mientras esperan que parta el taller de manualidades.

También hablan de los narcos. Para ellas no todos son malos. Hay algunos, dicen, que les advierten antes de que pase algo: “ya, mijita, éntrese porque vamos a disparar”. El hecho de avisar los convierte en buenos. Otros no anuncian, y tiran balazos delante de todos. Esos son malos.

A su edad, Denise y Alejandra han visto cosas que otros niños ni se imaginan. Saben mucho de drogas, y cuentan que sus compañeros de colegio juegan a vender cocaína con tiza molida en hojas de cuadernos, imitando a los verdaderos microtraficantes. También son observadoras del barrio. Cada vez que la policía revienta una casa para allanarla, dicen, los narcos tiran la droga a las casas vecinas. Los tiroteos, se quejan, no las dejan salir a la calle a jugar. Tampoco a los diminutos patios de sus casas

Las dos piensan que la cosa en La Legua no tiene muchas soluciones. O los narcos desaparecen, dicen, o ellas y sus familias se van a Italia, donde viven unos tíos. Ninguna de las alternativas les pertenece. Sólo les queda aguantar.

Denise y Alejandra están casi solas esa tarde en La Caleta. Los disparos de la calle alejaron al resto de los niños. Cada vez que pasa esto, es mejor quedarse en casa mirando televisión. O ir a la iglesia evangélica, un territorio seguro, lejos de la batahola que hay afuera, donde siguen los balazos y una turba –en la que no faltan niños- ataca a peñascazos una tanqueta de Carabineros, casi como si fuera un deporte nuevo.

Al final de la tarde, el conteo es de más diez balazos y una familia detenida. La policía terminó su allanamiento y encontró mil dosis de cocaína, y una prensa para pisar la droga. No hay ni muertos ni heridos. Los grandes perjudicados de la tarde son los narcotraficantes y los niños, que nuevamente perdieron su taller y sus juegos.

 

 

La furia legüina

Hace un año, Álex estaba con cuatro amigos chateando en los computadores de la sede de Furia Legüina, la batucada de la población que nació en La Caleta. La sede está en Catalina, otro de los pasajes emblemáticos de la Legua Emergencia.
Álex recuerda que estaban muy concentrados, y que en un momento él se asomó a la calle y vio a un hombre que pasaba por el lado de la sede. En la vereda de al frente, un grupo de jóvenes, armas en mano, le apuntaba al desconocido, que estaba parado al lado del portón de la batucada. Era una emboscada. Álex alcanzó a avisarle a sus compañeros que iban a disparar, pero la descarga vino antes. Las balas entraron por el portón y rebotaron por todos lados. Un proyectil le dio en la cabeza a uno de sus amigos, que se desplomó. Álex lo tomó y salió con él, corriendo cuando no habían terminado los balazos.

Hoy, Álex sólo quiere olvidarse de ese día. Aunque su amigo se recuperó del balazo, fue el susto más grande que le ha tocado vivir en sus 22 años. Los hoyos de las balas dejaron el portón como un colador y todavía se ven.

A diferencia de Denise y Alejandra, él sí tiene recuerdos de los años en que La Legua era más tranquila. Pasó su infancia en La Caleta y hoy es monitor de la batucada. El año pasado terminó cuarto medio y ahora junta plata para estudiar Pedagogía en Historia. Trabaja de auxiliar en uno de los colegios de La Legua.

Gary es otro de las batucadas. Tiene 16 años y lo único que quiere es salir de la población y estudiar electrónica o computación.

Hace tres años, todas las ONGs de La Legua hicieron un Congreso de Niños, con actividades en toda la población. Al término, le preguntaron a los niños qué necesitaban en la población, Gary respondió:

-Tengo problemas con mis hermanos porque fuman drogas y pelean con mi papá, le piden plata a mi mamá y por eso ella discute con mi papá. Mi hermano le pega a mi cuñada… los niños necesitamos ayuda porque estamos en peligro. Necesitamos doctores y también carabineros que les quiten las armas a los hombres –escribió.

Hoy sigue creyendo lo mismo, aún cuando los carabineros que pedía metieron preso a su papá y a su hermano.

-Mi papá está preso por cocaína y mi hermano mayor por robo. Eso me da mucha pena, porque cuando voy a ver a mi hermano él me dice que ha cambiado y que no quiere hacer lo mismo, que quiere trabajar. Yo veo cómo mi mamá sufre con esto y no quiero que lo haga más -explica.

Gary no es el único que pasó por eso. La mayoría de los niños de la Fundación tienen familiares presos, o amigos. Quieren salir del apretado círculo de la droga.

-Yo tenía un amigo que a los 14 años se metió en la droga. Cuando lo veo le digo que se metió al peo, y él me dice que es huevada suya. Pero lo que acá pasó es que él se metió para caerle bien a unos locos. Por gente como ésa a nosotros nos estigmatizan. Nos meten a todos en el mismo saco y no todos somos iguales.

Como las niñas, la presencia de la policía los divide. Para Álex, la invasión de Carabineros no es una solución a los problemas.

-Ahora lo malo son los pacos, porque su presencia no es de ningún aporte. No es normal que tú salgai de la población y te revisen y te desnuden, aunque lleví o no el carné. Tampoco es normal abrir la puerta de tu casa y ver un blindado, una micro llena de pacos o un zorrillo.

Las autoridades, cree Álex, no han podido arreglar La Legua. Y ya es tarde para hacerlo. En la población ya se tejieron redes en torno al narcotráfico, y que da trabajo a los cesantes. No necesariamente vinculados con los narcos, pero sí asociados a ellos, como la gente que por la noche vende frituras a los angustiados, y que da vida a la agitada vida nocturna de las calles. “Puede que no seas narco, pero tus servicios le sirven a adictos y traficantes, de esa manera hay una cierta dependencia. Si los narcos son detenidos muchas familias se quedan sin comer”, explica.

-En mi calle ya no quedan narcos, están todos presos, pero sí hay casas espectaculares, con autos de último modelo, de sus familias. Eso no me da rabia, pero a mis amigos sí. Ellos se preguntan ¿por qué esta gente puede veranear dos meses seguidos y nosotros una semana? Y yo les digo que no nos preocupemos, porque al menos nosotros dormimos tranquilos y no tenemos nada que esconder -dice.

Álex es de la generación que creció cuando Marcelo Magallanes Barahona mandaba en las calles. Magallanes era “El Pampa”, un narcopistolero que sembró el terror entre traficantes y vecinos. Gary, su amigo, también se conoce las historias del bandido con detalle. Y los dos cuentan que Magallanes ya tiene un sucesor: un niño de 12 años que es de la patota que más se junta con los narcos. El año pasado cayó preso con tres pistolas, un pasamontañas y guantes quirúrgicos. No eran suyas, alguien le pidió que las sacara de la población para eludir a los carabineros. De todas maneras, se quedó con un apodo: “Pampa Chico”.

La infancia de Álex y Gary fue harto más tranquila que la del “Pampa Chico” y sus amigos, que participan en entregas de mercadería amparados en su corta edad o juegan a tirarse balines con pistolas de goma. Ellos jugaban al clásico paco y ladrón, en su versión legüina. Pero hoy hasta el juego ha tenido sus modificaciones:

-Yo jugaba a los pacos y a los ladrones. Los más grandes eran pacos y los más chicos robaban. Entonces tenían que arrancar no más porque los pacos te sacaban la chucha. Eso era antes. Ahora los pacos le siguen pegando a los malos, pero ya nadie quiere ser paco. Todos quieren ser choros –dice Álex.

 

 

Lo que enseña la calle

Carmen tiene 10 años y cada vez que se pone nerviosa se le reactiva la parálisis facial que se le declaró hace un año. Fue de esas noches tensas en La Legua, cuando está a punto de desatarse la “veleidad” -como le llaman a los tiroteos-, y todo se queda como callado. Carmen estaba en su casa en Catalina a punto de dormirse mientras dos bandas rivales se aprestaban a solucionar sus problemas a balazos.

El tiroteo que se desató esa noche fue grande. Algunas de las balas perdidas cayeron en el techo de la casa de Carmen. Ella no paraba de llorar, aterrada. El miedo de esa noche le provocó la parálisis: al otro día, no podía hablar.
Hoy, Carmen está en La Caleta para buscar un libro y jugar con Margarita, una niña de 12 años que es su vecina. Aunque ya puede hablar normalmente, le cuesta recordar cosas de esa noche. Cada vez que algo la pone nerviosa, empieza a gesticular. Se atora.

Las familias de Carmen y Margarita viven en la Emergencia. Carmen es la mayor de cinco hermanos, y tiene que hacerse cargo de todos. Su madre es alcohólica y consumidora de pasta base. Su hermana también va a la Caleta.

A sus cuatro hermanos, Carmen suma varios medio hermanos por parte de su padre. No recuerda cuántos son, porque a pesar que son de la misma Legua no los ve mucho. Sí sabe que tres de ellos ya están presos por droga:

-Mis hermanos están presos por ir a entregar merca a San Antonio. Ellos sabían que la merca no era pura, pero igual la compraban. Cuando los detuvieron, mi hermana se cargó con todo, pero el juez no supo qué hacer y se declaró incompetente. Igual los dejaron detenidos -explica.

Detenciones y drogas están frescas en su memoria. Como la de comienzos de la semana, antes de la balacera y el helicóptero. Cuenta que la policía llegó a reventar una casa y se llevaron a dos hermanos porque la mamá los había mandado a cobrar y dejar la mercadería. Después de la detención, los vecinos se pusieron a tirar piedras y basuras en la calle. La policía les respondió con lacrimógenas.

Carmen está en cuarto básico en el colegio Manuel Vicuña. Pese a que quiere ser diseñadora de moda cuando grande, cree que las mejores cosas se aprenden en la calle.

-Aprendís más ahí que en el colegio. Allí no te enseñan nada. Además a mí no me escuchan, porque levanto la mano y nunca me preguntan. Siempre quedo con la palabra en la boca –se queja.

Su amiga Margarita también cree que la calle enseña mejor. Sobre todo las técnicas de pelea. El semestre pasado ella dejó de ir al colegio. La vieja, dice, era muy pesada. Sus compañeros la molestaban y ella se defendía a golpes. Por eso se fue. Del colegio echa de menos las matemáticas y el inglés. El ramo que no le gustaba era Comprensión del Medio. Pero es de lo que más sabe.

Pese a que tiene cinco hermanos, para ella sólo cuenta su madre, que vende frituras en la calle. Por eso quiere estudiar gastronomía cuando grande. En la calle, ha aprendido a mirar. La droga, dice, es mala. Pero no todos los narcotraficantes son malas personas, distingue.

-Hay narcos que me caen mal porque le faltan el respeto a las abuelitas y hay otros que me caen bien porque nos compran cosas -explica.

En su pasaje, Catalina, casi todas las familias traficaban hace algunos años. Después de la intervención, quedan sólo dos activas. Lo que hay allí ahora, dice, son choros a los que les queda algo de plata. “Pero la plata no compra na’ la felicidad”.

Los recuerdos de Carmen no son los que normalmente tienen los niños. Los suyos son crudos, y los cuenta de corrido: la vez que con su hermano chico se quedó parada en medio de una balacera, y un policía los apuntó con una metralleta; la señora que terminó con un balazo en una pierna porque iba pasando; el angustiado que se murió de una sobredosis en una casa del vecindario y los niños fueron a ver. Y así, suma y sigue.

Carmen quiere que sus vecinos dejen de pelearse a balazos para que ella pueda salir a la calle a jugar. Y que la prensa no muestre sólo el lado malo de su barrio.

-No me gustan los diarios porque son muy sapos. ¿Por qué no hablan lo bueno de La Legua? Deberían mostrar lo que hace La Caleta con los niños, pero nunca lo ponen. Lo único que dicen es que tiran balazos, que son traficantes, y siempre somos nosotros, nunca otros.

Lo que quiere su amiga Margarita es más personal. Quiere cariño en su casa, que su papá –que viene saliendo de la cárcel- deje las drogas y el alcohol.

-No me llevo bien con mi papá. De repente me cae bien. Cuando se pone regalón conmigo, pero eso no es seguido. Yo quiero que me dé cariño, pero no siempre me lo da, porque no me gusta cuando se cura -dice.

Carmen y Margarita se pasan toda la tarde en La Caleta. Cuando salen, acompañados de sus hermanos, caminan hasta sus casas. Van entre los grupos que se colocan en esquinas y cunetas. Son raras en las calles de La Legua a esa hora. Son niñas todavía.

 

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