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Opinión

4 de Marzo de 2020

Columna: Seguridad y una Nueva Constitución

Agencia UNO
Ricardo Montero Allende
Ricardo Montero Allende
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*Por Ricardo Montero Allende, abogado.

Según las principales encuestas del país, la mayoría de los chilenos nos inclinamos por construir una nueva constitución en democracia. Sobran los motivos para hacerlo. Uno de ellos es la utilización del concepto de “seguridad nacional” como parte fundamental de su estructura. En efecto, a lo largo del texto constitucional, el termino se emplea 20 veces, en diferentes capítulos: “Bases de la Institucionalidad”; “De los Derechos y Deberes Constitucionales”; “Gobierno”; “Fuerzas Armadas, de orden y seguridad pública”; “Consejo de Seguridad Nacional”; “Banco Central”; así como también lo hacían sus artículos transitorios.

Se trata de una noción propia de la guerra fría, promovido por Estados Unidos en Latinoamérica e impuesta en Chile por la dictadura cívico-militar.  Su fundamento esencial: el miedo.

El concepto ha sido utilizado para establecer las bases constitucionales del orden social y se ha perpetuado sin cuestionamiento alguno en nuestro país durante las últimas décadas. En 1975 –en plena dictadura e interrumpido el orden constitucional— aparece por primera vez el término “seguridad nacional” asociado a la Constitución chilena. Por medio de un decreto de la junta militar se modifica el artículo 15 del texto constitucional de 1925 para ampliar el plazo de detención, utilizando como considerando la existencia de delitos “contra la Seguridad Nacional”. En la Constitución de 1980 el termino se mantuvo y su utilización se intensificó. Por cierto, la constitución no lo define.

Este controvertido concepto tiene una fuerte carga ideológica, pues se basa en la construcción de un enemigo interno que divide a la sociedad, exacerba las diferencias de opinión e intenta construir un muro entre “ellos” y “nosotros”. Así bien, en materia de seguridad interior no alude al orden público o a la paz social, alude a la búsqueda y la necesidad de perseguir a un enemigo, un enemigo que amenazaría a la nación y a sus habitantes. Este enemigo, según el interes particular del que tenga la facultad de decidirlo, puede ser cualquiera; personas, grupos, clases sociales, organizaciones, pueblos originarios, extranjeros, o incluso, quienes adhieran a una cierta línea de pensamiento o una ideología.

La supuesta existencia de este enemigo puede ser utilizada para securitizar los más diversos temas, constituyéndose en una efectiva herramienta para diluir la línea que debe separar las funciones de defensa externa, propias de las FF.AA., con las labores de seguridad interior, que corresponden a las policías. Así bien, bajo la excusa del enemigo interno, es posible justificar las más prejuiciosas políticas de seguridad interior, tales como la implementación de estériles políticas de mano dura, legislar en base al populismo penal o la represión violenta de legítimas manifestaciones sociales. Todos estos males han caracterizado las políticas de seguridad de Chile durante las ultimas décadas y, como es evidente, se han agudizado durante estos meses de crisis.

En definitiva, el principal logro del concepto de “seguridad nacional” ha sido inhibir y condicionar la discusión sobre los temas relacionados a seguridad, logrando mantener vigente y sin disputa un concepto obsoleto y peligroso por casi 40 años.    

En este sentido, el debate constitucional que se está desarrollando es una inmejorable oportunidad para hablar de seguridad, sin complejos ni temores. Hoy, como nunca en la historia de nuestro país, tenemos la oportunidad de sentarnos democraticamente, incluyendo las voces de diversos sectores y actores, para redactar una nueva Constitución. Una Constitución que nos permita, entre otras cosas, construir juntos un nuevo paradigma respecto de la forma en que como sociedad entendemos y resguardamos la seguridad.

Como sociedad, necesitamos repensar un nuevo concepto de seguridad enmarcado en principios democráticos; centrado en la defensa de los derechos de las personas y no en el miedo o supuestos enemigos; regida por altos grados de profesionalismo, transparencia y rendición de cuentas; y que respete, promueva y proteja de forma categórica y sin ambivalencia los Derechos Humanos.

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