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Reportajes

28 de Agosto de 2019

Mauricio Weibel, bitácora de un espiado

"La libertad de expresión es el más importante de los derechos humanos, pues a través de su ejercicio es posible reclamar el cumplimiento de todos los demás. Los ataques a la prensa son propios de gobiernos totalitarios o de Estados precarios".

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El comandante en jefe del Ejército, Ricardo Martínez, y el jefe del Estado Mayor, Schafik Nazal, están confesos. Admitieron en el Congreso que aprobaron espiar a militares que denunciaron actos de corrupción. También a mí, como «culpable» de haber destapado la corrupción en esa institución castrense, según divulgaron diversos medios de comunicación.

El espionaje a la prensa es una medida propia de regímenes totalitarios, ya sean de izquierda o derecha, y supone siempre un desprecio absoluto por el orden democrático. Una situación inimaginable en Alemania, Francia o Estados Unidos, países con intereses de seguridad globales.

Los hechos conocidos hasta ahora levantan una serie de preguntas. Por ejemplo, ¿este ataque a la libertad de expresión fue aprobado por el comandante en jefe de la época, Humberto Oviedo, hoy investigado por supuestamente desfalcar 4.500 millones de pesos? ¿O fue una decisión solitaria de un general de inteligencia?

El actual jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército, general Guillermo Paiva, admitió en el Poder Legislativo que estos hechos «no son aislados». Y reconoció que él mismo pide aprobar estas operaciones a un ministro de la Corte de Apelaciones, amparándose en una ley de inteligencia que, a la luz de los hechos, se basa en extirpar derechos civiles de manera arbitraria.

Ninguno de estos generales aclaró que estos procedimientos carecen justamente de toda norma de resguardo de garantías constitucionales, como sí ocurre en los casos que debe investigar el Ministerio Público. Tampoco explicaron que una cosa es la ley y otra, muy distinta, el uso doloso de ella, como sucedió en la Operación Huracán, perpetrada por la inteligencia de Carabineros, donde también existieron órdenes fraudulentas de intervención telefónica.

En este contexto, surge otra pregunta ineludible. ¿Cómo va a ser racional que un general de segunda línea tenga más atribuciones intrusivas que el propio Fiscal Nacional? ¿Cómo va a ser democrático que senadores, diputados o sindicalistas puedan ser espiados desde un regimiento? ¿Es tan difícil que el gobierno entienda esto?


Un corvo en la mesa de centro

Sin embargo, por inaceptables que sean, estos antecedentes son solo un aspecto de lo que hoy está en litigio. Los eventos sospechosos de reproche democrático son mucho más profundos e inquietantes. Y hasta ahora desconocidos.

Un primer indicio de la situación que hoy afecta al país ocurrió en el primer gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010). En ese lapso, hubo un intento civil por fiscalizar los gastos militares, el que terminó —por cierto— con otra amenazante confesión castrense.

¿Cómo va a ser democrático que senadores, diputados o sindicalistas puedan ser espiados desde un regimiento? ¿Es tan difícil que el gobierno lo entienda?

En esa ocasión, un integrante del Consejo de Seguridad Nacional, que me pidió reserva de su nombre, decidió auscultar qué estaba sucediendo con las finanzas en los cuarteles.

Inesperadamente, un día, al volver a su departamento, encontró un corvo sobre la mesa de centro en su sala de estar. Sobre su cama, estaba uno de sus objetos personales más preciados, completamente destrozado, como nos contó a tres periodistas en su oficina.

Ante la gravedad de los hechos, el ministro del Interior de la época se hizo presente en el domicilio ultrajado. La decisión, tomada esa noche, fue convocar al Consejo de Seguridad Nacional, si no había una explicación.

Tras ello, la autoridad afectada citó a su despacho a tres generales representantes de cada una de las ramas de la Defensa y les pidió antecedentes.

Después de un silencio inicial, el hombre del ejército tomó la palabra. «No sé quién fue, pero le garantizo que no volverá a ocurrir», dijo aquel general.

Desde entonces, las preguntas incómodas fueron paralizadas en el Estado. Hasta que The Clinic comenzó a investigar la corrupción militar y, de contragolpe, retornaron los robos, ataques y seguimientos, como si estuviéramos denunciando a una asociación ilícita.

Un robo previo

Cuando recibí los primeros antecedentes del Milicogate, que develaban un desfalco por apenas cincuenta millones de pesos, sabía que podía haber complicaciones, pues ya tenía una experiencia previa.

En diciembre de 2012, tras encontrar y revelar la existencia de miles de archivos secretos de la dictadura cívico militar, mi casa fue asaltada tres días seguidos. Coincidentemente, ese fin de semana se produjeron robos en las viviendas de los periodistas Javier Rebolledo y Juan Cristóbal Peña. Todos investigábamos temas relacionados con corrupción o violación a los derechos humanos, ocurridos durante la dictadura cívico militar.

Por cierto, solo nos robaron o revisaron los computadores, pendrive y/o discos duros que teníamos.

Ante la gravedad de los hechos, los tres hicimos una denuncia conjunta ante el Ministerio Público, la que terminó archivada pese a existir huellas digitales de los asaltantes.

Con el tiempo, supe que una semana antes también habían sustraído el computador de la corresponsal de The New York Times en Chile, Pascale Bonnefoy, quien indagaba igualmente temas de derechos humanos.

Tras el llamado de solidaridad del ministro del Interior de la época, Andrés Chadwick, permanecí durante varios meses con vigilancia policial domiciliaria, lo que agradecí públicamente al gobierno y la Fiscalía.

Todo esto sucedió en democracia, por cierto.

Una práctica conocida

Por eso, no me sorprendió que robaran en dos ocasiones las dependencias de The Clinic durante la investigación del Milicogate, en los años 2015 y 2016. En ambas operaciones, curiosamente, solo fueron sustraídos los computadores. Y aunque había imágenes de vídeo de los delincuentes, jamás hubo resultados judiciales.

Tampoco me sorprendieron los seguimientos demostrativos y las amenazas a las personas con quienes hablábamos.

El caso más llamativo fue el de César Fuentes, proveedor del ejército. Tras una reunión entre ambos, a principios de marzo de 2017, su oficina fue destrozada. No hubo robo esa vez, solo vandalismo. Incluso le horadaron una muralla.

La libertad de expresión es el más importante de los derechos humanos, pues a través de su ejercicio es posible reclamar el cumplimiento de todos los demás”

En este punto, conviene recordar que, según la información de prensa disponible, las escuchas telefónicas en mi contra ocurrieron justamente después de estos hechos.

Y es aquí, entonces, donde emerge la duda sobre la fortaleza de nuestras instituciones democráticas.

Finalmente, la libertad de expresión es el más importante de los derechos humanos, pues a través de su ejercicio es posible reclamar el cumplimiento de todos los demás.

Y ningún grupo de vándalos debería poder conculcarla. Tampoco autoridad alguna, como lo intentó la Justicia Militar al pedirnos revelar nuestras fuentes en dos ocasiones estos años.

Por cierto, jamás lo hicimos, pues entendemos cuáles son nuestras obligaciones democráticas.

Más robos

Tras ser revelado el espionaje militar en la prensa, un diputado me confidenció que también sufrió robos durante la vigencia de la comisión parlamentaria que investigó los desfalcos con la Ley Reservada del Cobre. En su caso, en tres ocasiones que jamás fueron hechas públicas.

Admito que desconozco las razones que cada autoridad puede tener para guardar silencio sobre estos hechos. Sin embargo, estimo necesario plantear la necesidad de que reconsideren su postura, por el bien del país.

Los ataques a la prensa son propios de gobiernos totalitarios o de Estados precarios

También creo importante que hagan las denuncias respectivas los medios de comunicación que sufrieron robos y decidieron callar. The Clinic no fue la única redacción asaltada, en el marco de sus investigaciones sobre corrupción ligada a instituciones armadas o policiales.

Hubo más.

Impunidad

Este no es un caso sobre el espionaje militar a civiles y/o medios de comunicación. Es un debate sobre la República y la barbarie, la democracia y el autoritarismo, la libertad de expresión y la corrupción.

¿Espió acaso el ejército a los comandantes en jefe que malversaron fondos de la Defensa en chocolates de lujo? ¿No es esa la auténtica traición a la patria? ¿O cómo se define el hecho de que se gastaron fondos asignados para inteligencia castrense en adquirir flores rosadas y aterciopeladas?

De no ser por la investigación de The Clinic, el país y las autoridades, incluidos los ministros de Defensa, jamás habrían sabido de este escándalo. Hoy la mayor amenaza a la seguridad del país no es la prensa, si no la venalidad de sus generales y coroneles. ¿O acaso alguien no ha pensado que los ejércitos extranjeros ya tomaron nota de esta adoración por el dinero de algunos miembros del alto mando?

Pero, insisto, este es un tema sobre el abuso, la corrupción y la impunidad. Y los chilenos ya estamos aburridos de esas malas prácticas.

Pese a las amenazas abiertas y veladas, yo seguiré confiando en la República, la que algunos creen que pueden secuestrar en beneficio personal.

El periodismo y el país merecen más.

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