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Opinión

13 de Diciembre de 2019

[Columna de Roberto Brodsky] Sobre cómo destruir estatuas sin morir en el intento: El arte más peligroso

Agencia Uno

"La palabra ‘vandalización’ genera picazones de muy diverso tipo entre los defensores de la llamada relocalización de la historia, refundación de las heterotopías del poder, reinscripción de texturas étnico-valorativas de los pueblos originarios, o como quieran ponerle al derribamiento de las estatuas de estos héroes nacionales de una historia lo suficientemente centralizada como para que nunca nadie repare en ellos, ni ellos se hagan notar ante nosotros", escribe Roberto Brodsky.

Roberto Brodsky
Roberto Brodsky
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No poca razón lleva el crítico y académico norteamericano W.J. Thomas Mitchell cuando escribe que la escultura, especialmente aquella moldeada sobre el cuerpo humano, “no es sólo la primera sino la más peligrosa de las artes”. Mitchell no piensa en Chile, claro, pero nosotros deberíamos pensar en Mitchell al calor de lo sucedido con las estatuas en estas semanas de protesta. Algunos botones de muestra.

En Plaza Italia el soldado desconocido que acompañaba la figura ecuestre de Baquedano quedó amputado de un brazo tras ser derrumbado por los manifestantes, y la alegoría de la libertad, una figura de mujer con una guirnalda de copihue dada en ofrenda al general y su caballo, fue retirada como medida de precaución. El héroe de la Guerra del Pacífico quedó solo en su montura, y es plausible que el nombre del escultor Virgilio Arias permanezca durante años cubierto por los graffitis y consignas pidiendo dignidad. A Cristóbal Colón no le fue mejor en el norte: un busto en pedestal emplazado en la plaza que lleva su nombre fue arrancado de cuajo después de 80 años de estar allí gracias a la donación de la colonia italiana residente en Arica. El largo viaje del genovés por tierras americanas a lo largo de más de cinco siglos de polémicas históricas acabó de súbito con su nariz en el piso.

Más al sur, en Temuco, la cabeza del piloto Dagoberto Godoy fue cercenada en su base y colgada del puño de Caupolicán en gesto de sometimiento a los rigores de la Araucanía. Godoy había desafiado en vida la máxima altura de Los Andes en el sector del Tupungato, atravesando por primera vez la cordillera a bordo de un bimotor Bristol Le Rhone de 110 caballos de fuerza, delito pequeñoburgués allí donde los haya. Fue una madrugada de diciembre de 1910 según consigna Wikipedia, pero cien años después, esta vez la furia de los elementos pudo más que su solitaria hazaña.

A Francisco de Aguirre le pasó algo curioso en La Serena, ya que allí su estatua fue reemplazada por Milanka, una figura femenina tan reverenciada en la cultura diaguita que ella misma terminó siendo quemada esa noche de ira y carnaval. En Collipulli el busto del fundador de la ciudad, Cornelio Saavedra, sangriento y añoso general de Ejército que ocupó La Araucanía en la segunda mitad del siglo XIX, fue derribado por una masa festiva que brincó sobre su cabeza al más puro estilo de las películas norteamericanas sobre el farwest.

De todos los íconos caídos, sin embargo, ha sido Pedro de Valdivia el que peor la ha pasado en estas semanas: en Concepción la turba amarró sus brazos con cuerdas y tiró de él con la soga al cuello literalmente, hasta derribarlo y hacerlo añicos contra el pavimento. Algo parecido ocurrió en Temuco, donde Diego Portales lo acompañó en la caída, y en la Plaza de Armas de Santiago, donde fue revestido con poncho y mantos de colores para felicidad de las palomas que solían posarse sobre el bronce resbaloso.
Un reporte del departamento de patrimonio cultural informa que al menos 60 estatuas y monumentos quedaron totalmente destruidos, dañados, o seriamente afectados desde el estallido de la revuelta el 18 de octubre. Entiéndase bien: no se trata de defender el relato colonial que trasuntan estas estatuas, sino de no morir en el acto de derrumbarlas, sustituyéndolas con un orgullo escolar por miles de esculturas del perro Matapacos en plazas y calles del territorio.

La palabra ‘vandalización’ genera picazones de muy diverso tipo entre los defensores de la llamada relocalización de la historia, refundación de las heterotopías del poder, reinscripción de texturas étnico-valorativas de los pueblos originarios, o como quieran ponerle al derribamiento de las estatuas de estos héroes nacionales de una historia lo suficientemente centralizada como para que nunca nadie repare en ellos, ni ellos se hagan notar ante nosotros. Hasta el día de su destrucción, claro, transformándolos por ese mismo hecho en un tema no sólo de la revuelta sino de las identidades implicadas en la construcción colectiva. La razón la entrega el mismo Mitchell cuando apunta que la escultura, y en especial la que se ocupa de la figura humana, parece lograr su vocación más verdadera “no cuando se erige, sino cuando se derriba”.

Hay en ese contraste un vértigo inigualable que nos fascina mirar, porque lo que queda del derrumbe es el vacío que nos entrega: cada uno aislado en su propio asombro y deseoso de llenar con un relato alternativo ese vacío que nos mira como la misma muerte. O corremos a unirnos a la masa y celebramos sin saber muy bien qué celebramos, o nos ahogamos en la soledad e impotencia de una historia que se vacía de cualquier huella, por incómoda que nos resulte o aberrante que sea. “Auschtwitz fue un campo de concentración y de muerte alemán, dirigido por alemanes”, dijo la canciller Angela Merkel en su visita al campo el pasado 7 de diciembre, la primera de un jefe de gobierno desde que Helmut Kohl lo hiciera en 1995.

Allí Merkel recalcó la importancia de preservar las evidencias del genocidio para pública reivindicación de los ofendidos y responsabilidad de los perpetradores. Su decisión es la de todo un país, Alemania, que no escupe ni borra su historia sino que la examina, saca lecciones, aprende de ella y decide enmendarla. Proteger la democracia contra el negacionismo de la historia es urgente, indicó Merkel, y esa tarea empieza por reconocer las catástrofes cometidas por los nacionales de esa historia en territorio polaco. Aparte del hecho de que un memorial no es una estatua, ya que su sentido es situar un hecho en vez de ocupar un espacio, las palabras de Merkel son un espejo de lo que no tenemos. En Chile, un Presidente electo y completamente inepto para hacer frente al estallido social no es capaz siquiera de condenar la mutilación de ojos y las violaciones a los derechos humanos acreditadas por organismos autónomos. Pero además, y como si fuera necesario empatar esta impunidad, nosotros, los que nos queremos tanto, derribamos estatuas y acabamos con el pasado. No sólo no somos modernos como los alemanes, sino que anteponemos un pensamiento religioso a la acción política: nos interesa la redención de los otros, la culpa de los otros, el arrepentimiento de los otros. No es casualidad que las religiones crezcan prohibiendo las estatuas como signos de falsa idolatría: el sentimiento de un inmenso vacío espacial es un requisito para adorar y obedecer a un solo Dios celoso de competencia y ansioso de redención. ¿Wallmapu exige esa obediencia o es la ideología insurreccional la que introduce el pensamiento religioso entre los ofendidos, como lo hizo el Presidente Gonzalo entre los serranos del Perú?

Misterio. En Santiago, Concepción, La Serena, Arica y Temuco pasamos delante de esas estatuas cada día de nuestras vidas sin ver el espacio que ocupan y al que aspiran representar, naturalizadas en los trayectos de la ciudad o del barrio. Cada estatua es una alegoría, es decir una figura destinada a suplantar y simbolizar un modelo real, una historia contada de una cierta identidad. Pero luego sucede algo que desestabiliza el hábito y la materia sucesiva del tiempo se repliega como una resaca gigantesca que regresa para golpear sobre el arte más peligroso de todos: un día son 30 pesos, al siguiente son 30 años, y a la semana ya son 300 años de historia los que hay salir a derribar en los símbolos que la eternizan. Al mes, ya son tres milenios los que hay que redimir: es toda la civilización, desde la aparición del primer hombre y las primeras tribus, la primera flor y el primer pájaro los que reclaman una segunda oportunidad en esta tierra, como decía un colombiano famoso. Además, no hace falta ponerse de acuerdo en nada una vez derribadas las estatuas del pasado. Qué plebiscito ni qué democracia: quién quiere discutir una nueva Constitución si tenemos en las manos una Revolución. Energía y entusiasmo; vamos, ¡la revolución es deseo y su éxtasis es el goce de la religión! Son siglos y más siglos los que resuenan a través de este llamado milenario. Chile abre los ojos y despabila: anuncia al mundo que hemos vivido una vida equivocada, que somos culpables por ello, y que ya es hora de regenerarse o condenarse para siempre. Ya el inmortal Mao advertía que una revolución “no es un cena social, ni la escritura de un ensayo o la pintura de una acuarela; no puede ser realizada con elegancia y cortesía, porque una revolución es un acto de violencia”.
Grande, Mao.

Lo único malo de este predicamento es que no es auténtico ni original. Otros hombres y mujeres han atacado antes estructuras de piedra que rivalizaban con las propias cavernas; los cristianos arrasaron con las cabezas y los brazos de los dioses griegos, los revolucionarios franceses incendiaron los palacios y los mármoles de la monarquía, los rumanos y los alemanes del este y los polacos y los checos hicieron un picnic de piedra con las estatuas de Lenin y los Ceaucescus locales, y es muy posible que mañana los cubanos hagan lo mismo con las estatuas del Ché Guevara y Fidel, y todos volvamos entonces a mirar fascinados que esto ocurra como hoy lo hacemos ante la cabeza de Pedro de Valdivia colgada de un gancho de ropa y la de Mao tirada de un puente por los estudiantes de Honk Kong.

La destrucción de imágenes que representan algo es la destrucción de una jerarquía que ya no se reconoce”, escribe Canetti, y esto es justamente lo que hace de la escultura humana un arte peligroso: su esencialidad política lo condena a la muerte y al vacío que deja tras su destrucción. No hay relato que venga a sustituir al antiguo, porque la destrucción es su relato, la alegoría final de la estatua que allí estuvo. Quizá hemos llegado a ese momento; un punto de encuentro con lo real que está detrás de todas las estatuas y sus alegorías, cuando ya ni la palabra revolución logra darnos lo que promete desde las ruinas. “Es como si Chile se hubiera decidido a ser horrendo y encontrara en ello mérito y alegría”, escribe Ruiz en el primer volumen de su Diario, mucho antes de ayer.

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