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29 de Octubre de 2019

“Tú que fuiste desmembrado”: Adelanto de la nueva obra de Raúl Zurita

The Clinic presenta en exclusiva un adelanto de la nueva obra de Raúl Zurita titulada Tú que fuiste desmembrado, libro que tiene como trasfondo los años 80 y las acciones de arte en Chile, y que será publicado próximamente por Literatura Random House. Acá podrá leer el inicio y el capítulo 31.

Por

Son las cataratas del Pacífico, las cataratas sin fin y una ciudad hecha de gemidos, de sollozos y de pesares, Santiago, haciéndose añicos a sus pies. Hay una dirección: Los Españoles 1974, que sobrevive en medio de las huracanadas aguas, hay también un año y unas heladas. Anotas que allí vives desde hace 20 años, anotas también que está terminando el invierno. Corres tratando de esquivar los trozos de la ciudad que se va derrumbando y te dices que como entonces nuevamente está amaneciendo. Te dices que esta vez tampoco te encontrarás con tus compañeros del CADA. Te dices que ya no hay más vida para una ciudad hecha de gemidos, de sollozos y pesares.

31

Hijo mío, te detienes y recuerdas que con tus compañeros del CADA habían cubierto con un gran lienzo blanco el frontis del Museo clausurando su entrada y que la acción formaba parte de Para no morir de hambre en el arte. Recuerdas también la inserción del poema en la revista Hoy que recitas una y otra vez en voz baja como si aún existiese una forma de acercarte, una mínima posibilidad de establecer un contacto… Imaginar esta página completamente blanca/ imaginar esta página blanca/ accediendo a todos los rincones de Chile/ como la leche diaria a consumir/ Imaginar cada rincón de Chile/ privado del consumo diario de leche/ como páginas blancas por llenar. Lo repites mientras sientes como se te van llenando los ojos de lágrimas. Ves entonces la fila de los camiones lecheros detenidos frente a la fachada del Museo e imaginas el abismo sin fin de las cataratas del Pacífico por donde se derrumban todos los recuerdos, todas las acciones, todos los sueños y en cuya imagen final estás tú solo con esos camiones al pie de esas cataratas rompiéndose. 

Sacaron los camiones lecheros el día después de la repartición de los cien litros de leche en La Granja. Los habían obtenido en la procesadora más grande de Chile, inserta en el corazón mismo de la dictadura. Decidieron decir que se los pedían para filmar con ellos un spot en torno a la industria lechera en Chile cuyo mayor exponente era la Sociedad Productora de Leche del Sur, SOPROLE. La que era entonces tu mujer y Lotty habían obtenido una cita con el Gerente de la empresa donde le hablaron de arte contemporáneo, de las últimas exhibiciones del MOMA de Nueva York, de las obras del land art y de las envolturas de Christo, como si éste también estuviera totalmente enterado, sabiendo que sería capaz de entregar la planta de leche entera antes de confesarles que no entendía absolutamente nada de lo que le estaban hablando. Accedió a todo y al otro día, al ir a buscar los camiones, éstos ya estaban formados en la salida de la planta y los logos con la sigla SOPROLE estampados en las carrocerías brillaban bajo el agua destellante de los manguerazos. Al pie de las cabinas de cada uno de los camiones, sus choferes, encabezados por el gerente, lucían sus mejores uniformes.

Vuelves entonces. Los diez camiones lecheros se van delineando uno tras otro contra el fondo de edificaciones bajas del sector sur de Santiago, primero por lo que es hoy Américo Vespucio, y su marcha lenta les da un aire militar que se acentuará cuando la caravana doble por Ñuble para ir entrando poco a poco en el tránsito más denso de las calles que van convergiendo hacia el centro de la ciudad. Para cuando alcancen Vicuña Mackenna, la fila recortándose en medio del caótico tránsito de las micros, buses, taxis y automóviles, avanzará por el medio de las calles atestadas como si fuese una columna de tanques.

Años antes tú habías imaginado parte de esa escena. Eran cuatro camiones lecheros cada uno de los cuales tendría pintada en la parte posterior una palabra de la frase MI AMOR DE DIOS, los camiones deberían comenzar un viaje sin fin durante el cual se irían sobrepasando uno con otros, formando incansablemente las diferentes combinaciones y repitiendo en distintos órdenes las 24 variaciones que se podían obtener con esas cuatro palabras. Te imaginabas, efectivamente, un viaje interminable donde los camiones se irían finalmente deteniendo arrumbados para siempre, y que cuando el último de ellos parase, habría quedada fijada la frase definitiva. Que estuviesen donde estuviesen, la palabra pintada en la parte posterior de cada uno de ellos, iba a ser corroídos por las lluvias y tormentas, por la salinidad del mar y la sequedad implacable del desierto o sepultada bajo el verdor y la humedad de la selva. Imaginaste que ese sería el final del viaje y que para entonces tu ya estarías muerto o muy cercano a estarlo. Te imaginaste las bolsas de leche pudriéndose como tu carne y lloraste sin saber hijo mío que yo también lloraba por ti.

Los diez camiones bajan ahora por Ismael Valdés Vergara bordeando el Parque Forestal y después de avanzar cinco cuadras doblan por Pedro de la Barra y se estacionan frente al Museo Nacional de Bellas Artes donde clausurarán la entrada. En la fotografía está Juan Castillo empinado en una escalera sosteniendo el lienzo que debía ser colocado entre las dos astas que por ambos costados flanquean el pórtico de entrada. Habían escogido el día porque sabían que para esa fecha la delegada por la dictadura para dirigir el Museo no estaría, por lo que todo el esfuerzo consistiría en convencer a los porteros que arriasen las dos banderas para poder instalar el lienzo. Mientras bajaban las banderas viste el ornamentado murallón del frontis, y más arriba el cielo que se iba hundiendo en el atardecer. Un poco más allá, te dices una y otra vez, está el mar y las cataratas sin fin donde la ciudad se hace añicos. Sostenidos por unos minutos más en los bordes del abismo por donde el Pacífico se derrumba, los cuatro camiones continúan su avance hasta ir quedando unos tras otros botados igual que retorcidos insectos a un lado de la carretera con el nombre de Dios oxidándose sobre sus rotas carcasas. 

Tú, hijo mío, describirás esos pocos segundos; tú hablarás de los contornos todavía oscuros de las calles que cruzas de madrugada eludiendo las patrullas militares y te referirás a la esquina a la que te ibas acercando y al perfil de unos cuerpos aún no rotos por el vendaval del tiempo. En la fotografía están sentados en los peldaños de una corta escalera que da a la entrada de la casa donde vivías y tú estarás en el medio.  Poco apoco la fotografía se llena de voces. La que está sentada a tu derecha es Lotty. Vestirá como siempre unos jeans y una polera larga que le cubre las caderas. Esta soy yo, dirá poniéndose de pie, mira cómo han pasado los años, estoy tan vieja. Ay, esta Lotty, siempre quejándose, le responderá la que era tu mujer sentada a tu izquierda. Tú no necesitas presentarte, la interrumpirá Lotty, todo el mundo sabe cuál es tu nombre. Ay Lotty, tú sabes que todos se equivocan cuando dicen mi nombre, le contestará riéndose la otra. En los extremos de la fotografía los dos hombres, Juan Castillo y Fernando Balcells, tendrán una expresión seria, pero Balcells se saldrá al comienzo. Muchos años después, ya cerca del final le dirás a Lotty que viviste muchas vidas, pero que hay una de la que nunca pudiste despertar. Lotty es Lotty Rosenfeld, en la fotografía tiene 35 años y desde entonces hace cruces sobre el pavimento.

Así vamos hablando, Raúl, aunque tú no lo sepas, aunque tú creas que son solo rumores dentro de tu cabeza. Avanza la mañana y yo voy siempre contigo, siempre te llevo, aunque no me sientas, aunque no me veas. La sangre se va acumulando bajo tu boca y escuchas de nuevo a la que fue tu mujer como si te hablara desde muy lejos: No me dejabas dormir en toda la noche, entrabas, salías, y cuando finalmente te venías a acostar querías de inmediato, eras imposible. Su voz se funde repentinamente con el graznido de los pájaros y más atrás con el crepitar de cientos de fogatas en la nieve. Zuri, me preguntaba entonces, ¿verdad que tienes la cabeza mala? Y luego agregaba: Yo soy la reina y la reina te decapita. ¡Zas! ¡Cortada! Como si vinieras remontando de un sueño antiguo sentirás el golpe de tu cabeza al caer sobre el suelo, el estruendo de la descarga de la fusilería y el graznido espantado de los queltehues que escapan volado en desbandada, mientras en el claro de un bosque los soldados te obligan a inclinar la cabeza amarrándote una cuerda que ata tu cuello con lo que aún queda de tus muñecas y de tus tobillos. 

Por un instante creerás verme a mí, a tu padre, parado al frente: estás en una cuna, todavía no caminas, y el pequeño carro lechero de madera que te regalaron se te cae y lloras porque no puedes alcanzarlo. Ves la mano que se acerca pasándotelo y atrás el rostro que te mira sonriendo. Pa-pá, dices, pa-pá. Dirás después que fue un falso recuerdo, que es completamente imposible que tuvieses un recuerdo de tu papá a esa edad. Pero era yo hijo mío, que nunca dejaré de estar contigo. Te arrastraron frente a mí, me viste, viste mi mano acercándose con tu juguete y un momento después escuchaste el golpe de tu cabeza al caer rodando sobre el pasto. Un segundo después, mientras me ataban tu cabeza cortada a mi cintura, escuchaste el lejano eco de los chivateos y las descargas, luego el grito de las mujeres y de sus crías desnudas huyendo hacia la espesura y al final, tu propio grito perdiéndose entre el rugido de los ríos de la noche avanzando hacia la madrugada, allí donde en unos instantes más, miles y miles de rostros igual que pétalos sin vida amanecerán cubriendo por unos segundos ese enjambre de calles con nombres mapuches: Colocolo, Lautaro, Caupolicán, Galvarino, Fresia, Tegualda, Lincoyán, y luego el viento barrerá todas las flores muertas de la noche llevándoselas. Adelante, amarrada a un asta improvisada, la piel que te habían arrancado de la espalda flameaba en el azul aún oscuro del amanecer.

Te acuestas entonces y le repites a la que era tu mujer las palabras más entrañables de la tierra: ¿Estás bien? ¿Te duele? ¿Lo sientes? y ahora es su sexo lleno el que se rebalsa y escuchas sus gritos pegarse al tuyo. Sientes así la simultaneidad feroz del amor y de los golpes, de la noche despedazada y del amanecer. Abandonada entre las imágenes de una duermevela interminable, su mano suelta la base de tu sexo erecto, se separa tu boca de la mucosidad de su boca, y al final, al final de ese día, al final de esa noche, al final de tu vida, te verás alejándote por las mismas calles que llegaste. Saldrás de la casa de Lincoyán y tres cuadras más allá distinguirás al fondo el muro de la antigua piscina y al llegar a ella doblarás por José Manuel Infante hacia Irarrázaval, y luego de interminables días y noches, de sueños, de desvelos, verás la ancha planicie de Maratón con Avenida Grecia y al lado el Estadio Nacional cruzado en medio del atardecer. Seguirás, atravesarás existencias enteras, infinitos años, tu primera eyaculación, los primeros grandes senos, la primera vulva, las primeras enormes nalgas moviéndose encima de tu cara, tu pedazo de miembro grueso agitándose contra el viento… ¿Quién podría sintetizar todos los comienzos que tiene una vida? Te arrancas todos esos comienzos pegados a tu boca hasta dejar solo un hoyo lleno de sangre y en un amanecer impensable volverás al fin al lugar de donde partiste: La Granja. Paradero 28. Nuevamente, te dices, está amaneciendo. Buscas entonces la población y sus callejones de tierra porque debes encontrarte con tus compañeros del CADA, pero solo habrá una larga playa vacía y más allá el mar encrespado por las rompientes.

Consternado das vuelta hacia atrás la cara y solo ves calles y más calles. Todos me abandonaron, le dirás a la que había sido tu mujer; tú, Lotty, mis amigos, todos. Tonterías, te responderá ella, tú te abandonaste. Uf, cómo ha pasado el tiempo, agregará, ¿qué habrá sido de Lotty. En el sueño ambas estarán de pie, una al lado de la otra, pero no se verán. Lotty ajustará una y otra vez su máquina fotográfica dirigiéndola hacia un bulto que está en el suelo y la que había sido tu mujer aun no habrá quemado sus brazos.

Pobre Lotty, te dirá ella, hasta cuándo con sus cruces. 

Pobre nosotros, le contestarás tú, nuestros tiempos ya pasaron. 

Vuelves entonces a tu voz, yo siempre estaré contigo hijo mío, pero ahora debes regresar a ti mismo: 

Pobre Lotty, le contesto entonces, nuestros tiempos ya pasaron. 

Lotty me fotografía, está parada cerca de mí y yo estoy acostado en el piso masturbándome. Ambos estamos solos. Es una pequeña galería de arte llamada CAL que está en la calle Santa Lucía, frente al cerro, y al rato ella deja la cámara fotográfica en el suelo y se acuesta a mi lado. Como si nos miraran desde los muros, los cuadros de Juan Domingo Dávila repiten los travestidos rostros de unos seres dibujándose contra el trasfondo de una ciudad hecha de gemidos, de sollozos y pesares: Luz Donoso, Marcela Serrano, Carlos Leppe, Carlos Altamirano, Víctor Hugo Codocedo, Francisco Smythe, Samy Benmayor, Bororo, Gonzalo Cienfuego, Hernán Parada, Eugenio Dittborn, Juan Downey, Alfredo Jaar, Juan Domingo Dávila, Eugenia Brito, Nelly Richard (esa idiota), y más atrás Juan Balbontín, Elías Adasme, Gonzalo Díaz, Justo Pastor Mellado, y más atrás Ronald Kay, Enrique Lihn, Patricio Marchant, y más atrás nosotros: Lotty Rosenfeld, Juan Castillo, la que fue mi mujer y más atrás unas calles, y más atrás el silencioso amanecer, y más atrás la luz sucia de la mañana cayendo sobre los cuerpos muertos que arrojó la noche.

————–

Padre, me preguntó entonces la cabeza: ¿Usted sufre cargándome?

Abrí los ojos y vi la arbolada casa de mi infancia en Los Ángeles, Chile, allá por los años 30. Recordé que había tenido dos hijos, un niño y una niña, y que el mayor iba conmigo. Los dos teníamos el mismo nombre, solo nuestros segundos apellidos eran distintos, el mío era Inostroza, el suyo Canessa.   Sí Raúl, le respondí, pero tú siempre irás conmigo, tú que fuiste desmembrado.

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