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Opinión

5 de Marzo de 2020

Columna de Aïcha Liviana Messina: Política y pandemia

EFE
Aïcha Liviana Messina
Aïcha Liviana Messina
Por

*Por Aïcha Liviana Messina, profesora titular, Universidad Diego Portales.

La creciente información (¿o desinformación?) que circula sobre el llamado Coronavirus está dando lugar a actitudes opuestas, y quizás por lo mismo no tan diferente entre ellas: la primera es el pánico, que sin embargo hace difícil huir, pues  nos hace descubrir que no hay dónde huir, no hay zona que pueda no estar contagiada. La segunda actitud es la indiferencia, la idea de que este virus es igual a cualquier otro y que el pánico que produce es solo fruto de una estrategia estatal para producir aún más sujeción. Mientras unos y otros ceden ante el miedo (¡ya no hay mascarillas disponibles en muchas farmacias de Santiago!), otros y otras se sienten surfeando una ola, o arriba de un pony. Están en una posición que les permite no temer, no ceder, y desde allí ver al Estado y sus “perversas manipulaciones”.

Pero si es cierto que el Coronavirus puede ser comparable a una gripe, ¿qué vale esta homologación y esta información? ¿Qué es una gripe en el ámbito de la vida política? ¿No es algo importante?

En un reciente intercambio publicado en Italia, pero que a su vez ha sido “viralizado” y está ya circulando en Chile, los filósofos Giorgio Agamben y Jean-Luc Nancy abordaron este tema enfocándose justamente en la relación entre política y enfermedad. Ahora bien, mientras el primero ve en la viralización del pánico una maniobra de los Estados para someter a los individuos a su control, el segundo se focaliza en el problema de la técnica y su relación con la vida (Nancy recuerda tácitamente su trasplante de corazón, sin el cual no estaría vivo y que en su momento, probablemente por rechazo a la técnica, Agamben le recomendó no hacer). Alejándonos un poco del intercambio, muy lapidario, podemos estipular que mientras para Agamben la técnica obedece al proyecto estatal de someter a los individuos a su control, para el segundo la vida es indisociable de la técnica. Siguiendo esta segunda línea, preguntarse sobre la rapidez de la propagación del virus no es solo provocar pánico con fines políticos, es también reconocer que lo político se conjuga con la finitud (la vulnerabilidad) de la vida, que es impensable sin el artificio, sin la técnica.

Planteado en estos términos, nos desplazamos del enfoque meramente binario que opone el pánico “democrático” (en el sentido de que es un pánico de la mayoría) a la indiferencia aristocrática (pues unos y unas pocas se pueden permitir abstraerse de esta emoción y preocupación generalizada). Dicho de otro modo, la oposición entre sumisión al control y la actitud heroica. En efecto, con la respuesta que Nancy da a Agamben, vemos que el problema no es si el virus es distinto a otro sino que, de partida, la vida es inconcebible sin la comunidad y la técnica. Siempre estamos relacionados con otros y sometidos a distintas formas de control. Siempre estamos en mano de otros y otras. No hay mano que pueda sentir y desplegarse sin haber tocado y haber sido tocada por otra. Pero por esto mismo, siempre podemos escapar al control. No es desde una posición externa, heroica (un pensamiento aristocrático) que nos emancipamos del poder, sino desde la propia vulnerabilidad de la vida, que ya siempre ha tomado forma en una multiplicidad de instituciones. ¡Si podemos no tenerle miedo a la gripe, es porque no estamos solos y solas frente a ella! Nuestra relación con la gripe no es la relación de un sujeto a un objeto: tiene una historia, definida por la relación intrínseca entre vida, técnica y comunidad (existe una vacuna, como recuerda Nancy). Podemos no tenerle miedo a la gripe en la medida en que la política constituye el marco de nuestra relación con la enfermedad en general. Quien homogeneiza todo hace como si la enfermedad no fuera un asunto intrínsecamente político e histórico – como si el pensador crítico fuera un sujeto extraíble de un todo. Hace además como si no se tuvieran afectos y como si estos no fueran constitutivos de nuestras formas de vida, y entonces de la política. Por lo mismo, lo importante no es si el Coronavirus es o no como una gripe, lo que importa es el marco político dentro del cual podemos relacionarnos, vivir la enfermedad, y vivirla en común. Si el Coronavirus da hoy lugar al pánico, es porque es el nombre de una mediación que hace falta, de una ausencia de marco político. Cuando un virus se “viraliza” con esta rapidez, el punto no es la mortalidad del virus (y entonces si es igual a una gripe cualquiera) sino cómo enfrentamos la rapidez de un contagio dentro de las estructuras políticas, los recursos y las estructuras hospitalarias que tenemos.  Hacer como si el Coronavirus fuera como cualquier otro virus es concebirse como sujetos sin historia y libres de toda dimensión política. Es además concebir la enfermedad como un simple objeto que puede o no afectar la vida.

Plantear el carácter indisociable entre la vida y la técnica y la dimensión de por sí política de la enfermedad, ¿significa que no deberíamos hacer nada? ¿Debemos entregarnos pasivamente al poder?

Al contrario, la rapidez del contagio, el contexto en el que se ha producido este contagio (la relación entre ciencia y autoridades políticas, así como el autoritarismo político en un país determinado, no importa cuál), la impotencia de los Estados en prevenir el contagio y su rapidez, hace que lo que presenciamos hoy sea otra cara de la globalización. La globalización no es, en efecto, el mero intercambio económico, es también la “com-partición” de la experiencia, de su/s sentidos y del mundo que construimos en común (porque es la apertura de lo común). La globalización no es solo el libre mercado, sino la porosidad de las fronteras, el inevitable contagio, una vulnerabilidad que no es solo de sistema, sino de la vida y de lo que le es necesario (la misma globalización es coextensiva a la vida). Asimismo, reconocer la dimensión ya política de la enfermedad en el marco de un mundo inevitablemente globalizado, es plantearse el problema del mundo político que podemos construir con (y no solo contra) la enfermedad.

Llama la atención que tanto las actitudes heroicas y aristocrática como las políticas del pánico reproduzcan el mismo esquema: quieren eliminar la enfermedad, no plantearla como un asunto común. Es más, ignorar el virus o ceder ante el pánico implica también que se puede (y que se debe) rechazar o dominar los afectos y la vulnerabilidad, el sufrimiento y el miedo al sufrimiento. Implica entonces, nuevamente, rechazar o ignorar lo común. (Esto es particularmente patente, y triste, cuando el argumento contra la política del pánico consiste en decir que el virus mata principalmente a personas de edad avanzada : tal argumento no se plantea la pregunta por la vida en la vejez e ignora además que el virus mata quienes no tendrán las condiciones para medicarse, y que esas personas morirán entonces solas, de manera inhumana. Esa lógica pasa por alto los afectos y entonces disocia el quién del cómo se muere). Ignorar el virus es ignorar también el rol que juega el miedo dentro y para lo común. Pensar en cambio el virus como lo que amenaza y constituye la vida siempre en relación con otros, con una técnica, con instituciones, es ver en el virus tareas que exceden la administración del miedo o su mero rechazo, es decir, la actitud que pretende dominarlo. Esto, pues la dimensión política de la enfermedad no consiste ni en eliminar los afectos (ni entonces en eliminar el miedo) sino más bien en transformar con los afectos nuestra relación con el miedo y la política. Recordemos que para Hobbes el origen del Estado no es el miedo a la muerte, sino el miedo a la muerte violenta. Nos constituimos como seres políticos no porque no queremos morir (cediendo al pánico generalizado o haciéndose, aristocráticamente, los supramortales, los que se sienten por encima la finitud), sino porque la pregunta por la finitud, por darle un marco al sufrimiento, es infinita. Tenerle miedo a la muerte violenta es tenerle miedo a la indiferencia ante la muerte. De esto no hay que avergonzarse, pues sin duda este miedo tiene virtudes heurísticas, políticas, virtudes que no son heroicas pero que tal vez permitirán pensar de otro modo la democracia en el contexto de la globalización.

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