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Libros

26 de Noviembre de 2019

Adelanto exclusivo del libro de Daniela Vega: Rebeldía, resistencia, amor

“Vengo de un largo proceso de exploración. De una adaptación física que emana desde la psiquis. De un enredado engranaje de simbolismos dentro y fuera de mi piel. Para lograr ser y parecer. Para, en forma y fondo, situarme en el espacio, tras un trabajo personal e íntimo cuya recompensa tomó la forma de una palabra: prevalecer. Me miro hoy en el espejo sin ropa. Y sin piel”. Rebeldía, resistencia y amor es un relato luminoso y revelador que nos sumerge en la historia de una de las actrices más influyentes del nuevo siglo. Un diario íntimo que emana tras desenredar la madeja de su propia vida para darnos a conocer —con luz, reflexiones e imágenes—, sus primeros años: infancia, juventud y adultez. Acá, un adelanto exclusivo para The Clinic.

Por

“En esta foto debo tener menos de dos años. La miro; me miro. Son los inicios de los años noventa en Chile. Pinochet está vivo, sus manos sucias de sangre, los bolsillos llenos y —con una cara de palo inconcebible— ocupa su lugar como Comandante en Jefe del Ejército, en el contexto de una democracia en que familias siguen buscando a sus hijos desaparecidos, en un ambiente que todavía huele a pólvora, bajo un cielo en que aún no se borra el rastro de los cuerpos lanzados al mar desde helicópteros. 

Me veo. 

Estoy en la playa, ante el océano Pacífico, en El Quisco, la costa más próxima a Santiago, donde vacacionaba mi familia y gran parte de la clase media trabajadora santiaguina. Me miro, rubia, gordita y feliz. 

Nací en el Barros Luco —hospital público y con nombre de presidente— el 3 de junio de 1989, a un año del retorno de la famosa alegría que nos prometía la democracia, con sus campañas y slogans. Nací en invierno, seguro un día de lluvia, como siempre cuando es mi cumpleaños. 

Mi país comenzaba la transición a una vida de supuesta libertad. Miro ese lugar. Escribo: TRANSICIÓN. Pronuncio en voz alta esa palabra, pensando en un país que mutaba y que dejaba el cuerpo de su memoria herido y desgarrado por la infamia y la traición. 

Mi madre, Sandra, tenía diecisiete años cuando me tuvo y mi padre, Igor, veintitrés. Los veo hoy en mi recuerdo y no puedo evitar sentir infinita ternura y desamparo. Eran unos niños en ese tiempo, y me criaron con las pocas herramientas que tenían. 

Fui su primer varón y el primer sobrino y nieto. A mis papás todo les costaba mucho, pero no se dejaron abatir; tenían el ímpetu de la juventud. Los recuerdo cariñosos, responsables, muy unidos. 

https://www.instagram.com/p/BjjF-hkngGx/

Mi madre era dueña de casa y mi padre estudiaba matemáticas y tenía una imprenta. Era gente quitada de bulla, sencilla, casi normal. Ellos se conocieron el año 87 y a los tres meses sucedió el accidente que truncaría sus planes: yo. 

La historia familiar dice que mi papá, gracias a su voz profunda, era locutor de un programa de música los fines de semana en la radio Galaxia. Un día hizo un concurso sorteando entradas para ver a Soda Stereo, la banda que causaba furor en Latinoamérica. Mi mamá, muy fanática y aún en el colegio, llamó por teléfono para concursar y salió al aire. La muy ridícula se hizo pasar por argentina para conmover a mi padre y ganar. Según él, apenas la escuchó se enamoró de su voz, y él mismo se comprometió a darle las entradas. Cuando la vio se dio cuenta de que era una colegiala… y que no era argentina. Tenían seis años de diferencia. Pololearon tres meses y la sorpresa de mi llegada medio los obligó a casarse, por todo eso de qué espanto una madre soltera y qué va a decir la gente. Ellos dicen que se casaron enamorados, más que “apurados”, y estuvieron juntos diecisiete años. 

Yo tenía un año y medio cuando nació mi hermano Nicolás. 

Recuerdo nuestro departamento en un conjunto habitacional, con muchos blocks de cuatro pisos, construidos de ladrillo fiscal, ubicado en Ñuñoa, como un espacio inmenso, pero hoy, cuando paso por ahí, me doy cuenta de que era chiquito, y que mi mirada de niña me hacía sentirlo enorme. Una arquitectura moderna, muy sesentera, de cuando esas cosas se hacían relativamente bien en Chile. 

Teníamos tres habitaciones: la matrimonial y otras dos que, según el ánimo de mi madre, podían ser habitaciones individuales para mí y mi hermano, o bien, una compartida y otra para almacenar cualquier cosa o dar rienda suelta a un proyecto peregrino. 

Nuestro hogar cambiaba de manera constante. Mi mamá movía las cosas de lugar y redecoraba todo el tiempo. Es de esas personas que altera los espacios, los muta, está en una búsqueda permanente… Le incomoda la monotonía y es una enemiga acérrima de la rutina. Era detallista, amaba las flores frescas, las ponía en un florero al centro de la mesa. Coleccionista de cosas raras, sentía un pequeño éxtasis cuando encontraba objetos peculiares, como un reloj de arena que tuvimos por años en el living. Para mí eran cosas como sacadas de un libro de magia o de una película, por su curioso sentido de la estética, muy vintage. Como las fotos análogas que ahora miro para recordar esos años. 

Vivíamos sencillamente, con nuestras necesidades cubiertas por una restringida economía familiar. Mis padres eran ordenados con el dinero. Teníamos un departamento lindo y crecí rodeada de objetos extraños e inmersa en tratos y conductas que nunca vi en la casa de mis pares. Mi madre, por ejemplo, reciclaba y se esmeraba en tener un lugar amable. 

La recuerdo moviéndose en el espacio. Mis ojos sobre ella. 

https://www.instagram.com/p/4Dl9utgPHH/

Yo no tenía juguetes. Nunca me interesaron mucho. O quizás mis padres notaron temprano mi indiferencia ante los autitos, trencitos y todas esas mierdas, y comprendieron mi entusiasmo hacia los materiales para pintar o los libros ilustrados en los que pasaba horas maravillada mirando las imágenes. 

Me gustaban los libros de dinosaurios, de constelaciones, de flora y fauna. Me los traía mi papá y ahora mismo podría cerrar los ojos y dibujarlos en el aire, recorrer sus páginas en mi mente. Hay uno de dinosaurios donde emergía un tiranosaurio rex con solo abrir el libro; luego un pterodáctilo abría sus alas inmensas en la página siguiente… animales de otro tiempo que se desplegaban solitarios mientras avanzaba por esas hojas de cartón. Era una tecnología simple, que ante mis ojos de niña tenían la potencia de una aparición. 

Recuerdo otro: el libro de las estrellas. Era bello. Cuando lo abrías el sol se imponía en el medio de las páginas y podías ver la Vía Láctea y los planetas. Quién pensaría que un material tan tosco como el cartón puede más tarde envolver tu memoria como una seda. 

Me veo sentada en el piso junto a mi cama mirando estos libros, una y otra vez, mientras mi mamá cambia el orden de los muebles escuchando música con un cigarro apretado en su boca. Mis ojos vagan suspendidos sobre ella y sus movimientos, como unos drones vigilantes que traspasan el tiempo y el espacio. 

*** 

El primer libro que me marcó fue Querida abuela, tu Susie, que trata sobre una niña que está de vacaciones en Grecia y le escribe, sagradamente, una carta cada día a su abuela, contándole lo que vive en la isla. Tengo el recuerdo latente de esa historia, porque siento que todo lo que ella escribía se lo contaba a sí misma a propósito de su propia soledad. Quizás como esto mismo que hago ahora… 

Mi madre fumaba y a mi papá nunca le gustó que lo hiciera en el departamento. El humo quedaba encerrado e impregnaba las cosas, tal como lo hace hoy en este living donde fumo mientras buceo en la memoria de mi primera infancia. 

En ese entonces, con mi mamá salíamos en algún momento de la tarde a fumar a la plaza, al aire libre. Ella disfrutaba su pucho tranquila mientras con mi hermano jugábamos. Era una rutina apacible. Yo esperaba ese momento para salir y buscar flores o simplemente sentarme a observar a la gente, contar autos o distraerme en juegos imaginarios. Era una niña tranquila e introvertida; me entretenía sola, no necesitaba compañía para sentirme bien. 

En esas tardes acompañando a mi mamá a fumar, quizás en un día brillante, lleno de sol —me gusta recordarlo así—, llegué a la plaza y me encontré con una niña calva, que me saludó: 

—¡Hola! ¿Cómo te llamas? Bueno, yo soy Pía y estoy enferma— me lanzó de la nada. 

Ese día nos hicimos amigas, hasta el día de su muerte. 

Yo tenía cinco años, Pía siete. 

La recuerdo con especial amor porque fue la primera amiga mujer que tuve. Recalco mujer, porque hay algo en la sororidad, un concepto que en ese tiempo nunca escuché y que hoy me aparece como una hermandad íntima y poderosa. 

La Pía era alegre, aunque su cuerpo padecía enormes sufrimientos. Su color de piel oscilaba entre el blanco y el amarillo, y estaba cubierta de moretones producto de su enfermedad. Como si fuera poco, tenía un catéter, por lo que no podíamos jugar a nada que involucrara movimientos bruscos. Y al cabo que ni queríamos: inventábamos actividades más delicadas, como salir a robar flores y, con ellas, fabricar arreglos sobre baldes de arena, que luego les regalábamos a nuestras madres. 

Un día lluvioso, cerca de mi cumpleaños, su mamá tocó la puerta y le dijo a la mía: “Me la llevo al hospital porque está muy mal”. 

La siguiente vez que la vi fue en un ataúd. 

A pesar de ser tan pequeña, la Pía tenía plena consciencia de la muerte; la veía, la respiraba, jugaba con ella y la miraba fijamente a los ojos. Tenía un profundo y temprano conocimiento de la condición humana más básica: el tiempo que tenemos está delimitado por lo fatal y la única certeza que existe es que somos seres que se acaban. 

Con sus ojos de niña, incondicional y sabia, me veía como una amiga, mientras el resto de los niños me rechazaba por ser femenina. A esa edad ya vivía el desprecio por ser rara. 

Tengo una foto en la que aparezco apoyada en un sillón, levantándome una jardinera como si fuera una faldita, como queriendo mostrar un poquito de pierna, coqueta, infantilmente femenina. La imagen es de la misma fecha en que murió Pía, quien fue mi primera defensora, con su infinita ternura. Sabiendo que no la podían tocar, se interponía ante mis agresores. Mi pequeña amiga, mi pequeña hermana, fue mi valiente armadura: todos sabían que no podían atacarme ni ofenderme si yo estaba protegida ante el bello eclipse que ella era para mí en todo momento. Así como las flores se envían mensajes telepáticos para ayudarse contra las plagas, ella creaba diques de telepatía del amor más puro, y nadie podía traspasar esa fortaleza. 

Para mí es todo muy simbólico. Siento que con su muerte me enseñó que, en el fondo, tienes solo una posibilidad. Y que no existe camino de retorno. 

Desde aquí y hasta aquí: esa es la vida. Y es una. Es la memoria que se construye minuto a minuto, implacable, sin segundas oportunidades para primeras impresiones. 

Mi amiga Pía me aleccionó en la consciencia de la muerte y ese pensamiento jamás me abandonó: memento mori. Pende sobre mí, inestable y terrible, como la espada de Damocles. Pienso en la muerte. En la mía, en la de todos. Y, a veces con pavor, la vi como una oportunidad de descanso ante la vida. 

No sé, pero temo a la vida como temo a las ballenas y a todos los seres marinos: tiburones, medusas, monstruos de fosas abisales. Absurdo. 

El tiempo lo podemos usar como una tarjeta de crédito, con la falsa libertad de que disponemos de él. Cuando lo cierto es que no nos pertenece y, tarde o temprano, se acabará, porque la tarjeta es prestada, no es nuestra. Es del banco. Solo administramos la línea de crédito. Nada más. 

El tiempo y la muerte. La muerte que te da el tiempo. 

A eso hay que sumarle el espacio. Los radicales máximos de la existencia humana. 

https://www.instagram.com/p/BZtrOt-HowM/

*** 

Nos hicimos amigos apenas nos vimos, cuando recién entré al colegio. Él me vio tímida y se acercó a mí para preguntarme algo, no recuerdo qué, pero reconocí en ese gesto consideración y cariño. Yo era nueva y estaba muda, inmóvil. Camilo se acercó y me preguntó si quería jugar. 

Creo que lo que me hizo abrazar y recibir su amistad fue la mesura de su carácter. A su lado no me sentí amenazada por masculinidad alguna. Eso lo veo hoy, con mis ojos de adulta, porque en ese momento solo veía a otro niño, alguien con quien jugar. Camilo fue mi primer amigo con la simpleza, inocencia y transparencia propia de la niñez. 

Desde que tengo uso de razón me sentí nerviosa ante la presencia de los niños, no así con las niñas, con quienes me sentía muy cómoda y me podía desenvolver bien. La Pía me enseñó mis primeros rituales de juegos femeninos y a las mujeres siempre las vi como mis amigas. 

Con los niños era distinto, sentía una fascinación por ellos, cierta incomodidad y que algo andaba mal en mí por sentir eso. Además, el mundo me lo hacía saber, porque lo natural es que a los niños les gusten las niñas y jueguen a la pelota y sean bruscos: la típica oda a la masculinidad mal entendida con la que nos criamos y con la que muchos siguen criando a sus niños. 

Yo, ante todo eso, apenas hablaba. Era suave y económica en mis movimientos. 

A mi madre solían decirle: “Qué señorito el niño, qué lindo”. 

Nunca jugué fútbol y, ante cualquier panorama o juego grupal en el colegio, yo prefería que me dejaran afuera. Si era un paseo a la playa o al campo, prefería quedarme caminando descalza por el pasto, acariciando hojas, abrazando árboles. 

Era tímida, invisible, y lo era porque desde que tuve uso de razón supe que tenía que ocultar un secreto, y aunque no descifraba cuál era, debía protegerlo. Debía sobrevivir para poder descifrarlo. 

Y ahí estaba mi papá: “Hijo, camina como hombre”. 

Mi madre: “Lindo, no cruce las piernas”. 

Y el colegio. 

Y los profesores. 

Nuevos lugares para una niña. 

Es curioso recordarlo desde esta perspectiva, cuando en este momento soy una mujer resuelta, pero lo cierto es que en esa época era un niño, no una niña, y todo lo que sentía, más que un secreto, era un pecado. 

https://www.instagram.com/p/BTRib4fDgoK/

*** 

Me gustaba rodearme de mujeres. Lo más entretenido era ver a mi mamá cuando se producía para salir: cómo elegía cuidadosamente las prendas, se arreglaba el pelo, se maquillaba frente al espejo, humectaba su cuerpo con cremas en ropa interior. Era un rito, mi panorama predilecto: mirarla embellecerse, queriéndose. 

Sandra era una joven sociable. Me llevaba a fiestas a la casa de mis tíos. La recuerdo muy fashion, con ropa especial que conseguía en tiendas poco concurridas. También su afición por los zapatos. Era una joven estrafalaria, -que mezclaba pantalones de cuero con chaquetas cuadrillé- y dueña de una personalidad avasalladora, cuya sola presencia se hacía sentir en el ambiente. En el departamento lo veía, pero era más evidente cuando estaba con otras personas y rompía los esquemas pidiendo una vaina o un pisco sour cuando todos tomaban vino o cerveza. Era una mamá desenfadada en la década de los noventa. 

Con los años se volvió una mujer más sobria y reservada, pero en ese tiempo era muy entretenida. No era una mamá aprensiva, jamás estuvo encima diciéndonos qué hacer y qué no hacer. Para ella éramos niños y los niños son niños; si se van a caer, se van a caer igual del árbol, de la silla o de donde sea. Era relajada, no estructurada como mi papá. Quizás era parte de su herencia materna. 

Su madre, mi abuela Liliana, era las más fantástica de todas: una mujer activa, viva, con hambre por hacer cosas que derrochaban iniciativa, vocación social y valentía. A veces las comparaba, a madre e hija, injustamente. Tal vez soy muy dura. Porque si bien mi madre fue amorosa y nos dio una infancia feliz y tranquila dentro del hogar, mi abuela me enrostraba que las mujeres podíamos ser más que eso, que teníamos opinión, que nos las arreglábamos como fuera ante la adversidad, que había vida afuera en la calle y que eso no significaba dejar nada de lado, por el contrario, éramos completas, fuertes y aguerridas; las podíamos hacer todas. 

Trabajaba como enfermera y manejaba su auto con su uniforme blanco impoluto. Económicamente era independiente y no esperaba nada de nadie. Usaba aros de perla e iba todas las semanas a la peluquería. Tenía energía. Me pasaba a buscar los viernes al departamento para llevarme con ella los fines de semana. Escuchábamos Illapu y Joan Manuel Serrat, música de la resistencia contra la dictadura; hablaba de la izquierda y de sus sueños rotos y de los atropellos a los derechos humanos, mientras recorríamos Santiago. Me hablaba de Chile, desde pequeña, y veía en silencio los paisajes de la capital mientras sonaba la radio del auto. 

Mi abuela Liliana me volaba la cabeza con actos tan simples y significativos como llevarme a ver murales de la Brigada Ramona Parra. Para el golpe de Estado de 1973, además de las labores propias de su profesión, curó las heridas de cientos de torturados. 

A mi me consintió mucho, no así mis padres, seguro por la situación económica y por no malcriarnos. Mi abuela no, mi abuela me veía y me hacía sentir única y especial. Yo era su tesorito, su primer nieto, su regalón. Y ella era mi persona favorita. Me regaloneaba con hamburguesas, helados de menta (mis favoritos hasta el día de hoy) y siempre tenía caramelos a la mano. Cuando íbamos al supermercado era un espectáculo: con su consentimiento podía repetir escenas como las de las películas, cuando los niños arrasan con su brazo las góndolas llenas de golosinas y las dejan caer en el carro. 

https://www.instagram.com/p/6BJOy6APHR/

Si en mi casa me tenía que acostar apenas terminaba la teleserie, en su casa a esa hora empezaba la diversión. Daba la medianoche y yo seguía revoloteando, riéndome con ella, conversando o escuchando a Rocío Jurado, la diva española. Ahora que lo pienso, me hacía sentir libre. La recuerdo muy joven; fue abuela a los treinta y un años. 

Algunas noches la iban a buscar porque un vecino tenía un accidente casero, por ejemplo, o cuando alguno se cortaba un dedo o necesitaba que le inyectaran una neurobionta. Y ahí partíamos. Veía a las guaguas de la cuadra y a los ancianos enfermos. Todos la querían y respetaban. 

Tengo un recuerdo especial que emerge como una epifanía: mi abuelita Lily era una mujer que se arreglaba, incluso más que mi mamá; usaba tacos de lunes a lunes: tacos tipo reina, altos, preciosos. Cuando salía con ella me gustaba hacer calzar mis pasos con los suyos, fantaseando con el sonido de su taconear. Como si mis pies imitaran la sombra exacta de los suyos. También me llevaba al vivero, a ver las flores, que siempre he amado tanto. Me hacía sentir en un cuento. 

Elegante pero desfachatada, sabía bailar cumbia mejor que na- die y lo daba todo cantando Los Nocheros, y chillaba imitando a Cecilia, la incomparable. Ni hablar de Raphael, su ídolo máximo. 

Gozadora, decidida y mandona, ocasionalmente tomaba cerveza y, siempre esbelta (flaquísima, larga, chispeante y mordaz), era la matriarca que pone la música que todos bailamos. 

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A veces, cuando ella estaba en esas, me ponía sus tacos. Nunca se lo pregunté, pero sospecho que sabía, porque era tremendamente controladora y dejaba todo obsesivamente ordenado. Cuando abría el closet y miraba sus zapatos, en su cara se asomaba una mueca de sospecha. 

Ese momento es exactamente un telón de fondo en el escenario de mi vida. Me veo habitando un lugar que apenas intuía, sintiendo algo desencajado, algo que no coincidía en mí. Algo que, al parecer, estaba mal: tenía sueños en que era una niña, y ese sentimiento era tan tremendamente fuerte que no lograba tener paz. Al lugar donde iba me perseguía. Sentí que en mí convivían el bien y el mal en un mismo cuerpo. Yo sentía que el problema —de haberlo— estaba en mí; yo era el problema. 

Y cada vez que a mis papás les decían: “Qué linda la niña”, ellos aclaraban: “Es niño”, casi ofendidos. 

Yo sonreía por dentro. 

Mi abuela Lily nunca se molestó en aclarar nada. Como si explicarlo fuera innecesario. Una actitud que hoy agradezco, y que en el pasado fue configurando, poco a poco, una imagen de lo femenino más fuerte de la que me ofrecía el paisaje circundante.

Rebeldía, resistencia, amor

Daniela Vega

Editorial Planeta

Número de páginas: 160

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