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Cultura

3 de Octubre de 2019

Valentina Bone: La desconocida heroína tras el arte de las arpilleras en Chile

Murió a los 87 años, pero su legado quedó bordado en las miles de arpilleras que se hicieron en Chile durante la dictadura y en las cientos de artesanas que estuvieron detrás de ellas. Llegó a estar a cargo de más de 600 mujeres en Santiago, a las que transformó en artistas y con la venta de sus artesanías lograron combatir la pobreza y sostener sus casas.

Por

“Volví a mi casa incrustada su angustia en mi, casi no podía creer lo que había escuchado, hijos, esposos, hermanos sacados a golpes y amenazas de sus casas ante la impotencia física de sus familias, llevadas mujeres embarazadas, parejas hasta con sus niños, todos desaparecidos por semanas y hasta meses, sin saberse nada, ni de los recién nacidos, ni de los niños y de los adultos menos”. (Valentina Bone, 1984)

Cuando Valentina Bone llegó en 1974 a la casona ubicada en la calle Santa Mónica 2338 del Barrio Brasil, el dolor invadía todos los rincones del comité Pro Paz, primera organización en Chile, bajo el amparo de la Iglesia, en recibir las denuncias de familiares de detenidos desaparecidos.

Llegó porque alguien conocía su nombre. Llegó porque ni las mujeres que estaban sumidas ante su propio desconsuelo, ni las personas a su alrededor, sabían qué hacer con la angustia que las acechaba desde que la dictadura les arrebató a sus seres queridos.

Frontis Comité Pro Paz
Foto: Memoria chilena

Valentina, sin embargo, decidida como era, determinó transformar esos sentimientos en arte y bordar arpilleras fue su primera ocurrencia. “Mi madre era un ser humano muy creativo, tenía una capacidad impresionante para hacer cosas de la nada”, cuenta Paulina Barberán, su única hija.

De la nada, pedazos de género que estaban destinados al basurero y ropajes viejos, se convirtieron en el fundamento de las historias que Valentina, artista y escultora de profesión, les enseñó a hilar, donde quedarían bordados para siempre los crímenes de la dictadura.

El primer soporte fueron sacos paperos y harineros. De ahí su nombre, arpilleras, creadas con costales que iban a pedir a los verduleros en La Vega y géneros que sacaron hasta de la basura de alguna fábrica textil. 

Arpilleristas de Puente Alto, primer mural 1975
Foto: gentileza de Paulina Barberán

Así, las torturas que no quedaron registradas en imágenes, fueron reconstruidas con hilo y aguja. Figuras desnudas colgadas por los pies y militares representados en sombras negras fueron los primeros sucesos que aquellas manos dolorosas empezaron a relatar a través de bordados.

“En el fondo había que hacer un relato que sirviera de alguna manera como una forma catártica de manifestar su dolor”, explica Paulina. 

Las historias traspasaron fronteras y fueron vendidas a países como Estados Unidos, Suiza y Alemania, para darle sustento a las mujeres que confeccionaban las arpilleras y al mismo tiempo, para mostrar el arte como reflejo de lo que estaba pasando en Chile y que nadie podía decir.

 Fue así como la demanda de arpilleras se inició. 

Documental de exposición “Periódico de Tela”

TODO PARTIÓ EN COYHAIQUE 

“Nací en Chile, un país de cordillera, trescientos años de lucha no nos pusieron a salvo de la conquista, y la independencia del dominio español tampoco nos puso a salvo de la demencia”. (Valentina Bone, 1984) 

Antes de dolor, de la dictadura, los detenidos desaparecidos y las arpilleras, Valentina empezaba a desarrollar su trabajo a 1.600 kilómetros de Santiago. 

En febrero de 1973, ella y su hija comenzaban otra de sus aventuras. La Citrola en la que recorrieron muchos lugares de Chile y que más de una vez ocuparon de hotel, las llevaba esta vez al extremo sur. Fue ahí, cuando cruzaban la cordillera desde la pampa argentina, que Valentina vio Coyhaique. El verdor que la rodeaba la enamoró y a pesar de que tenía un trabajo estable en Santiago, dijo: yo aquí quiero vivir. 

No tardó en inventarse una ocupación y en menos de un fin de semana ya había convencido al director de la Corfo de que podía crear una organización con mujeres artesanas, cuyos productos había visto en la plaza de aquella ciudad.

Ese mismo año, por una gran casualidad, llegó a dirigir el Regimiento de Infantería Motorizada del general Humberto Gordon. Y aunque Valentina en esa época no sabía que pronto estaría trabajando con familiares de detenidos desaparecidos, su hija Paulina de 16 años, compartía el banco en el colegio con la hija de quien llegaría a ser director de la CNI y que enfrentaría 130 querellas criminales. Murió el año 2000, impune. 

Cerca de Valentina también, vivía su prima y su esposo Ricardo Tirado, que se desempeñaba como gerente de Socoagro en Coyhaique, hasta que llegó la dictadura y tuvo que trasladarse a la capital, donde por otra casualidad, encontró trabajo como chofer del comité Pro Paz.

Y cuando Gloria Torres, abogada de la organización, se cuestionó qué iba a hacer con la pena de tantas madres, hermanas y esposas que lloraban preguntándose dónde estaban todos aquellos a quienes la dictadura los había despojado de sus casas, Ricardo pensó en Valentina. 

BORDANDO LA HISTORIA POR SANTIAGO

“También eran mujeres angustiadas, otra angustia, más primaria, el hambre, igual de dolorosa, el ver a un niño como va lentamente adelgazando, lentamente consumiéndose, el no tener recursos con que ir a un hospital, con que comprar un remedio, siempre es doloroso. Y con estos grupos siguió la historia de las arpilleras”. (Valentina Bone, 1984)

En 1975 el comité Pro Paz fue disuelto por orden de Augusto Pinochet y un día después nacía la Vicaría de la Solidaridad, donde las denuncias por las violaciones a los derechos humanos continuaron y con ellas, las arpilleras de aquellas personas que en muchos casos, jamás supieron donde estaban los desaparecidos. 

Pero el régimen también llegó a las poblaciones y Valentina, con su metro setenta, su pelo rojo y su postura imponente, comenzó su recorrido por las cuatro zonas de Santiago donde estuvo presente la Vicaría (Oriente, Norte, Poniente y Centro)  para desarrollar talleres de arpilleras con el mismo propósito, pero esta vez, con otros problemas y otros dolores.

Dar de comer al enfermo – Arpilleristas Zona Oriente
Catálogo Arpilleras. Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Año 2012

Esta vez, los hilos trazan la realidad de la pobreza. La solidaridad de las ollas comunitarias, los volantines colgados del cable de la luz para iluminar sus casas y las lavanderías populares, fueron otros motivos para otras manos.  

A sus 70 años, Silvia Pinto aún guarda los pedacitos de género que hace muchos años, llenaron su casa de colores  y la transformaron en una artista.

Con su imaginación, plasmaba lo que para ella era un diario de vida, mientras Valentina les enseñaba de diseños y colores. El hambre, el toque de queda y los militares insaciables buscando a vecinos que Silvia nunca volvió a ver. 

“A las mujeres ellos las desnudaban, también hacíamos arpilleras así, como ellos las tomaban presas y las desnudaban, era como una protesta para que el mundo conociera lo que nosotros estábamos viviendo, así empezó todo”, relata quien llegó a ser Presidenta de los Talleres Artesanales de Conchalí (arpilleristas) por más tiempo del que puede recordar. 

Pero a bordar no fue lo único que aprendió Silvia ni las más de 600 mujeres que estuvieron a cargo de Valentina. 

El año 1978 Bone llegó a la zona norte donde hoy se encuentran las comunas de Huechuraba, Conchalí, Recoleta y conoció a la hermana Karoline Mayer, con quien trabajaría durante muchísimo tiempo en su misión de profesionalizar a cientos de mujeres. 

Valentina Bone junto a las Arpilleristas de Conchalí
Foto gentileza de Paulina Barberán

Eran tantas, que tuvieron que organizarse para exportar sus productos a través de la Fundación Missio, que creó la hermana Karoline en 1977 con el obispo regional de la época, Jorge Hourton. Cada una de las más de 200 mujeres que se concentraron en los talleres de la zona norte, tenía una labor. Tuvieron que diversificar los productos para ampliar el mercado. Algunas hacían tejidos, otras costuras, otras arpilleras y otras además se dedicaban a realizar el control de calidad, resolver las finanzas y tantas otras tareas, con Valentina a la cabeza de todas. “No te voy a dar los pescados, te voy a enseñar a usar la caña” era su política.

“Podíamos nosotros sobrevivir, porque eso se llamaba sobrevivir y poder hacerlo con nuestras propias manos era algo lindo”, relata Silvia.

Con el tiempo dejaron de bordar denuncias y comenzaron a hilar escenas típicas de la cultura chilena para poder vender los productos en Chile.

Valentina junto a la hermana Karoline Mayer

“Nosotras éramos como dueñas de casa nomás, pero ahí nos desarrollamos como personas y nos desarrollamos como artistas porque hacíamos unos paisajes preciosos”, cuenta Silvia, que se amanecía para llegar a las fechas de entrega y con ella, su marido, quien también aprendió a bordar y planchar cuando se quedó cesante. 

“Ella era una profesora de día completo porque estaba todo el día con nosotras, todos los días de la semana. Era una persona extraordinaria porque era de mente muy amplia, incluso nos enseñó a nosotras a salir para afuera, para conocer nuestro país, nos enseñó a organizarnos”, dice con emoción cuando recuerda a Valentina y con ella, los mejores años de su vida.

LA GALLINA CAHUINERA

“Hablan de la historia de los talleres y su organización, esta organización que las ha transformado, que las ha convertido a todas en personas (…), las ha hecho descubrir el valor y la fuerza de una comunidad”. (Valentina Bone, 1984) 

“En una de estas locuras que se le ocurrían dijo: hay que salir de vacaciones porque hay muchas personas aquí que nunca han salido nunca de vacaciones”, relata Paulina. Y en dos micros se iban de campamento. Una llevaba a los pasajeros y la otra, los bultos.

Vacaciones
Foto: gentileza de Paulina Barberán

Una vez al año, diez días. Juntas y felices, llevaban a toda su familia. Conocieron Rapel, Las Siete Tazas, Pichidangui, Pichicuy, La Boca, Lo Hermita. Algunas incluso, pudieron conocer el mar.

En uno de los primeros viajes que se hicieron en al Cajón del Maipo, alguien sugirió que llevaran una tele para ver el Festival de Viña, pero a Valentina no le gustó nada la idea, si se iban de campamento era para compartir. Pero no se iba a quedar de brazos cruzados. Se le ocurrió hacer su propio evento al que llamó el Festival de la Gallina Cahuinera. 

Vacaciones
Foto: gentileza de Paulina Barberán

Gallina en vez de gaviota y cahuinera por la cantidad de mujeres que llenaban el lugares con sus risas y cuchicheos.

“Se disfrazó ella y su marido de un gallo y una gallina y eran los animadores. Al final era un despliegue fenomenal, porque cada vez se le ocurrían cosas distintas: una vez hicimos un elefante de espuma, ¡pero con gente adentro!”, recuerda Paulina riendo.

Con su compañero de aventuras Gustavo
Foto: gentileza de Paulina Barberán

En todas sus locuras la acompañó Gustavo, quien fue su marido por 31 años. Se conocieron cuando él era estudiante de arquitectura y Valentina, profesora de arte en la facultad de Lo Contador de la Universidad Católica. Era 20 años menor que ella, pero según Paulina, no se les notaba mucho la diferencia. 

Gustavo también se hizo parte de los talleres. A los hijos de las artesanas les enseñaba carpintería y también se le otorgó el honor de ser jurado en los festivales, junto a Valentina, la hermana Karoline y Paulina. 

Se separaron cuando ella tenía 75 años. 

HERMANAS EN EL DOLOR

Irene Zamorano dice a los 64 años que todo en la vida se entrelaza. El día del funeral de Valentina, se preparaba para hacer clases de bordado y diseño a un grupo de mujeres sordomudas. “Yo hasta el día de hoy sigo sembrando en nombre de ella”, dice Irene, que ya ha sido profesora de 150 mujeres en un programa de la comuna de Recoleta. Pero todo comenzó para ella cuando su mamá le contó de los talleres que estaban haciendo en la zona centro de la Vicaría de la Solidaridad. Irene ya tenía tres hijos y el último, que hoy ya tiene 35, aún no cumplía un año. 

“Yo miro para atrás y digo: ‘¡pucha que fuiste valiente!’. Yo le dejé mi hijo guagüito a mi mamá y me dijo: ‘¿y Jorge quiere?’ Yo le dije: ‘no, pero voy a ir igual’. Fue una valentía realmente porque eran otros tiempos”, dice.

Valentina junto a artesanas Santiago centro
foto: gentileza de Paulina Barberán

En ese momento comenzó una historia diferente en la vida de Irene. Si no se hubiera atrevido, quizás no hubiera ganado un Fondart para ir a exponer su trabajo a Cuba y tampoco habría podido mantener a su familia. 

Dice que Valentina sembró en ella el deseo de cambiar su mundo interior. “Yo sentía que había algo dentro de mí que faltaba, porque dueña de casa, con mis niños, todo bien, pero el desarrollo personal uno no puede dejarlo de lado y gracias a Dios que di ese paso”, dice hoy orgullosa.

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 Hizo de todo, cubrecamas, manteles, ajuares de guagua, cortinas y al igual que Silvia Pinto, se amanecía para llegar a las entregas, porque el barco no esperaba a nadie para zarpar con sus bordados a tierras lejanas. 

“Estar en los talleres con otras mujeres que viven las mismas situaciones de dolor, de cesantía, de tantas cosas, de tanta pobreza… estar ahí unidas, obviamente nos ayudó, nos facilitó la vida”, relata Irene, que a pesar de la dictadura, recuerda esos años como los mejores de su vida. 

COMPAÑERA DE VIDA

“Mi madre es como un personaje público sin ser pública porque es una mujer que hizo muchas cosas importantes e interesantes durante gran parte de su vida, pero sin embargo, a ella le cargaba esto de aparecer, aunque de alguna manera yo creo que ella en lo profundo de su corazoncito sintió el hecho de que nunca se le hubiese reconocido formalmente su trabajo”, dice Paulina Barberán. 

Valentina junto a Paulina, su única hija
foto: gentileza de Paulina Barberán

Ella fue la única hija de Valentina Bone, a quien define como la clásica oveja negra de una familia de ingenieros y empresarios. Estudió arte en la Escuela de Bellas Artes, tuvo una hija y se separó. Nunca militó en ningún partido, aunque indirectamente estuvo unida a personas que hacían política. Tanto así que allanaron su casa en dos ocasiones, la segunda vez, a mediados de los 70. Se llevaron a Paulina porque la confundieron con otra persona. 

Paulina también estudió arte, pero en la Universidad de Chile y apenas salió de la universidad se fue a trabajar con su mamá. Hoy, a sus 62 años dice que está pronto a jubilarse, pero aún trabaja en la escuela que fundó Valentina junto a la hermana Karoline, para profesionalizar a las mujeres artesanas. Solo que ahora no es una, son cuatro y el objetivo es enseñar oficios a jóvenes de escasos recursos. 

La escuela, que cuando se fundó en 1980 se llamaba Centro de capacitación para la autogestión, buscaba profesionalizar a las mismas mujeres que se encontraban en los talleres de las cuatro zonas donde trabajó Valentina. Los estudios duraban tres años y tenían clases de diseño, administración, color, planificación. 

“De repente las chiquillas contaban que las clases de matemática eran un tormento, pero era para que entendieran los costos de los productos, como los podían vender y empezaron a poder ayudar a sus hijos en el colegio”, dice. Además explica que la idea era que las mujeres pudieran crear sus propias organizaciones y muchas lo lograron.  

Graduación de mujeres artesanas 1994
Foto: gentileza de Paulina Barberán

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La última vez que Paulina vio a su madre, habían tomado once juntas. La ayudó a remojar el pan en el café, como tanto le gustaba. Cuando se despidieron, Valentina, a sus 87 años le sonrió desde su silla de ruedas un domingo de agosto. 

Se fue tranquila, dice, dejando una vida llena de gratificaciones.

Los últimos años de su vida desarrolló el sentido del humor y retomó la escultura, pasión que tantos años atrás había abandonado para dedicarse por completo a formar mujeres y crear artistas, porque la única política de Valentina siempre fue el compromiso social.

Por eso, en el funeral, su hija dijo:

“Esta mujer nos pertenecía a todos, no era solo mi madre”. 

Valentina Bone murió el 12 de agosto de 2019. 

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