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Opinión

10 de Septiembre de 2013

A 40 años: La omisión del pronombre

Por Pablo Oyarzún R.* Cuando volví a escuchar las últimas palabras de Allende, la primera vez que volví a escucharlas -y he vuelto a escucharlas y leerlas tantas veces-, no, pues, cuando las escuché la vez única y definitiva de esa mañana gris de septiembre, sino tiempo después, algo me extrañaba (o más bien algo […]

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Por Pablo Oyarzún R.*

Cuando volví a escuchar las últimas palabras de Allende, la primera vez que volví a escucharlas -y he vuelto a escucharlas y leerlas tantas veces-, no, pues, cuando las escuché la vez única y definitiva de esa mañana gris de septiembre, sino tiempo después, algo me extrañaba (o más bien algo extrañaba yo) al llegar al pasaje de la gran promesa histórica:

Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo, abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

Extrañaba en esas palabras el “se” y tendía a corregirlas en silencio: “mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas”. Me extrañaba la elisión, la omisión de ese pronombre, no sé si por razones gramaticales, retóricas o rítmicas. He visto algunas reproducciones del discurso que incurren en la enmienda. Cuánto tiempo tarda un oído en escuchar. Cuánto, una cabeza en comprender. Entender que la omisión no es involuntaria o producto de la urgencia y del apremio. Lo que ella omite, precisamente, es el peso ominoso que el “se” puede llegar a tener.

La dictadura estableció el imperio del “se”. Lo repetíamos inevitablemente, ya en las frases en que la lengua lo provee de suyo -”¿Dónde está? Se lo llevaron”-, ya en tantas otras que hablaban de los estragos y horrores del aparato represivo del Estado y que remitían sus actos asesinos a esa densa impersonalidad, que en virtud de su indeterminación se beneficiaba de parecer omnipresente. Era el “se” de los anteojos oscuros, de los automóviles sin patente, de la tortura, de los rostros impertérritos de los soldados en la calle y en las poblaciones, del hostigamiento cotidiano… Pero también era el “se” que administraba el dictador en sus toscas alocuciones, para dejar en claro que no se movía una hoja en el país sin que lo supiera, para señalar los espacios secretos en que se preparaba una y otra vez lo atroz.

Terminó la dictadura, no terminó el “se”.

El “se” transitó: transitó, precisamente, a la transición. La transición ha sido otro modo del imperio del “se”. No hablo solo de los estrechos condicionamientos bajo los cuales ha evolucionado la democracia, a manos de los llamados poderes fácticos, de la trampa del binominal, de la supeditación irrestricta a las leyes del mercado. También ha prevalecido su impersonalidad en virtud de la fuerza de una facticidad constituida por una convergencia de intereses que se disimulan, precisamente, en el “se”, haciendo de este el régimen encubierto de la existencia social, bajo el cual proliferan las utilidades pactadas. Los reiterados y voluntariosos anuncios del “fin de la transición” no son sino una confirmación por contraste de ese régimen.

Dos lados del “se”, si se quiere, uno feroz, otro opaco.

Es verdad que al primer lado se le han ido colgando rostros, hasta hoy mismo, muchos de ellos ya conocidos, otros insospechados, que han sido sonsacados al anonimato en que buscaron refugiarse. Cada nueva revelación pareciera ganarle terreno a ese fondo espeso, pero no parece haber término para las revelaciones. Y no puede haberlo, mientras en la espesura del “se” los desaparecidos sigan desapareciendo.

Tampoco puede haberlo, mientras el lado opaco siga ejerciendo su peso —el peso de la noche— en todos los órdenes de la existencia social.

Estas son las advertencias que, a 40 años de distancia, leo en la supuesta omisión del pronombre. Son advertencias vitales hoy, si queremos que en el próximo período presidencial la limitada democracia chilena gane en vigor y profundidad.

La extrañeza que me provocaba la frase de Allende, justamente en el momento en que su discurso, en medio de la catástrofe, formulaba la promesa, tenía que ver acaso con la necesidad de suplir una aparente ausencia, la falta de aquel (ya no Allende, que con estas mismas palabras sellaba su propia falta), de aquel o de aquellos, de aquellas que habrían de abrir las grandes alamedas. ¿Acaso no lo dice claramente?

Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo, abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

¿Quiénes, entonces, abrirán las alamedas? Trabajadores, otros hombres, ustedes, nosotros.

*Filósofo

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