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Cultura

6 de Octubre de 2019

Fragmento de “El costo del silencio”, el nuevo libro de Javier Rebolledo

Javier Rebolledo. Foto: Editorial Planeta

El libro relata las historias de cuatro exmilitantes del Partido Comunista que se infiltraron en la PDI durante la Unidad Popular, que se mantuvieron en sus puestos durante la dictadura y permitieron que varios de su compañeros sean liberados o pudieran escapar del país.

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Hace unos veinte años, cuando estudiaba segundo año de Periodismo, mi pareja de entonces me presentó a su padre, Álvaro, un excomunista y exiliado de la dictadura de Augusto Pinochet. 

Pasado el tiempo, probablemente en algún almuerzo dominguero, Álvaro me contó que por esos días se había reunido con un grupo de personas a las que había dejado de ver cuando escapó de Chile, a fines de 1975. Se trataba de un lote de exintegrantes de la Policía de Investigaciones, ingresados a esa repartición durante la Unidad Popular como parte de una misión secreta que el Partido Comunista les había encomendado.

Todos ellos tenían una cuestión en común, me contó Álvaro: cuando los reclutaron —entre 1971 y 1972—, eran estudiantes de la Universidad de Chile y militantes de las Juventudes Comunistas. Algunos llevaban dos, tres y hasta cuatro años en la universidad. Serían abogados, doctores, profesores de educación física y castellano. Sin embargo, ante el llamado a integrar las filas de la policía, habían decidido dejar sus carreras. 

La misión imponía que oficialmente debían salir del partido y nunca más volver a militar abiertamente. Jamás tampoco volver a conversar con un comunista. Probablemente, en muchos años más, cuando las conquistas sociales de la Unidad Popular se hubieran asentado, requerirían de sus servicios. Lo importante, les habían señalado las autoridades del partido, era que fueran excelentes profesionales en una institución con fama de corrupta, ojalá los mejores, y que nadie supiera que eran comunistas. Menos, que habían ingresado a la institución a pedido del partido. 

Nunca ninguno de ellos imaginó que el gobierno popular derivaría en una dictadura militar como la que asoló a Chile durante diecisiete años. Menos, que ellos serían detectives en medio de ese régimen y que les tocaría detener gente, ir hasta centros de torturas, en algunos casos presenciarlas y, de fondo, estar tan cerca de todo ese horror. 

Durante la primera parte de la dictadura, varios de ellos habían ayudado activamente a la salida y entrada del país de dirigentes y militantes perseguidos, por ejemplo, timbrando los papeles en Policía Internacional del aeropuerto o en otro paso fronterizo, eludiendo las miradas y sospechas de sus propios compañeros. Consiguieron también documentos como carnés o pasaportes para que el partido cambiara sus fotografías y así militantes pudieran salvarse de las garras de la DINA. 

Como dirigente de la Jota, en medio de la dictadura, Álvaro había sido el encargado de coordinar a todos estos detectives comunistas, infiltrados en la dictadura de Pinochet. Se reunía con ellos en puntos secretos para averiguar, por ejemplo, sus turnos en algún paso fronterizo. Entregaba la información hacia arriba y cuando se decidía el nombre del dirigente que pasaría por la frontera, Álvaro se lo entregaba al detective encargado de timbrar los papeles. 

Habían cumplido varias misiones con éxito, siempre eludiendo el cerco represivo, pero la caída de uno de los jefes de Inteligencia del partido, René Basoa y luego de Miguel Estay Reyno, el “Fanta”, ambas a fines de 1975, habían dado por finalizada la tarea. Un horror hecho carne y un trauma difícil de sobrellevar, ya que gracias al trabajo de los traidores, muchos militantes fueron asesinados y torturados. A través de Basoa y el Fanta, el Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea llegaría también hasta los líderes del partido. 

A partir de esos eventos, los detectives comunistas habían quedado totalmente descolgados, sin misiones ni tampoco un futuro claro. Algunos habían sido descubiertos y perseguidos junto a sus familias, otros se vieron obligados a escapar del país, siendo parte de tramas dramáticas más allá de cualquier concesión. Otros habían terminado sus carreras llegando incluso a los grados más altos dentro de la institución.

Personalmente, las historias de espías me resultaban atractivas y estas tenían aquello sumado a una enorme carga humana. Todos habían vivido la dictadura con la idea de sacar a Pinochet del poder, pero ese mismo camino los había llevado a ser testigos de “la cocina” del régimen y de la policía, aquella institución que por esos años era conocida por su colaboración con la tortura, su cercanía con la calle y la corrupción. ¿Cómo habría sido para esos jóvenes e idealistas comunistas convivir con todo eso? ¿Se habrían contaminado? Y, más atrás, ¿cómo alguien había sido capaz de dejar su carrera universitaria para entrar a la policía? ¿Por qué se habían sometido a semejante presión? ¿Dónde estaban?

Detectives en los años ’80. Fuente: PDI

En la época en que conversé con Álvaro, los exdetectives lo habían invitado a un asado campestre en una parcela luego de años de no verlo. Su impresión al compartir con ellos fue grande. Más que comunistas, en varios casos le pareció que estaba frente a auténticos funcionarios de Investigaciones. El tiempo adentro de la institución los había transformado en aquello. La cadente forma de contar las historias, la terminología, sus movimientos corporales, las muecas, en el fondo, todo, los refería a la clásica imagen del investigador chileno. Y, sin embargo, la mayoría de ellos seguían siendo comunistas. Comunistas que nunca habían podido serlo de forma abierta, ni siquiera durante la Unidad Popular. Luego, en dictadura, evidentemente nadie supo de su militancia. Y después, ya entrada la democracia, ellos mismos se cuidaban de no acudir a ninguna concentración que concitara la presencia de gente de izquierda —como conciertos musicales de grupos de sus años de juventud—, para así evitar que alguien los viera y sospechara de ellos.

La historia que me estaba contando, me aclaró Álvaro, era “off the record”, ya que todo aquello era secreto y debía seguir siéndolo, por lo menos durante un buen tiempo más. A pesar de ello, en ese momento imaginé un proyecto de tesis o un reportaje inolvidable, nada que pudiera organizar en mi mente de manera clara. Una ansiedad, más bien, el deseo de socializarlo y la impotencia de tener que dejarlo pasar. 

Muchos años después de haber escuchado la historia que Álvaro me había contado, conocí a Samuel Riquelme, un antiguo dirigente del Partido Comunista y exsubdirector de la Policía de Investigaciones durante el gobierno de Salvador Allende. Producto de mi labor periodística, trabamos una amistad que, en lo personal, me enseñó muchas cosas. Samuel había nacido en la pobreza total del sur. Asentado en Santiago, había sido elegido secretario general de la Jota, en guerra con los nazis y la Ley Maldita, presionando para que los pobres dejaran de serlo bajo el ideario marxista de sus tiempos. Un hombre duro y sensible, con un carisma enorme y un vozarrón que, a pesar de su avanzada edad, llenaba y envolvía el espacio. Lo entrevisté por primera vez para el libro Camaleón, doble vida de un agente comunista. Ahí me contó que, siendo subdirector de Investigaciones había participado del reclutamiento de jóvenes comunistas para la policía. En ese momento, esa vieja historia de mis años de estudiante volvió a mi cabeza junto con esa antigua sensación de ansiedad.

“Nosotros también queríamos que gente nuestra entrara a las escuelas de uniformados en Chile —me dijo—. Pero no era fácil, sobre todo por la resistencia de los militantes y sus padres. En Investigaciones tuvimos éxito. Un contingente de estudiantes universitarios de Medicina y otras carreras aceptaron dejar sus estudios y entrar a formarse como policías. Era un sacrificio muy grande, pero esos jóvenes eran de una elevada conciencia revolucionaria. Varios de ellos se recibieron como detectives y los pilló el golpe militar recién titulados. Algunos aguantaron un tiempo y tuvieron que salirse. Otros se mantuvieron ahí toda la vida”.

Samuel no recordaba los nombres de los jóvenes que habían cumplido aquella misión.

Después de ese evento, en 2015, llamé a Álvaro Palacios y le pregunté si evaluaría la posibilidad de traspasar el cerco y participar de un libro que recreara su historia y la de los detectives. Álvaro habló con ellos. En honor al tiempo y a la amistad construida con él, algunos estuvieron de acuerdo con que los entrevistara para que me contaran sus historias de vida. 

De los varios personajes con los que conversé inicialmente, algunos mostraron su deseo de participar, pero luego desistieron. Las razones eran similares: a lo largo de los años habían construido relaciones de cariño con sus excompañeros en Investigaciones y darse a conocer podía afectar dichas relaciones. También estaba el pudor que significa asumir públicamente una hazaña como la que llevaron a cabo con el resultado trágico de varios casos.

Finalmente, cuatro personas compusieron este libro, incluido Álvaro. Dos decidieron aparecer sin sus nombres reales. Aquello llevó a que algunos datos fueran omitidos, algunos nombres cambiados y a que yo pudiera profundizar más o menos en sus historias. 

Durante su estadía en la policía o en medio de la dictadura, habían visto y oído mucho. Niños pequeños, por ejemplo, llegando al aeropuerto en manos de monjas y ahí, siendo recibidos por azafatas de una aerolínea extranjera para ser llevados a Europa sin mayor legalidad; periodistas famosos haciéndolas de instructores de la DINA; funcionarios policiales siendo derivados a los centros de tortura para enseñarla; detenciones practicadas por ellos y los prisioneros entregados a los servicios de Inteligencia, gente que luego aparecía muerta como parte de montajes y crímenes horrendos… Y ellos asimilando la información, masticándola día a día.

Pero, además, habían sido testigos de la vida detectivesca y de los casos policiales netos del Chile en dictadura. Conocieron los prostíbulos, el hampa y su código, vigentes tanto antes como después de la dictadura. También la idiosincrasia criminal de muchos detectives cercanos o derechamente mezclados con ese mundo. Todo visto desde adentro, desde las entrañas.

Mucha de la riqueza contenida en las cuatro historias, me di cuenta, no estaba en la lealtad ciega que siempre puede verse desde dos veredas, ni en las hazañas gigantescas en pos de una causa. Las vidas que habían elegido o que simplemente habían aceptado, lo que habían callado, visto y resistido en ese período, los constituían a cada uno de ellos en pedazos dispersos de historia viviente.

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