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Opinión

6 de Enero de 2017

Columna de Rafael Gumucio: Cinco minutos con Andrés Rillón

Con Rillón se muere el humor inteligente, dicen los medios. Pero el humor, el que Rillón ejerció a tiempo completo, es siempre inteligente y siempre profundamente estúpido. Porque el humor es justamente eso, encontrar toda la inteligencia que se esconde en la imbecilidad, y toda la imbecilidad que se esconde en la inteligencia. Rillón, en los más inesperado e innoble formatos, no dejó de ejercer en un grado único ese tan escaso instinto, el de saber dónde están los tontos que creen que son inteligentes, y saber a través de las tonteras más tontas iluminar de una luz de lucidez las penumbras de su tiempo y el nuestro.

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

rillón

Entrevisté a Andrés Rillón una infinidad de veces, pero sólo trabaje con él una vez. Mis entrevistas con él terminaban siempre antes, porque me decía que me parecía demasiado a un doctor amigo de su hermano y que tenía la impresión de que estaba hablando con él y no se concentraba en la entrevista. La confusión se le acabó cuando por iniciativa de Felipe Izquierdo fuimos parte de un festival del absurdo que organizaba éste. El plato fuerte del festival era el uruguayo Leo Masliah (“un latero”, diagnosticó Andrés la vez en que almorzamos con él). Rillón y yo debíamos calentar el público con un número previo que nos pusimos de acuerdo en no saber en que consistiría. Era lo único que Rillón perpetuamente exigía: no ensayar, no escribir guiones, no tener pauta de ningún especie.

El desorden era lo único que lo calmaba. La falta de control lo disciplinaba. El absurdo y el consiguiente ridículo era lo único que no lo asustaba, me explicó mientras instalaban las luces y preparaban los micrófonos para nuestra actuación. Un día, quien sabe por qué, se obsesionó con que un tsunami podía arrasar con todo el plan de Valparaíso, donde nació y pasó su infancia y juventud. Era demasiado tímido para confesarle a nadie su obsesión. Una obsesión que era, a la luz de los hechos posteriores, completamente razonable, pero que sabía que todo en su casa encontraría una locura incurable. Pasó su juventud intentando que todas las citas y reuniones transcurrieran a altura suficiente para que no llegaran las olas.

Era tímido, ya lo dije, pero parece que no se puede exagerar esa timidez, y su hermano gemelo se hizo marino, y las iglesias, y el colegio, y las oficinas, y las casas de los primos quedaban en el plan o en Viña del Mar, cosa que no ayudaba nada a salvarlo de un miedo que muy luego, vigilando las olas a todas horas, no lo dejó dormir. Pensó que se liberaría de su obsesión yéndose a estudiar derecho a Santiago. Los cinco años de la carrera, me decía en la penumbra donde nos colgaban los micrófonos para hablar de todo, pasaron como un solo día o una sola noche de aterrado insomnio. Nada de lo que estudió le importaba o dejaba de importarle. Abstraído por un miedo sin palabras, vivió hasta los treinta años como un sonámbulo de corbata y sombrero. Hizo lo que tenía que hacer con sorprendente éxito. Un éxito que tenía relación, quizás, con que le daba exactamente lo mismo la fecha de las elecciones, las cifras repartidoras, la inscripción de las candidaturas, todo lo que debía como jefe de servicio electoral obsesionarlo.

Actuaba de abogado, de ministro de fe, de caballero chileno. Hacía la pura mímica de caballero formal, casado luego, padre de familia después. Supo que todo eso era teatro cuando empezó paradojalmente a trabajar en el teatro de verdad, de butacas y escenografía. Antes de eso, me dijo, era como si estuviera muerto, o como si no hubiese nacido todavía.

Hizo instalar una puerta al lado de su silla de jefe de servicio, cuando había que sortear las bolitas de las listas electorales porque no podía resistir la risa que le daban las bolitas girando. Respondía sin pensar, sí o no a las preguntas del presidente Frei Montalva, la mirada fija en sus zapatos recién lustrados, sorprendido de la ridiculez misma de lustrar los zapatos. En el teatro toda esa vergüenza, toda esa irreprimible risa, todas esas frases que se le quedaban pegadas en la cabeza, tenían sentido. Ahí jugar seguía siendo la única cosa urgente y necesaria que hacer. Ionesco hablaba de eso, y Beckett y la Delfina y Nissim y Jaime (Celedón) entendían tanto como él que este país creía en las formas porque no creía en el fondo de nada. Que este país era ordenado porque el caos era su orden más profundo. No se vive al borde del mapa, en un pasillo frente a la nada si no se cree en el absurdo.

Rillón encontró en el teatro, en el ICTUS para ser más específico, un idioma en que hablar por primera vez. Una forma posible de respirar. Actuar en televisión, en el teatro, en cine o en comerciales de salchichas no era para él un asunto profesional sino una necesidad de vida o muerte. Nunca actuó de otra cosa que de sí mismo. Todo lo que decía lo pensaba en serio, con una seriedad impávida, con la distancia perfecta y temible con que me confesó sin emoción alguna, sin entonación particular, su vida entera en 10 minutos antes que empezara el show.

¿Le habría contado lo mismo a cualquiera que estuviera aquí sentado? Mi trabajo ahí era no sorprenderme, ni apiadarme o indignarme con lo que decía. Mi trabajo era escuchar a ese señor profundamente solo, profundamente único, que por lealtad a su hermano gemelo, pero también por lealtad al conservadurismo de su juventud que tanto odiaba, defendió siempre a Pinochet, y hasta Manuel Contreras si lo empujaban un poco. Rillón que era todo lo contrario de un caballero chileno, extraía toda su gracia de seguir siéndolo. No creía en nada, o casi, y en el fondo comprendía todo por eso mismo. No juzgaba ni peleaba, pero de alguna forma exigía que le siguieran el imparable ritmo con que ese show me retó, me inventó, siguió mis ocurrencia o las saboteó sin merced al puro ritmo de sus ganas y la del público que no tuvo otra que rendirse a sus pies. Quería compañeros de juegos, gente que comprendía que esparcirse mermelada en la calva en televisión era lo más parecido a la genialidad que ha cruzado nunca nuestra cada vez más pequeña pantalla.

La audacia de los que le tienen miedo a todo es la única que respeto, quizás porque es la mía. Con Rillón se muere el humor inteligente, dicen los medios. Pero el humor, el que Rillón ejerció a tiempo completo, es siempre inteligente y siempre profundamente estúpido. Porque el humor es justamente eso, encontrar toda la inteligencia que se esconde en la imbecilidad, y toda la imbecilidad que se esconde en la inteligencia. Rillón, en los más inesperado e innoble formatos, no dejó de ejercer en un grado único ese tan escaso instinto, el de saber dónde están los tontos que creen que son inteligentes, y saber a través de las tonteras más tontas iluminar de una luz de lucidez las penumbras de su tiempo y el nuestro.

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