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Opinión

18 de Septiembre de 2019

Columna de José Antonio Neme: Lo insípido (o de cómo la identidad chilena es un cuento)

Agencia Uno
José Antonio Neme
José Antonio Neme
Por

Han pasado casi cinco años desde que los vientos de Chicago me dejaron en una de las calles más entretenidas del estado de Illinois. Yo caminaba solitario por el corazón de Boys Town cuando decidí pararme a disfrutar de una cerveza al pie de uno de los bares más conocidos del distrito bohemio de la ciudad. Un grupo de cinco hombres me invitaron a unirme a su conversación, atraídos por mi acento indescriptible a sus oídos. El más viejo llevaba la conversación y a esas alturas nos hacía parte de su amplio recorrido por Sudamérica. Tenía una palabra para cada país, un concepto para cada sociedad.

“Soy muy perceptivo y sé tras un par de horas en cada lugar como es la gente, los hombres, las mujeres, todo lo sé, todo”, repetía el gringo una y otra vez.  A mí, curiosamente, nadie me preguntó de qué lugar venía, pero lo cierto es que pude camuflarme a la espera de que el gringo “perceptivo” llegara a la descripción de Chile. ¿Qué palabra iba a usar para definir a Chile y su gente? ¿Qué concepto escogería?

Del sudado Brasil pasó al caos argentino y cuando iba a cruzar la cordillera, afirmó: “pasé por Santiago y Valparaíso y la verdad Chile me pareció… (dijo textualmente en inglés) Tasteless”. Acto seguido, no necesité de ningún diccionario para saber que el viajero acababa de apuntar a Chile como un país sin sabor, un país finalmente insípido. No se detuvo en dar explicaciones, no sabía que yo era chileno y tampoco  se lo aclaré, y en un par de segundos ya estábamos hablando de las bondades de Lima y los malos olores en Quito. 

Nunca más pude olvidar esa simple y breve forma de describir a Chile: insípido. Sobre todo, porque por estos días muchos dirán que de falta de sabores nada: que tenemos sazón de sobra con el jugo de la empanada y de la carne mezclado con la acidez del vino. Ante ese panorama, el calificativo parece tremendamente injusto y casi absurdo. Los paladares yankis, asociados a la fritura barata y a las bebidas cola, nunca han sabido de sabor. Si hasta el pavo y el puré de manzanas se agruma en la boca y sabe a nada de nada. La carne de pavo es seca y la combinación desde acá se ve rara en la mesa. Nada como la empanada de carne picada y cebolla justa, jugosa, humeante, con o sin pasas, más huevo y la aceitunas. 

Sin embargo, un extranjero no tendría razón para evaluar una nación desde el sabor de su empanada. Esa reivindicación sin excelencia internacional, se termina en cuanto llegamos a cualquier ciudad que no sea la nuestra. Si de empanadas se trata, los rellenos afuera empiezan a variar, lo mismo que las masas, y perdemos en cosa de segundos el monopolio del sabor y con él, parte de nuestro manifiesto de identidad cultural. Entonces volvemos a ser insípidos, desdibujados, grises, borrosos, faltos de lenguaje y faltos de reconocimiento. Eso a Chile le duele en lo más profundo. 

No queremos caernos del mapa y lo hacemos permanentemente. Nos gustaría ser más continentales, más tropicales, más gozadores, nos gustaría ser más. Porque 17 millones es muy poco, o al menos, es poco para nuestras pretensiones de ser vistos y admirados, destacados e imitados. Nadie nos ve ni nadie nos imita porque entramos en el mapa de lo obvio latinoamericano, y fuimos derrotados al tratar de encontrar una identidad exportable frente a la samba de 200 millones de brasileños o al tango de 40 millones de argentinos. 

“Nuestra superioridad moral y cultural. Hijos del rigor, esforzados y alegres, pillos, pero de buenos sentimientos. Llenos de encanto y belleza. Nada de eso es verdad y en el fondo lo sabemos

Durante los procesos de alfabetización y nacimiento de las clases medias en la década del 20, se abría la esperanza de que los grupos ilustrados, ahora lejos de la pobreza, pudiesen dibujar identidad. Ahí estuvo la oportunidad de conectarse con lo nuestro, -si es que lo había-, perfeccionarlo y exportarlo, pero esas clases medias cometieron en los años posteriores un grueso error. Por temor a la regresión social, por soberbia o pretensión, o simplemente estupidez, optaron por negar el pasado cultural, ponerse los zapatos de otros y caminar como aquellos tantos lejos del universo común. La clase media chilena quiso ser o pertenecer a la misma elite que la desprecia hasta el día de hoy, y con eso, condenó al país a la falta de registro.

Así Chile, desde la tercera década del siglo XX, se aventuró en una búsqueda desesperada de historia. Cada día había menos y menos, porque la identidad de las clases medias no era la real y no había otra que la sustituyera con verosimilitud. En los 60 nadie era de origen mestizo, cuando todos lo eran; de los indígenas que no se dijera nada de nada; nadie era huacho; nadie era negro; nadie era nada. La misma nada con la cual que comienza la escena de esta columna cuando a los ojos norteamericanos no tenemos sabor. 

Acá es donde comenzamos a tejer la red de mentiras que nos van sosteniendo hasta hoy y que celebramos cada 18 de septiembre. Las mentiras que repetimos tantas veces hasta que se conviertan en verdad, pero solo para nosotros, porque hacia afuera el panorama luce tal como para mi interlocutor de Chicago; absolutamente deslavado. Desde la necesidad de una Reforma Agraria hasta una Revolución en Libertad, la belleza de nuestra bandera y de nuestro himno. La calidez de nuestra gente, sus valores innatos, su apego a Dios, su respeto a la iglesia. 

Nuestras profundas distancias culturales con el resto del continente: otra mentira burda y ridícula. Nuestra superioridad moral y cultural. Hijos del rigor, esforzados y alegres, pillos, pero de buenos sentimientos. Llenos de encanto y belleza. Nada de eso es verdad y en el fondo lo sabemos, pero la dictadura y su cambio económico y cosmético forzó al país a tragarse la mentira y seguir contándola como una realidad irrefutable.

La ignorancia militar y el desprecio brutal sufrida por la élite nacional desde los verdaderos centros de belleza y poder, fueron conformando un país donde hablar en voz alta de nuestra sincera génesis era considerado un riesgo enorme. Mi pregunta ¿riesgo de qué? Ha costado decir que tenemos genes indígenas y que la herencia española es poca y mala. Ha costado decir que no hemos hechos grandes contribuciones al mundo, porque las que contamos son leídas en clave regional y no nacional. Somos malos para el deporte y nuestros éxitos son aislados si es que lo son. No tenemos mesa que valga afuera, ni música, ni baile, ni carnaval. 

Pero quedarnos desnudos culturalmente de tanta mentira contada y repetida puede ser el principio de algo. Puede significar la partida para condimentar de verdad nuestro país con hechos concretos y no fantasías.  Somos latinoamericanos sin gota de sangre distinta. Fuimos pobres y en varios aspectos aún lo somos. No hacemos las cosas bien porque no sabemos o no hemos podido, pero sabemos más o menos qué es lo que tenemos que hacer. Somos más campo que ciudad, somos más seculares que religiosos, somos más feos que lindos, pero en ello somos más dignos y más auténticos. Somos a veces democráticos y  a veces no porque nos falta tradición política, pero la estamos construyendo. 

Somos cada día menos machistas, pero todavía falta. Somos amables hasta que nos tocan el bolsillo. También somos envidiosos, pero a ratos con razón. Tenemos la oportunidad de alcanzar el desarrollo, pero no es tiempo porque nos queda un gran camino por recorrer. Al final del día deseamos tener sabor, uno especial y reconocido, porque es inherente a cualquier nación y porque simplemente lo merecemos. Es el triunfo que pocas veces llega cuando dejamos de ver el pasado y lo sustituimos por algo jamás ha existido, pero que llega a ser una victoria tan, pero tan dulce que se pega al paladar para siempre cuando su fuente es la verdad. 

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