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Opinión

9 de Diciembre de 2019

Columna de Paula Espinoza: ¿Por qué recordar a Bastián Arriagada?

Paula Espinoza
Paula Espinoza
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Paula Espinoza, es directora de Fundación Saber Futuro y coautora del libro Copia o Muerte.

Ilustraciones de Constanza Aravena

—Bastián Camilo Arriagada Arriagada, mi carné es diecisiete millones XXX XXX. Vivo en Sergio Fuentes XXX. Población Ernesto Merino Segura —dijo nervioso pronunciando mal.

—¿Qué? No se le entiende nada —respondió el juez. 

Este fragmento es parte de la última conversación que Bastián Camilo Arriagada Arriagada tuvo con el juez Rodrigo Hormazábal, en el Juzgado de Garantía de San Bernardo. Se llevó a cabo el 11 de noviembre del 2010, su último día de libertad. Tras esta audiencia, Bastián recibió su sentencia definitiva: debería pasar sesenta y un días de cárcel efectiva. Esta decisión lo llevó al centro Penal de San Miguel, en el cual, un par de semanas después de su ingreso -el 8 de diciembre- se produjo un incendio de grandes magnitudes. Este siniestro se afectó a la torre 5, donde por diversas razones -relacionadas más con el azar que con el protocolo penitenciario- estaba recluido Bastián. Este episodio en la cárcel de San Miguel no se trató del primero ni tampoco lo fue para la historia carcelaria del país. Pero su magnitud provocó que la atención de la ciudadanía, los medios, los políticos y el gobierno. Pues las consecuencias fueron del todo impactantes: 16 heridos y 81 reclusos muertos, entre ellos Bastián Arriagada. 

Se suele decir que Bastián es un caso emblemático de este siniestro. Esta perspectiva no deja de involucrar una premisa que explica este tipo desastres en Chile. Pues bien, Bastián se erigió como la representación de la injusticia y el mal funcionamiento del sistema penal. Su historia se puede sintetizar en la de un joven de 22 años que debido a sus condiciones socioeconómicas abandonó el sistema escolar y se dedicó al comercio ambulante. Una trayectoria de vida que no deja de conmover, porque, por sobre todo, no se trata de un ladrón. Y esa diferencia, siempre velada, es una herida en nosotros -que somos los buenos- y en ellos -los vándalos-, cuya existencia bajo el resguardo del Estado de Chile no se considera una prioridad. 

Pero la de Bastián como las de los otros 80 reclusos fallecidos está marcada por el mismo signo del Chile que hoy se levanta o no se duerme: la injusticia. Partamos por los hechos que están detrás del ingreso de Bastián a la cárcel de San Miguel. Si bien las circunstancias que hicieron que pasara sus últimos días de vida en este recinto, están estrechamente relacionadas con la burocracia y el sinsentido que contamina nuestro sistema judicial, asimismo no deja de ser cierto que la detención que decide su destino está vinculada con la venta de devedés llamados “piratas”, al ser reproducciones no autorizadas de películas hollywoodenses. Este tipo de transacción no era la única que realizaba Bastián, a quien vender le gustaba y harto. Tanto como devedés también contaba entre sus mercancías calcetines y golosinas. No obstante es este primer tipo de producto el que tiene una connotación diferente en la legislación chilena que se traduce en la exigencia de una mayor persecución. ¿La razón? Los compromisos comerciales adquiridos por Chile para ingresar al mercado globalizado. Para decirlo de manera más clara, son exigencias que se encuentran en los tratados de libre comercio que se han suscrito desde inicio de la década de 1990. 

Cuando a nueve años de lo ocurrido en la cárcel de San Miguel, resulta imposible no pensar en la idea de desastre. Esta palabra proviene del provenzal disastro, que se compone del sufijo latino dis- (múltiple) y la voz astro. Esta conexión responde a la relación que en la Antigüedad se estableció con el cielo, marcada por la conciencia de la fuerza de la naturaleza (el cielo y las estrellas) y sus efectos en la Tierra. Un desorden celeste imposible de controlar por los seres humanos. Echaré mano a esta referencia para traer a la discusión la idea del teórico alemán Walter Benjamin sobre la historia, pues nos permite pensar la actualidad -este momento y estos nueve años desde la muerte de Bastián- como una constelación -como las del cielo- específica de tiempos. Es decir, un lugar y un tiempo donde pasado y presente convergen y colisionan. 

El fragmento, esa ruina del pasado, esa imagen de lo que fue, tiene un carácter fúnebre, mantiene un vínculo privilegiado con el pasado. Su estatuto está definido por la fisura inscrita en su existencia, que permite, al menos como una ventana entreabierta, enunciar la falta. De manera más clara, pensar en en el pasado, en la muerte, exige advertir lo que no está presente. Es por ello, que un pensador como Benjamin se interesa en la caducidad, porque ahí está el destello, el choque de temporalidades,  donde el presente se abre al pasado. La historia, en este sentido, la comprende como un ejercicio de politización que requiere desmantelar la idea de actualidad.

Con este gesto, Benjamin busca distanciarse de la idea arrogante que supone que el hoy puede recuperar el pasado como un devenir único y lineal. Por el contrario, una reescritura politizada de la historia nos sugiere movilizarla y atribuirle a los agentes involucrados un coeficiente histórico. Así, el pasado se abre hacia una relectura dinámica donde ingresa aquello que ha sido dejado de lado, reprimido y descartado por las clases dominantes. 

La muerte de Bastián hace nueve años es parte de la historia del “éxito” económico de los últimos treinta años de Chile. De los tratados de libre comercio, de nuestro sistema de justicia y educacional, de ese Chile que se resiste  a las relecturas y al ingreso de los excluidos. Por ello, la conmemoración de este hecho, que involucró a Bastián, a otros 80 reos fallecidos y otros 16 heridos, cobran en la actualidad una densidad que no deja de remecer. Pues para intentar tirar líneas sobre lo que hoy enfrentamos, el pasado no puede ser sino un terreno llano para los excluidos. Sobre todo, cuando las palabras vandalismo y violencia se han transformado en significantes que se utilizan como formas de coacción política, que intentan atrapar a nuestros perdidos representantes en trincheras absurdas. Porque lo que se cuela con fuerza en cada recuerdo del 8 de diciembre de aquel 2010, es la imagen de ellos, los violentos, como personas que ya no ejercían el mal, sino que lo padecían de la forma más brutal. Un tipo de mal, que Hannah Arendt se dedicó a explicar a propósito de la figura criminal de Adolf Eichmann, al apuntar que crímenes de gran magnitud son posibles cuando hombres y mujeres comunes se hacen parte de un proceso de aniquilación que los sobrepasaba. Porque las cárceles chilenas son eso, terrenos institucionalizados de aniquilación de humanidad. Sobre todo, cuando hay un tipo de violencia que ha sido incorporada a la cotidianidad (desde las condiciones carcelarias hasta la precarización del trabajo). Despojada de la excepcionalidad, disminuye su importancia y parece de un tipo menor frente a otro tipo de violencia, que se ofrece como un espectáculo de fácil consumo y se instala en el paradigma de los cuestionamientos morales (“salgamos a rechazarla de forma categórica” se escucha de forma majadera). 

Así las cosas, estamos entrampados en el consumo de la violencia espectáculo, mientras -sin casi darnos cuenta- han pasado nueve años de un suceso que supuso un momento de alta indignación. No sé cuánto recordamos de ello, pero sí creo que -en este caso- vale la pena seguir a la Real Academia de la Lengua en su definición de incendio: “fuego grande que destruye lo que no debería quemarse”. 

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