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Opinión

19 de Octubre de 2019

Columna de Agustín Squella: ¿Desobediencia civil?

"¿Tenemos obligación de obedecer el derecho? La tenemos, o bien la damos por establecida, sobre todo cuando el régimen político imperante es la democracia, aunque se trata solo de una obligación jurídica, no moral, y a la que suele darse el nombre de 'obligación política'", dice Squella en esta columna.

Agustín Squella
Agustín Squella
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 Los juristas suelen emplear aforismos muy discutibles. Sin embargo, hay uno de ellos al que se puede dar crédito, aquel que señala “Donde hay hombres hay sociedad y donde hay sociedad hay derecho”, o sea, a los individuos de la especie humana no les queda más que vivir en sociedad y allí donde exista sociedad habrá derecho.

    Vivir en sociedad es coexistir con otros por medio de relaciones de intercambio, de colaboración, de solidaridad, de competencia, de desacuerdo, y de conflicto; y en cuanto al derecho, se trata de un orden normativo presente en toda forma de organización social, de una técnica que induce comportamientos que se consideran socialmente deseables y desalienta otros que se estiman socialmente dañinos, y todo eso mediante sanciones que es posible imponer por medio de la fuerza socialmente organizada.

   ¿Tenemos obligación de obedecer el derecho? La tenemos, o bien la damos por establecida, sobre todo cuando el régimen político imperante es la democracia, aunque se trata solo de una obligación jurídica, no moral, y a la que suele darse el nombre de “obligación política”. Una obligación que tendrían todos los sujetos que viven en sociedad y que se entiende como una suerte de contrapartida a las relevante funciones que cumple el derecho –guiar comportamientos, organizar y limitar el poder, prever y resolver conflictos- y a los fines que  pretende realizar, tales como la paz, el orden, la seguridad jurídica y la justicia.

   Los motivos por los que obedecemos el derecho son variados: temor a las sanciones, reciprocidad con el cumplimiento que observan los demás, aprobación a la autoridad que lo dicta, deseo de conservar el prestigio que podamos tener en nuestras actividades, y coincidencia que los mandatos del derecho puedan tener con principios o reglas de orden moral que hubiéramos aceptado en conciencia antes de que el derecho nos exija determinadas conductas. En este último caso, si nos abstenemos  de quitar la vida a los demás no es por temor a las sanciones que prevé para ese caso el Código Penal, ni por adhesión a la autoridad que lo dictó o que lo aplica, ni por mera reciprocidad o razones de prestigio. Lo hacemos porque el homicidio nos parece una conducta moralmente reprobable.

   En consecuencia, ciertas veces observamos el derecho por razones morales, pero la pregunta que nos interesa ahora es si acaso tenemos obligación moral de obedecer el derecho, además de reconocer la obligación jurídica de hacerlo.

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   Mi respuesta a esa pregunta es negativa: no tenemos obligación moral de obedecer el derecho y a veces, por el contrario, lo que tenemos es obligación moral de desobedecerlo. ¿Cómo así? Pues bien, existen modalidades de desobediencia al derecho por motivos de índole moral. Ellas son la protesta, la objeción de conciencia, la desobediencia civil, y la desobediencia revolucionaria, y vale la pena conocerlas, entender qué es una y otra, y percibir  las diferencias entre ellas.

   La protesta es la más común de todas, aunque, bien vista, no alcanza a ser un acto de desobediencia al derecho. La protesta es una expresión colectiva y pública contra alguna decisión  adoptada o por adoptar por parte de una autoridad, y la verdad es que si los que protestan lo hacen de conformidad a la legislación vigente –por ejemplo, solicitando la autorización del caso, ciñéndose al recorrido acordado con la autoridad, y sin dañar personas ni bienes públicos ni privados-, la protesta es solo una regulada y pacífica forma de hacer presente un problema y el malestar que este causa. Las protestas, incluidas las que se efectúan sin marchas –por ejemplo, haciendo sonar cacerolas-, quieren llamar la atención sobre un problema sin resolver o que se encuentra  resuelto de una manera que los manifestantes no aprueban A menudo la protesta se queda en un discurso crítico, en una reacción verbal, a veces incluso en un eslogan, y en tal caso, para no confundirla con la protesta como acción ejemplificadora que tiene lugar en el ámbito público, puede hablarse de disidencia.

   La objeción de conciencia es un acto individual y privado que consiste en negarse a cumplir un deber impuesto por el derecho, invocándose para ello por el correspondiente sujeto que su conciencia moral le impide  cumplirlo. Eximirse de recibir instrucción militar es el ejemplo más socorrido, y lo habitual es que el propio derecho autorice excepcionalmente la objeción de conciencia al prever que alguno de los deberes que impone podrían contrariar gravemente la conciencia moral de algunos de los sujetos imperados por él. Tiene así la objeción de conciencia un propósito más bien modesto, puesto que lo que busca no es terminar con un deber jurídico que es para todos, o para una amplia categoría de personas, sino eximirse una de estas de cumplir ese deber sin quedar expuesto a sufrir la sanción del caso.

  La desobediencia civil es  un acto colectivo y público de desobediencia a una ley, a una decisión administrativa o a una política pública, con la finalidad de que la ley, decisión o política sea dejadas sin efecto, aunque no únicamente  para quienes llaman a la desobediencia o la protagonizan de manera más visible, sino para toda la sociedad. Por lo mismo, la desobediencia civil es más radical que la objeción de conciencia, más ambiciosa también en su propósito, y tiene un sentido más político que jurídico. Además, es abiertamente pública. Busca la adhesión del mayor número de personas y suele  hace saber a los medios los actos que proyecta realizar para que sean oportunamente cubiertos y difundidos. A la vez, suele expresarse por medio de manifestaciones pacíficas, renunciando expresamente a la violencia, y ya sea que lo haga por convicciones morales o porque se entiende que por medios pacíficos los desobedientes civiles tendrán mayor éxito en la adhesión que precisan. La desobediencia civil quiere ser “civil”, o sea, civilizada, no violenta, aunque muchas veces funciona en el límite de la violencia.

El desobediente civil no solo acepta las consecuencias de sus actos (por ejemplo, ser detenido), sino que  las busca, puesto que de esa manera puede llamar mejor la atención de la sociedad y tiene mayores posibilidades de despertar un sentimiento de justicia a favor de la causa de que se trate.

En fin, la desobediencia revolucionaria, generalmente armada, está destinada a sustituir un orden existente, sin sujetarse para ello a las normas que ese orden hubiera establecido para su cambio o modificación. Si el movimiento triunfa, sus responsables toman el poder y se transforman en los nuevos gobernantes, mientras que los antiguos, si han sobrevivido a la lucha, son juzgados como responsables de graves crímenes; en cambio, si el movimiento revolucionario fracasa, sus cabecillas son enviados a prisión y juzgados como delincuentes por el orden que mantuvo su vigencia. Se trata casi de un juego de dados. El palacio de gobierno o la cárcel: ese es el destino de los revolucionarios.

   ¿Qué hemos tenido últimamente en Chile? Protesta, sin duda, protestas muy seguidas,  protestas justificadas, pero a veces con violencia en las personas y con fuerza en las cosas.

  ¿Desobediencia civil? No la veo por ninguna parte, y menos veo una desobediencia revolucionaria en curso.

  La noche del viernes 18 vimos por televisión imágenes muy fuertes. Imágenes de violencia, de fuerza, y, por momentos, al servicio del  simple vandalismo y del pillaje antes que de ideas políticas de los participantes. La más perturbadora de esas imágenes, al menos para mí, fue la del general Iturriaga ingresando a  La Moneda después de medianoche con traje de campaña y un séquito de soldados asistentes, a fin de hacerse cargo del estado de emergencia que se decretó para la provincia de Santiago. Esa imagen fue altamente elocuente –y también inquietantemente elocuente- de cómo los militares volvían al palacio de gobierno, aunque  no para destruirlo ni instalar una dictadura, sino para hacerse cargo, transitoriamente, de una situación con la que el mundo de la política, y también los carabineros, no habían podido.

   Al revés de lo que suele creerse, la política es la continuación de la guerra por otros medios, y ese medio es, paradójicamente, la paz. Pero la guerra se toma a veces la revancha y asoma nuevamente la cabeza. Lo político remite inevitablemente a la rivalidad, pero la política, al menos la política democrática, nos obliga a tratarnos como adversarios y no como enemigos y a persistir en la conversación, en una ininterrumpida conversación, cuya conclusión  puede ser un acuerdo, y, cuando no, una votación en la que prevalezca el parecer de la mayoría. 

El término de la conversación es el fin de la política y  el fin también del futuro.

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