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Reportajes

11 de Febrero de 2020

Conquistados por el Mar

Una de las demandas sociales que han aparecido en esta crisis, es la protección de nuestros recursos naturales. Y uno de los principales de nuestro país, es el mar. Unos días antes del estallido, hablamos con cinco amantes de nuestro océano que aunque no crecieron cerca de él, pero cuando llegaron a su orilla, no lo abandonaron más. Eduardo, fotógrafo submarino. Gonzalo, investigador de la pesca artesanal. Bettina, campeona de surf adaptado. Alejandro Pérez, biólogo del fondo marino. Y Ramona, nadadora y mariscadora. Estas son cinco historias de personas enamoradas de uno de los tesoros más grandes que tenemos y que hoy, está en riesgo, en varias zonas del país.

Por

Eduardo Sorensen, fotógrafo submarino:

“Bajo el agua hay formas y colores que no se ven en superficie”

Su única aproximación al mar de niño fue cuando iba de vacaciones a la playa en el verano. Hasta que a los 16 años, Eduardo Sorensen se metió a bucear por primera vez en Algarrobo. Lo que vio debajo del agua lo dejó alucinado: arena y muchas jaibas. Entonces hacer el curso de la Armada y se convirtió en instructor de buceo. Sin embargo, cuando terminó el colegio, decidió entrar a leyes, algo muy alejado de su pasión por el mar. “Vivir del buceo en Chile era incipiente y yo veía a otros instructores y no era fácil. Así es que estudiaba en la semana y después me iba a la playa a bucear”. 

A los 21 años, asistió a un encuentro de buceo en el Estado Italiano donde vio un diaporama del fotógrafo Michelle García de Rapa Nui. Eduardo pensó: “Esto es lo que quiero hacer: tomar fotos submarinas”. Era 1998. Después de un viaje a Juan Fernández, se compró su primera cámara. Jamás había hecho fotos profesionales en tierra, menos bajo el agua. Pero por el buceo, ya conocía a algunos fotógrafos que lo hacían. Preguntándoles, empezó a aprender el oficio. Al poco tiempo, se tituló de abogado. Entonces la ONG Oceana le ofreció fotografiar el fondo marino de su primera expedición a Tortel. Eduardo aceptó y desde entonces no paró más: con Oceana fue a Juan Fernández, Punta de Choros, Isla de Pascua. “Oceana combinó ciencia y belleza: se dieron cuenta de que con datos duros era difícil encantar a la gente. Mostramos algo que no se había visto antes: la belleza que había bajo el mar.  En esa época, tú escuchabas a los industriales y decían: ‘Debajo del mar hay pura arena, puro barro, no hay nada’. Y resulta que en las redes de arrastre salían corales de dos metros de altura. Oceana preparó una carpeta de documentos con estas fotos y llegó al Congreso. Hicieron calendarios y los congresistas empezaron a ver lo que realmente teníamos”. Eduardo, que había empezado su carrera de fotógrafo submarino para registrar la belleza del fondo marino chileno, se dio cuenta de que su trabajo también era importante para fines conservacionistas. “Nunca me fui al extranjero a hacer cosas porque hay muchos fotógrafos buenos haciendo lo mismo. Chile estaba lleno de costa y no se había hecho casi nada, así es que me la jugué por nuestro mar”, dice.

Desde entonces, Eduardo se ha dedicado a fotografiar el fondo marino chileno. Entra al agua con grandes equipos: su cámara, un par de flashes, el tanque de oxígeno. En general, baja 25 metros porque si son 50, necesita de equipos más complejos. Y ha registrado maravillas: tiburones, ballenas, peces, corales, medusas, lobos de mar, imágenes despampanantes y coloridas de nuestros tesoros submarinos. 

Eduardo trabaja para fundaciones y ONGs. También para el programa Frontera Azul que registró Isla de Pascua gracias al apoyo de Max Bello, un chileno que trabaja en una ONG internacional que promueve la conservación de los océanos. “Bajo el mar es algo totalmente diferente, todo se mueve en un ritmo distinto, más tranquilo, relajado, todo interactúa de manera armónica. Lo primero que te produce es paz. Te desconectas del ambiente terrestre, estás consciente de que estás de invitado en un lugar que no es tu ambiente. Por eso aprovechas cada instante”. 

A veces el mar lo ha tirado contra las rocas. También se le ha roto el traje. Pero él no deja de entrar. “No se puede desafiar al mar. Hay que entrar cuando él te deja, no cuando tú quieres. El mar te destruye el ego. Uno se da cuenta de que no es nada bajo el mar. Lo que me sigue motivando son los colores bajo la luz del flash, la vida chiquitita que ves. Es la mayor recompensa que tienes cuando tomas fotos. La gente dice: “Esto no puede ser Chile”. Me sigue sorprendiendo lo estético que es bajo el agua, hay formas y colores alucinantes que no se ven en superficie. Eso nunca agota”. 

Foto: Eduardo Sorensen

Como su trabajo ayuda a crear conciencia para proteger los océanos, también lo ve desde otra óptica. “Hay una problemática importante: se ha protegido una porción del mar, pero es una protección sin fiscalización, no hay interés en hacerlo. Son parques de papel. Se debería implementar la protección y fiscalización efectiva de esos lugares que son territorios muy grandes. Lo de Patagonia y las salmoneras es terrible: la Patagonia es un ecosistema único en el mundo y nos estamos echando ese lugar. Es una pena”. Si no está dentro del agua, Eduardo al menos procura estar cerca. No le interesa el campo, siempre va al mar. Y allá lo contempla, va a la caleta a conversar con los pescadores. “Gracias al mar he conocido a gente extraordinaria, viejos lobos de mar. Y también he conocido lugares increíbles. Todo lo relaciono con el mar, siempre te hace estar pendiente de él. Es un vínculo del que no te puedes desconectar”.

Ramona Pinochet, bióloga, nadadora y mariscadora:

“En el mar siento libertad infinita”

De niña, Ramona Pinochet tenía un amor incondicional. Cuando le pedían hacer un dibujo en el colegio, dibujaba el mar. Cuando le pedían escribir una poesía, escribía una oda a la ballena o a las algas. Cuando tenía que hablar de algo, elegía hablar de las ballenas. Todo la llevaba al mar. Aunque era de Santiago, Ramona lo había conocido gracias a su papá buzo y desde que ella era muy pequeña, les había enseñado a ella y su hermano a meterse bajo el agua en Maitencillo. Cuando creció, estudió biología marina. Primero en Santiago y después,  a mitad de carrera, se fue a la Universidad Austral en Valdivia. Ramona llegó a esa ciudad con su pareja y su hijo León de un año de vida, el 2012. Entonces se reencontró con su amor de infancia: el mar. 

Hizo un curso de buceo y después se metió a un curso de natación en la universidad. El 2015 llegó a un club de natación y empezó a entrenar con ellos. Hasta que un día, su profesor le dijo: “Ramona, tú estás lista para nadar en aguas abiertas”. ¿Aguas abiertas? Su profesor la invitaba a participar de competencias de nado en ríos, lagunas y en el mar.  Ese año empezó a entrenar. Ramona nadaba tres kilómetros en el mar. Luego, un kilómetro en la piscina. Cuando se fue de viaje a India, buscaba cualquier lugar donde pudiera practicar: se estaba preparando para cruzar a nado el Canal de Chacao. “En la competencia tuvimos la travesía del canal de Chacao, se equivocaron y nos tiraron a la hora de las mareas. Éramos 197 nadadores. Y los rescatistas, que eran kayakistas, también tuvieron que ser rescatados por la Armada esa vez. Nos subieron a todos en un buque de marinos. Fue muy loco: cuando nadas en aguas abiertas siempre nadas con alguien y esa vez con mi compañera, nos deseamos suerte y a los cinco minutos dejé de verla. Se me desapareció. Estaba totalmente sola en el agua. Miraba a mi alrededor y no veía a nadie. No tenía miedo, pero encontraba cuática la situación. Pensaba que si me ahogaba, nadie se iba a enterar”. 

Ese verano Ramona no paró de nadar. Al año siguiente, el 2016, entró a estudiar un doctorado y ya no pudo seguir entrenando con la misma frecuencia, pero empezó a nadar en la playa que está cerca de su casa en Niebla. También empezó a mariscar: con un cuchillo, un esnórquel y un gancho, entra al agua y saca piures, jaibas y choritos. “Siempre que puedo me meto a nadar, mariscar, lo que sea. En invierno nadamos con trajes de buceo. En el mar siento libertad infinita. No hay nada que hacer, te entregas nomás. Piensas en la fragilidad de la vida, lo pequeños que somos. En el mar, eres un punto diminuto, un alga flotando es más grande que tú”.

Ramona además le ha inculcado el amor por el mar a su hijo León que nada desde que tiene un año. Ella nadó durante su embarazo hasta los 8 meses. Con su papá, León surfea y con su mamá, nada y chapotea. “Con dos papás biólogos marinos, no tenía otra opción”, dice ella. 

En el mar dice que ha tenido encuentros de otro mundo. Una vez con una nutria, se quedaron mirando mucho rato, de cerca, con curiosidad. Hace poco le pasó que tuvo un regalo que venía buscando desde hacía un tiempo. “Un lobito de mar llegó hace unas semanas a la bahía de Playa Grande. Siempre trataba de tener contacto con él, pero se escapaba. Hace poco me metí al agua. Estaba nadando y sentí algo que me pasaba por el lado. Era el lobito marino. Estuvimos nadando mucho rato juntos. Cumplí uno de mis sueños ese día”, dice. 

Ahora Ramona reflexiona: “Si no tuviera el mar en mi vida, quizás me habría perdido la conexión con la naturaleza, con lo que me rodea, estaría pendiente de otras cosas. Agradezco que éste haya sido el camino”. 

Gonzalo Campos, investigador de pesca artesanal del centro Ideal:

“En el mar puedes conectar fácilmente con los otros”

Gonzalo Campos creció en Estación Central. Pero tenía un plan: irse a vivir fuera de la capital apenas pudiera. Por eso cuando llegó la hora de elegir una carrera, estudió Ingeniería en Recursos Naturales Renovables para poder trabajar más conectado a la naturaleza, lejos de Santiago. Su primer trabajo fue muy lejos: las islas Huichas en Puerto Aysén para hacer un diagnóstico de la situación social para Servicio País, luego trabajó para Conaf. Allí estuvo tres años y allí se enamoró del mar. “En Puerto Aguirre te paras en el cerro más alto y estás rodeado de agua. El atardecer es precioso: ves la cordillera nevada, los paisajes, los colores. Y la vida es sin sobresaltos, cercana a la naturaleza, al mar. Siempre te das cuenta de un nuevo detalle, un animal que aparece en cualquier momento, un delfín, una orca, hasta una ballena. Como era un santiaguino que siempre añoró vivir fuera, esos detalles eran muy significativos para mí, agradecía a cada rato la suerte de estar en ese lugar”. 

En la isla, una vez Gonzalo vio pasar cinco orcas cerca de la caleta de pescadores. Con un amigo que tenía lancha salían a pescar y pasaban horas metidos en el agua, tirando carnadas. Otras veces, iba a las rocas y sacaba choritos, cochayuyos y corvinas. O caminaba hasta la playa que estaba detrás de su casa con unos limones y agarraba almejas gigantes. Su vida también estaba rodeada de mar. “El hecho de sacar tu propia comida, te da otra sensación: es algo fresquito, que pescaste tú, que no tiene casi nada de contaminación y además son sabores exquisitos”, recuerda. Después estuvo un tiempo en Puerto Montt. Pero luego llegó a Valdivia donde retomó su pasión por el mar: Gonzalo trabaja como investigador de la pesca artesanal para el Centro Ideal y le toca recorrer el mar austral con los pescadores cuatro o cinco veces al año por Puerto Edén, Tierra del Fuego, Puerto Natales, Punta Arenas, Porvenir y Puerto Williams. En el fin del mundo, Gonzalo ha visto maravillas que pocos han visto. “El mar austral es distinto porque el horizonte no está delineado. Hay canales, fiordos, siempre hay apariciones de cuerpos de tierra. A veces logras ver el horizonte, pero ese horizonte no siempre es verdadero”, cuenta. 

“Me siento muy cómodo navegando en una lancha cinco días con tres desconocidos. Entrar al mar es volver a lo primordial. Los pescadores son el último vestigio de la cultura recolectora cazadora. La comunión en la navegación con los pescadores se da naturalmente porque es una relación humana básica: estás en un ambiente hostil donde solo tienes las relaciones humanas para subsistir. Mi vida depende del otro y la vida del otro depende de mí”. 

La última vez que se embarcó fue de puerto Williams al sur y pasó por Puerto Toro, el último lugar habitado al sur del mundo. Hacía frío y el mar estaba bravo. Le tocó vivir una tormenta arriba de la embarcación. “Ahí recién tuve la noción de que en viaje así puedes perder la vida. El mar te calma, pero si hay mal tiempo, te pone alerta de una. En el mar puedes conectar fácilmente con los otros, observar esa fragilidad de tu vida porque estás metido en la nada misma. No hay más que lo que hay en la lancha y eso te ayuda a valorar lo que tienes. El mar te hace ser agradecido. Esta conexión con lo primitivo, lo frágil, lo simple que es la vida, esto de tener tu alimento ahí mismo, hace que me sienta afortunado. Para mí, mejor que irme a Cancún de vacaciones es irme a Puerto Williams en una lancha centollera”. 

Bettina González, vicecampeona mundial de surf adaptado:

“El surf me regaló autonomía, independencia y estar a gusto conmigo”

A Bettina desde niña le gustó el mar. Pero después de su accidente en el 2008, cuando tenía 18 años, no volvió a entrar. Bettina se había caído haciendo tela y había quedado en silla de ruedas. Y echaba de menos el agua, pero también tenía miedo siquiera de intentarlo. “No sabía si iba a sobrevivir dentro del mar. Las olas te botan, te revuelcan y no tenía claro si con mis puros brazos podría sobrevivir. Nadie me daba la suficiente confianza para meterme al agua”. Eso hasta que en 2015 vio un aviso en Facebook que anunciaba un campamento de surf para personas con discapacidad. Bettina nunca había pensado en el surf. Creía que era un deporte de élite. Pero tenía ganas de entrar al mar a salvo. Seguramente los instructores del campamento sabrían ayudarla. Así es que se inscribió. Y después de mucho tiempo, volvió a estar dentro del mar. “Fue bacán sentir la sensación de velocidad en el mar. Se mezclaban dos cosas que me gustaban mucho: la velocidad y el agua. Pero a mí me gusta ser independiente y sentía que todo el rato, me estaba ayudando demasiado: en la arena no podía moverme con la silla, adentro del mar no sabía estar sola. Con mi instructora íbamos en una tabla gigante y ella hacía lo que quería. Yo le decía que yo iba como mascarón de proa. Podíamos chocar contra una roca y no iba a saber qué hacer”. Al final del primer día, les pidieron comentarios. Bettina dijo que le había gustado mucho la experiencia, pero que quería aprender a hacerlo sola. Al día siguiente, encontró una tabla con un velcro atrás: su instructora lo había puesto para que pudiera entrar sola al mar. Desde entonces, el surf le cambió la vida. 

Francisca, la instructora, estaba entrenando a otra chica para ir al Mundial de Surf Adaptado y Bettina se les sumó a sus viajes a Concón. Luego, comenzó a entrenar para competir. Durante todo 2017 estuvo trabajando duro hasta que aprendió a surfear. “Mi objetivo era moverme sola dentro del mar, entrar y cruzar la ola. Todo mi tiempo libre lo dedicaba a entrenar. En la semana iba a la piscina y los fines de semana, a la playa. Cuando entraba al mar ya no estaba pensando en nada. Disfrutaba o trataba de sobrevivir, pero ya no estaba pensando en otras cosas”, dice. A fines de 2017 fue a una competencia en Arica para determinar un cupo que iría al Mundial de Surf Adaptado en California. Bettina era la única mujer. El primer día, salió segunda. El segundo, le ganó al campeón del momento. El tercer día, les ganó a todos y obtuvo el cupo para ir al Mundial. “Fue bacán porque fue inesperado, pero también fue el resultado de un muy buen trabajo”, dice. En el Mundial donde había casi 200 participantes y 27 países, obtuvo medalla de plata. Al año siguiente, se convirtió en campeona latinoamericana de surf adaptado. 

Bettina ha viajado varias veces a competir al exterior. “Creo que cuando tomé mi primera ola  en Hawai, lloré de la emoción. Es el cliché de decir: surfeé una ola hermosa en Hawai. Pero me gusta más surfear que competir. Me encanta  el ritmo del surf, el ciclo que se genera dentro del mar que es muy similar a los desafíos de la vida: tienes que luchar para llegar al punto donde está saliendo la ola. Ahí ves animales, la puesta de sol, sientes el agua, es demasiado tranquilo. Muchas veces no tengo ganas de ir a surfear porque todo es difícil: ponerse el traje, llegar a la playa, cruzar la arena y la rompiente, pero después tomar una ola unos segundos lo compensa todo”. 

Bettina ha pensado muchas veces irse a vivir a la costa. Pero por ahora, va a Concón con su entrenadora. Lo que ahí le da tristeza es sentir los estragos que ha causado la contaminación en el mar. “Todo está sucio. A veces entro y hay mal olor y veo espuma gris en el agua. Nunca he visto animales ahí. Nada. En la quinta región no hay nada de vida”, cuenta. 

“El mar me devolvió muchas cosas. Antes había perdido un poco mi independencia porque estaba en pareja y estaba muy obsesionada con que eso resultara. Yendo al mar me di cuenta de que no era lo que más necesitaba en la vida, que podía hacer muchas cosas sola, hasta surfear. Emocionalmente necesitaba estar conmigo, tranquila y feliz. Fuera del mar, lo pasaba mal. Pero si estaba sola dentro del agua, estaba bien. El surf me regaló autonomía, independencia y estar a gusto conmigo. Para mí es más fácil moverme dentro del mar con una tabla que moverme en la tierra con una silla de ruedas. Esa libertad es hermosa. Eso me regaló el mar: libertad”. 

Alejandro Pérez, biólogo marino y profesor: 

“Aún hay mucho que explorar y estudiar bajo el mar”

Cuando terminó el colegio, Alejandro Pérez ya sabía algunas cosas de sí mismo: sabía que le gustaba bucear,  la biología, la naturaleza, aprender cosas nuevas y el mar. Por eso entró a Biología Marina en la Católica. Alejandro fue el primer biólogo marino de la ONG Oceana y también se puso a trabajar con un profesor de la Universidad Católica del Norte en biodiversidad y cambio climático. Empezó a bucear estudiando la relación entre los peces y las algas y cómo se forman los hábitats submarinos. A tomar fotos, hacer experimentos e inventarios bajo el mar.  “Siempre ando con ganas de poder sacar proyectos de divulgación, concientizar a la gente de los problemas que tenemos y mostrar la belleza chilena”, dice él. 

El 2006 se fue a Nueva Zelanda a hacer un doctorado en biología marina que implicó 250 horas de buceo. Al regresar a Chile cinco años después, entró a trabajar como profesor e investigador del Centro de Conservación Marina de la Universidad Católica en un proyecto para explorar el ambiente submarino, cómo se determina abundancia de las especies y las consecuencias de la pesca. Allí Alejandro comenzó a trabajar en su propio laboratorio y a dirigir varios estudios sobre sustentabilidad y configuración de ecosistemas cuando sale una especie. También está terminando un libro sobre los peces de Chile con ilustraciones hechas con acuarela para que podamos saber la relación histórica de los peces con las personas. “Hace 10 mil años ponían peces en las tumbas. Eso señala un vínculo”, explica.

Alejandro vive y trabaja la mayor parte del tiempo desde su casa en Las Cruces y viene algunos días a la semana a Santiago a dar clases. Y siempre está moviéndose para gestionar sus proyectos. “Hacer ciencia en Chile no es fácil, los fondos son bien limitados. Nuestro país depende de los recursos naturales y eso no es inagotable. Después de los 20 metros de profundidad no sabemos nada. Hay especies por descubrir, grandes amenazas, fenómenos naturales, cambio climático, pero también contaminación, sobrepesca. Hace poco hicimos cuatro inmersiones más allá de los 50 metros y encontramos 5 especies nuevas de peces. Hay mucho por explorar, muchas amenazas por descubrir en lugares inhóspitos”, cuenta. A veces Alejandro ha pasado más tiempo bajo el agua que sobre la superficie. Recién al quinto año de visitar Isla de Pascua pudo conocer un poco de la superficie. Por eso, sabe mucho sobre lo que está pasando allí abajo. Y le preocupa porque ve los efectos de la contaminación sobre el mar y sus especies. “Buceo desde el 96 y antes veía muchos peces. Ahora veo extinciones locales, especies que ya no llegan. El nuestro es un mar frágil y para hacer conservación tenemos que estar todos involucrados: el consumidor, el Estado, la empresa que quiere lucrar y dar trabajo. La solución de estos problemas complejos no es tan difícil: requiere conocimiento e inversión”.

Desde su ventana, Alejandro mira el mar. Dice: “No podría estar lejos del agua. El mar me ha enseñado casi todo. Me empiezo a hacer preguntas y quiero buscar formas de responderlas. También me ha enseñado a ser respetuoso, saber que nos somos los únicos, que somos parte de este sistema y que hay una historia detrás que hay que conocer”. 

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