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Opinión

8 de Octubre de 2019

Columna de José Antonio Neme: Oportunismo verde

"El Presidente habla en Nueva York de neutralidad de carbono y nuestra legislación ni siquiera contempla el abanico detallado de delitos ambientales. Si alguien se lo explica a Greta quizás ni quiera aparecerse por acá a fin de año".

José Antonio Neme
José Antonio Neme
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Mientras la activista sueca Greta Thunberg cruzaba el Atlántico alcanzando su carbono neutralidad en barco a vela para llegar a Nueva York, lo más seguro es que la delegación chilena tenía el estómago apretado por no tener a mano una opción más verde que el vuelo comercial en camino a la Asamblea General de la ONU en Estados Unidos. 

Claro, y es que parece nada práctico y hasta insensato exigirle al Presidente o a su equipo que no toque ningún plástico de un solo uso, que deje de comer carne, que no recambie su vestuario, que lo recicle todo, que digitalice uno y cada de sus documentos. Mucho menos que llegue a La Moneda en bicicleta, que zarpe de Valparaíso en velero a cualquier destino en gira oficial, que se haga vegano y que obligue a su gabinete a serlo también. 

Es deseable, tierno, amoroso, ejemplificador incluso, que un Jefe de Estado ande en modo “Greta” por la vida. Pero siendo realistas es ridículo pretenderlo, bobo solicitarlo y moralmente cuestionable pedirlo en el ámbito de lo privado. La razón es muy simple: los líderes políticos no tienen rol de activistas, por muy noble que sea la causa, como es el caso de la agenda contra la crisis climática, los representantes de los Estados fundan su autoridad en los amplios, eficientes y concretos compromisos públicos y colectivos por sobre sus elecciones privadas. Más de alguien podrá levantar la bandera de la “consecuencia”, pero a estas alturas ese concepto parece más un comercial para la galería que un valor endémico de la función política.

Dado este escenario en el cual los presidentes no pueden, no quieren y no deben jugar a ser Greta, la pregunta es: ¿Qué es lo concretamente exigible detrás su discurso verde? ¿Cuál es la medida de valor de sus palabras y los mecanismos de control de su verdad con relación a la crisis climática? ¿Cómo juzgar su sinceridad sin caer en la subjetividad barata y cursilona que conduce al llanto fácil de ver el Amazonas arder?

Esta reflexión nos conduce, necesariamente, a la esperanza de entender que el liderazgo político en materia ambiental, si bien es muy importante, no es determinante. En un aspecto este nivel de pensamiento impide que la sociedad se autoperciba como monstruosa o ignorante tan solo por la oscuridad o estupidez de sus dirigentes, pero por otro lado es capaz de abrir un abismo entre la realidad ambiental, sus consecuencias y las nobles aspiraciones fantasiosas que acompañan al poder. 

Sebastián Piñera aterrizó con todo en Nueva York, no solamente como el fan número uno de Greta, la joven de 16 años que por estos días encarna la tensión dicotómica de la lucha ambiental, sino que además como la oposición oficial al negacionismo verde de Trump, Bolsonaro y compañía. Defensor de la ciencia y la irrefutabilidad de su labor, de las estadísticas, del respeto al planeta, de las miradas globales en materia ambiental. Ubicó a Chile como una de las naciones más comprometidas de la región con la emergencia climática, como si cada uno de nosotros llevara una pequeña Greta en su interior dispuesta a salir a fin de año durante la celebración de la COP25 en Santiago. 

Permitámonos juzgar sus intenciones y, sin importar el color político, el compromiso de la palabra presidencial vale y carga una fuerza transformadora, pero no tiene ni ha tenido jamás efecto automático, ahí no nos podemos perder. 

Nadie en su sano juicio puede llegar siquiera a creer que somos un país verde porque el Presidente lo decreta en la ONU; como tampoco nadie podría afirmar que la mayoría de los norteamericanos creen que la ciencia es fake como balbucea Trump. Ni las promesas son realidad, ni los sueños y sus expectativas, ni las afirmaciones futuras, ni sus intenciones. Nada de eso es verdad, nada de eso nos pertenece mientras no se concrete. Y en sentido contrario opera la misma regla porque la negación o el silencio tampoco anulan el hecho ni en el plano ambiental ni en ningún otro plano de la vida.

Las zonas de sacrificio en Chile existen. No una ni dos ni tres, sino que muchas que exactamente al mismo tiempo de la COP25 estarán en diciembre asistiendo a su descomposición ambiental por acción del hombre. Quintero es un ejemplo, quizás el más brutal, quizás el más burdo, cuya bomba ambiental nos explotó en la cara a todos y especialmente a este gobierno y  a su ministra del medio ambiente. Nadie escuchó, nadie vio, nadie supo hasta que la intoxicación infantil era ya incontenible. Y lo que vino después fue más vergonzoso todavía; una autoridad superada, incompetente, confundida y aturdida por intereses ajenos al público que finalmente pareció no ser materia de defensa de nadie. 

En nuestro país ningún actor público o privado puede ser perseguido por cometer delito ambiental simplemente porque no existe como tal. La única manera de buscar culpables es por daño a la salud pública, un concepto netamente humano y que en vista de los desafíos actuales parece añejo y torpe. El Presidente habla en Nueva York de neutralidad de carbono y nuestra legislación ni siquiera contempla el abanico detallado de delitos ambientales. Si alguien se lo explica a Greta quizás ni quiera aparecerse por acá a fin de año.  

No contamos con una ley moderna de protección a glaciares. El proyecto avanza lento en el parlamento y su auspicio radica en la cartera de minería, es decir, el sector que amenaza las fuentes de agua dulce es el encargado de diseñar una estrategia legal protectora para esas mismas fuentes. Parece un golpe al sentido común tan inaceptable que a estas alturas las palabras del Presidente ya van quedando vacías. Ni siquiera entremos en la pieza de ese museo llamado código de aguas. Un documento que funciona sobre la realidad hídrica que tenía el país en 1981. Es una torpeza galopante contar con un reglamento que legalmente determina la gestión de un agua que está en manos de privados, que no establece prioridades de uso ni mecanismos compensatorios al consumo comercial o industrial.

Sin ánimo de deprimir, debemos reconocer que tenemos una institucionalidad ambiental débil con la judicialización de materias que deberían resolverse vía reglamentos objetivos, certeros y claros. Pero no, se nos va de las manos, se nos escapa fácilmente la posibilidad de actualizar nuestra mirada y corregir nuestro pasado. Nuestro sistema de evaluación ambiental es deficiente con instancias más políticas que técnicas, cuya mayor falta es finalizar su camino en un consejo de ministros.  Decidimos no firmar el tratado de Escazú que fue negociado y diseñado justamente para resolver de forma moderna las problemáticas ambientales a nivel internacional. Muchos plantean que la carretera hídrica es una solución a la sequía en la zona central, aunque genere resistencia en comunidades, haya riesgo de daño de cuencas precordilleranas y castigos ambientales cuyo costo podrían hacer al remedio peor que la enfermedad. 

Somos un país pequeño y desordenado. No hemos sido capaces de materializar una realidad que acompañe nuestro discurso verde que parece más moda que convicción. A veces es mejor callar y actuar, meter un poco de menos de bulla y, de una vez por todas, transitar de un país oportunista a uno ambientalista. Y es que el oportunismo verde se nota, se huele, se percibe y da rabia

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