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Opinión

23 de Enero de 2020

Columna de Constanza Schönhaut: Derecho a la manifestación

Agencia Uno

"Si no se cambia el paradigma de la respuesta estatal ante la protesta social, se empieza a retroceder en estándares internacionales y se hace caso omiso a las recomendaciones de los órganos del sistema internacional de Derechos Humanos, nuestra democracia solo se va a debilitar", escribe Constanza Schönhaut.

Constanza Schönhaut
Constanza Schönhaut
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Constanza Schönhaut Soto, abogada de Corporación Humanas.

Es cosa de mirar la historia de Chile para darnos cuenta de dos cosas: Primero, que, si no fuera por la protesta social, muchos de los derechos, libertades y avances civilizatorios con los que hoy contamos no habrían sido posibles. Segundo, que el Estado de Chile desde sus inicios a la fecha, ha reproducido prácticas para restringir, impedir, reprimir y criminalizar la protesta, abordándola como un problema de seguridad y orden público en vez de como una expresión legítima del descontento social.

El derecho a la manifestación es reconocido y protegido por el derecho internacional de los derechos humanos y se construye normativamente a partir de la libertad de expresión y el derecho de reunión. En Chile (incluso en Chile), el artículo 19 N° 12 de la Constitución protege la libertad de expresión y el artículo 19 N° 13 asegura a todas las personas “el derecho a reunirse pacíficamente sin permiso previo y sin armas”, agregando luego que “las reuniones en las plazas, calles y demás lugares de uso público, se regirán por las disposiciones generales de la policía”. Aquí es donde aparece el famoso Decreto Supremo 1.086 de 1983 sobre reuniones públicas. Remisión bastante peculiar dentro de la Constitución, ya que es uno de los pocos casos en que la regulación del ejercicio de un derecho fundamental no queda entregada a la ley sino a la discrecionalidad de las autoridades de turno (INDH, 2011).

Probablemente es a raíz de la protesta social que estalló el 18 de octubre, que el Gobierno se acordó que este derecho no puede estar regulado por un acto administrativo emanado de una dictadura, sino que por leyes democráticas. Sin embargo, la agenda represiva, las violaciones de derechos humanos y la ineficiente forma de abordar el contexto actual por parte de las autoridades, nos evidencia la falta de nobleza de la propuesta y adelantan la pretensión más bien de distribuir el costo de la decisión de restringir el derecho a la manifestación. Hay que tener ojo, porque la tendencia está siendo no quedar del lado de “los bandidos”, aunque eso signifique una violación o restricción de nuestros derechos.

El patrón de conducta de los gobiernos que apuestan por la restricción del derecho a la protesta es bastante identificable y estudiado, y se articula en tres tipos de políticas. La primera de ellas consiste en el establecimiento de restricciones burocráticas o administrativas, como la exigencia de autorización previa. La segunda, está enfocada a la penalización o criminalización de conductas relacionadas a la protesta, como ocurre al sancionar penalmente el uso de máscaras, la interrupción del tránsito y la resistencia a la autoridad. También ocurre, por ejemplo, con el delito de desorden público o con la ley aprobada recientemente que sanciona conductas en el amplio marco de “perturbación de la paz y el orden público”, con el proyecto de ley presentado por la UDI que promueve “delatar a quienes realizan desórdenes públicos”, o aquel que busca la exclusión de responsabilidad penal de Carabineros respecto a su actuar en las protestas.

La tercera política desarrollada en esta dirección es la represión y el uso de la fuerza policial. Expresiones de esto son la inexistencia de espacios de diálogo, el uso indiscriminado de armas “menos letales”, el copamiento policial, así como el corte de la luz y el impedimento de desplazamiento de los manifestantes. También lo son las detenciones masivas, arbitrarias y violentas como táctica para disolver y disuadir protestas, la formación inadecuada de las policías, personal policial sin identificación visible y agentes infiltrados. Y, por cierto, los ataques al trabajo periodístico, la intervención de Fuerzas Armadas y la impunidad de la violencia policial, sostenida en irregularidades, obstáculos, retrasos y omisiones, así como la complicidad entre agentes y la destrucción de pruebas.

La Observación General número 37 (2019) del Comité de Derechos Humanos sobre el derecho a la reunión pacífica, dicta al respecto que “pueden provocar, por ejemplo, perturbaciones en la circulación del tráfico y de los peatones o de la actividad económica […] Dichas reuniones deben gestionarse en el marco de los derechos humanos”. También dice que “La mera perturbación de la circulación del tráfico o de los peatones o de las actividades cotidianas no equivale a violencia”. Y en el párrafo 96, que “Solo puede dispersarse una reunión en casos excepcionales”.

Si no se cambia el paradigma de la respuesta estatal ante la protesta social, se empieza a retroceder en estándares internacionales y se hace caso omiso a las recomendaciones de los órganos del sistema internacional de Derechos Humanos, nuestra democracia solo se va a debilitar. Es necesario poner el foco en el fondo de las demandas sociales, refundar las policías para un mejor trabajo y para recomponer confianza con la ciudadanía. La tendencia represiva de los gobiernos solo ha traído tragedias, los pueblos de Chile se merecen algo mejor que eso.

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