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LA CALLE

15 de Agosto de 2019

El cumbiódromo popular del centro de Santiago

Es sábado, son pasadas las diez de la noche y en el Paseo Ahumada, justo en la intersección de Nueva York con Moneda, bajo la icónica pantalla gigante del centro de Santiago, un centenar de personas baila como si no hubiera un mañana pese al frío invernal. La voz del colombiano Leonardo Santos sobrepasa el griterío canuto cercano y su desplante escénico es vitoreado por la fanaticada, que sin anuncios por redes sociales y motivadas por el boca a boca, repletan el improvisado cumbiódromo de alegría genuina. La calle es el escenario de este obrero de la construcción que se viste de artista todos los fines de semana, siempre y cuando no llueva. No hay peatón que se resista al show de dos horas y media, en las que interpreta más de 65 canciones ininterrumpidamente, y en las cuales solo dos veces pasa el canastillo para las propinas ante una multitud que lo aclama, quiere y respeta. Como en The Clinic pasamos las penas de los tiempos peores danzando sin vergüenza en la cuneta o en la tarima de un bar, acompañamos al “Leonardo Favio”, como es conocido, en la previa al bailongo desde su departamento ubicado justo arriba de La Piojera; y descubrimos las historias de sus parroquianos habituales. ¡A gozar, a gozar!

Por

Convengamos que el chileno, generalmente, baila solo cuando hay piscolas, vinos y cervezas de por medio. A diferencia del resto del continente, nos cuesta soltarnos. Por eso, es que un cigarro con malicia acompañado de la cumbia a todo volumen, puede ser el detonante de una gran noche. Pero nada de copete hay en esta historia. O sí, pero al final. Acá hay pura sabrosura y derroche de entretención. La cooperación es voluntaria y la pista gigantesca, libre y popular. Solo hay que querer pasarlo bien. 

Camino por el Paseo Ahumada rumbo a un carrete, pero la verdadera fiesta está en la calle. No hay carabineros ni esa seguridad municipal que arruina los breves y bellos momentos de poesía urbana. Son mujeres y hombres de todas las edades y diversas nacionalidades, dejando el cuerpo fluir con los clásicos de Amar Azul, Los Vikings 5, Pastor López, Sonora Palacios y un largo etcétera de salsa, merengue y rancheras. Están gozando los trabajadores del retail que acaban de terminar el turno y anhelan un respiro, parejas dispuestas a todo en sus primeras citas, madres con sus hijos durmiendo en el coche, amantes fogosos que son descubiertos y turistas grabando stories de instagram. Todos cantando y brincando con los más sorprendentes pasos de baile. ¡Si este es el cielo, por favor, dios de la cumbia, déjame aquí y trae a mis amigos!

“SI YO FALTO, LE FALTO COMO A 200 PERSONAS”

Leonardo Santos (57) es el hombre orquesta que nos tiene a todos prendidos. Vive en Chile hace seis años, trabaja como maestro pintor en la construcción, nació en la ciudad de Pereira y en su natal Colombia, el año 2007, interpretaba los éxitos de Leonardo Favio en gimnasios repletos de admiradores. La gente le pedía fotografías y autógrafos, recuerda. Pero jamás lo había hecho en la vía pública. Sentía que no tenía la personalidad para instalarse con un parlante en algún rincón de la ciudad. Así, rompiendo sus propios temores, es que hace cuatro años, con un pequeño equipo de audio conectado a un teléfono viejo, y vestido con una chaqueta de cuero negra que aún guarda con nostalgia, tuvo su debut en la Plaza de Armas de Santiago. 

 “En ese tiempo solo cantaba románticos y yo tenía mucho susto. Yo había cantado en estadios, coliseos o en sitios más grandes y tal. Pero nunca en la calle, así para que me pongan la monedita. Con los nervios lo hice y la respuesta más bonita es que cuando comencé la primera canción se me aglomeró de gente y los aplausos de unas veinte personas… esa fue la mejor respuesta. De ahí en adelante dije ‘sí, sirve’. Recolecté unas monedas y aparte de que hago lo que me gusta, veo que al público le gusta y me aportan algo”, cuenta en su departamento de dos habitaciones y un baño mientras prepara todo lo necesario para el show donde lo acompañaremos. Ahí vive junto a su esposa y sus dos hijos menores. 

Pero el espectáculo de Leonardo era uno más de la oferta cultural del centro luego de un año. La gente disfrutaba un rato, escuchaba algunas canciones, caían unos buenos billetitos y se iban. A pesar de su interpretación musical, las personas no se quedaban. Fue en eso que unos chilenos que se hicieron sus primeros fanáticos, le recomendaron que cambiara el repertorio. “Tócate unas cumbias, poh”, le soltaron. Él jamás las había cantado. Así que, obediente y cumpliendo las exigencias de sus pocos pero fieles admiradores, se aventuró en un nuevo género y no ha parado hasta hoy. De eso han pasado tres años, se cambió desde el frontis del Banco Estado de Ahumada y con esfuerzo y sacrificio se ha convertido en el clásico de los fines de semana para los amantes del sandungueo capitalino. 

“Al principio no le puse mucha seriedad. Como que iba un fin de semana y otros no. Pero la gente seguía llegando más y más. Así que lo hice cada fin de semana. Yo los adoro, los quiero y los tengo en mi corazón. La felicidad es grande, lo que uno proporciona a la gente y la que yo recibo de ellos (…) No es lo mismo que yo falte a que me falte un fan, por decir algo. Si yo falto, le falto como a 200 personas”. 

Antes de salir de su hogar en las cercanías del metro Cal y Canto, Leonardo come un plátano y fija su pelo con un producto que realza el brillo. La batería con la que enciende el parlante gigante ya está guardada y 100% cargada. Los implementos con los que arma el cumbiódromo están pegados con cinta adhesiva en una hoja escrita con plumón azul en la puerta del clóset de la pieza matrimonial. ¡Imposible olvidar!: 2 cables verdes de audio, 1 cable de iPhone, 1 cable de corriente para el parlante, 1 teléfono, 1 micrófono inalámbrico, 1 micrófono de cable, 6 pilas, 1 canastillo y los lentes. 

Estamos en su templo del placer. A un costado de la cama tiene una mesa de audio conectada al computador y micrófonos de grabación. En lo alto de la habitación hay un televisor LED anclado a la pared donde ensaya las letras de las canciones sagradamente dos veces por semana durante dos horas.  

FIDEL, EL GUARDAESPALDA

El reloj marca las 19:50 horas, suena el teléfono de Leonardo pero no alcanza a contestar. Está concentrado y reconoce que siempre se pone nervioso. Los artistas famosos también dicen lo mismo he escuchado. No pasa ni un minuto y desde conserjería avisan que lo están esperando en recepción. Es su amigo Fidel Araya, improvisado asistente técnico, palo blanco del baile y guardaespaldas personal. Se conocieron en la calle el 2015 y de inmediato la amistad se forjó. 

 “Es un personaje que apareció de repente como cualquier otra persona, como un fan, digamos, que gusta de la música que yo hago y comenzó a hacer amistad conmigo. Me dijo, ‘Don Leonardo, si gusta yo le ayudo a llevar el parlante, si gusta le ayudo a vender los CD y te cuido, te protejo de cualquier intruso que llegue y tal cosa` y yo le digo perfecto, a cambio de qué y me dice ‘Tranqui, si usted me quiere cooperar con algo, voluntariamente`. Ya, ningún problema. A partir de ahí, él comenzó a hacer eso y le dije, ‘Que esto no sea un trabajo`. Quedamos en eso, y a partir de ahí, viene por mí, me trae hasta aquí. Nos ayudamos mutuamente y es un personaje que gusto inmensamente de él”, confiesa. 

Bajamos los 15 pisos en el ascensor y en la entrada del edificio está Fidel tirando pinta con un impecable traje café, corbata blanca y camisa a líneas en tonos azules abotonada hasta el cuello. Se preparó especialmente para la ocasión y Leonardo, risueño y sorprendido, lo abraza cariñosamente. “La garganta está un poco más afinada que el otro día”, lanza Araya preocupado por la salud de su superestrella, quien lleva un par de semanas aquejado de un resfrío. 

Fidel de inmediato se abalanza sobre Manuela y yo para saludarnos. Caminamos hacia el centro y él lleva el parlante sobre un carrito diez pasos delante de Leonardo. Cuenta que ante cualquier problema estamos con él, que impone respeto en las inmediaciones de la plaza y que nada malo nos ocurrirá. Que estemos tranquilos, que está vestido así porque era su sorpresa y que ha sido un día feliz. Un par de cuadras después, diría que trabaja como feriante junto a su esposa, que vive en un campamento cerca del Parque Los Reyes y que a veces es conductor de la PDI en sectores peligrosos, donde algunos policías tienen miedo meterse. No sé si creerle eso último. Habla rápido y es querendón. Me invita a su matrimonio por la iglesia que aún no tiene fecha, recalca que está enamorado de su esposa, me presenta a su hija y espera pronto tener la casa propia. Mientras avanzamos por calle Bandera, saluda sin cesar a comerciantes ambulantes y artistas callejeros. A todos les tira un chiste y continúa a paso rápido vigilando que el equipo de sonido no se estropee. “Yo quiero al Leo”, repetiría unas 15 veces antes de llegar a Moneda con Ahumada. 

En tres horas más, Fidel terminaría sin su chaqueta, con la espalda empapada y sus patillas brillando de sudor. No dará más de cansancio pero siempre con una sonrisa contagiosa animando al resto. Será de los primeros en salir a la pista y el último en despedirse. El mejor palo blanco moviéndose a lo Pirinoli, otro viejo bailarín clásico del centro, famoso por sus apariciones en el programa Morandé con Compañía. 

SOLTAR LAS PENAS 

Diez minutos antes de las 20:30 horas y hay cerca de 30 personas esperando el show. Fidel levanta el parlante un metro y medio y se alista como un soldado obedeciendo a su superior. Con puntualidad inglesa comienza la presentación. Del gran repertorio de canciones cebollas de Camilo Sesto, Sandro, Nino Bravo y Raphael, solo quedan ocho canciones. La primera media hora de su espectáculo es para calentar la garganta y es una fina selección de baladas clásicas para llorar por la ex o lanzarse al amor eterno. 

Justo cuando interpreta ‘Ella ya me olvidó` de su tocayo Favio, una madre abrazada de su esposo e hijo único, se acerca lentamente a la multitud y canta con los ojos evidentemente  hinchados de tanto llorar. Leonardo, nuestro Leonardo del centro de Santiago, se allega y canta a la familia. Termina la canción y la mamá besa las manos de su bebé que solo la observa con amor y admiración. Luego nos contarían que al día siguiente, su retoño partiría por tres años a un regimiento en el extremo sur. Allá tendría trabajo y la vida que anhelaba. Ella sólo pedía que su niño no la dejara de lado. 

Es la última del bloque romántico y viene lo que todo el mundo está esperando: un festín de 65 canciones de cumbia que termina a las 23 horas en punto. Sin peleas ni problemas. 

MÚSICA PARA OLVIDAR 

Ramón Jara es pensionado, tiene 66 años y ha compartido pista con cinco mujeres distintas en 40 minutos. Dice que desde chico es así y que tiene la chispeza en su ADN, cuando a los 14 años gozaba rancheras y corridos en Constitución. Todo eso lo dijo bailando conmigo. 

Mientras tanto, un grupo de señoras, todas felices y coloradas, se dejan llevar por el ritmo de “Le cortaron la cosa” de Armando Hernández. Se ríen fuerte. La fiesta es total. Ramón viste de chaleco, pantalón y sus zapatos relumbran de lustrados. Luce recién afeitado y huele bien. Al parecer, se engominó sutilmente el poco pelo que le queda y sus lentes brillan de vez en cuando. Un par de mujeres de unos sesenta años están sentadas en unas bancas y lo observan desde no tan lejos. Luego viene su turno. “Esto nos sirve a nosotros. Es un momento de relajo para después del trabajo. Muchos vienen con problemas de la casa y la música es buena para olvidar los problemas”, cuenta.

Es uno de los más briosos con sus pasos de baile y mantiene poco contacto físico con sus bailarinas. Hasta donde la confianza entre ambos sea prudente. Ramón lleva el anillo de matrimonio en su mano izquierda pero no está con su mujer. “Ando solo porque mi señora ya no sale. Ella es hipertensa y diabética. Ella ya disfrutó su juventud y no es mucho de andar así. Ella está en la casa y yo me desordeno, pero en buena onda”, remató. 

Mercedes Bravo es oriunda de Chillán pero vive hace 16 años en Santiago. Lleva dos años sin perderse el espectáculo. Trabaja en Las Condes en una casa particular y solo tiene libres los fines de semana. Este es su escape a las preocupaciones. “Acá me vengo a relajar y bailo tranquila. No tengo ni amiguitos ni amiguitas. No me gusta la amistad porque son traicioneros todos. Me gusta mi vida solita, acá conozco gente, bailo y nada más…me quedo hasta el final y después me voy en micro. Aunque trabaje temprano vengo a ver al Leito”. La escucho y observo que sus lentes están empañados y las mejillas rosadas. Le recomiendo que se abrigue para que no se resfríe. 

La Tía Rita es una mujer de mediana estatura, siempre viste largos vestidos, tiene el pelo castaño y los ojos color miel. Sangre árabe y gitana corre por sus venas y hace cinco años vende café y té en las noches de música callejera. También es pilar fundamental del club de baile. Revela que ha encontrado dos veces el amor allí con desconocidos que llegan solos hasta el cumbiódromo. “Él me toca dos canciones españolas y ahí bailo yo. Esto es agradable y bonito. Es una entretención sana donde se reúnen los matrimonios, los extranjeros. Ven esto, van de paso, preguntan y se van quedando. Yo he conocido dos parejas bailando (…) Terminé con él hace ocho meses porque lo pillé con otra mujer, jajaja”, revela rodeada de clientes que esperan una bebida caliente.

Son las once de la noche y la música se apaga desde el parlante. Todos quieren continuar pero saben que no hay más. Santos acaba de culminar la última canción, la número 68 del repertorio, y agradece enfáticamente a los parroquianos que aún quedan. Algunos lo abrazan y otros se fotografían. Mientras tanto, Fidel ordena los cables, desmonta el equipo y deja todo en su lugar para ejecutar la operación retorno. El resto, se va a sus casas y la gran mayoría camina hacia la Alameda. “Estoy agotado pero esto me rejuvenece”, remata Leonardo. Yo, en tanto, me voy por un chop a una fuente de soda porque como cantaba Américo, me gustan las mujeres y la cervecita. 

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