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Reportajes

7 de Marzo de 2020

“Llámalo a Scicluna”: Un adelanto del libro escrito por los denunciantes de Karadima

Foto: Agencia Uno

Los testimonios de Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo quedan plasmados en este nuevo título de Penguin Random House que relata su lucha contra la Iglesia Católica.

Por

“Llámalo a Scicluna”

El Papa Francisco llegó pasadas las tres de la tarde a la residencia de Santa Marta, el pequeño hotel de cuatro pisos donde se alojan también los sacerdotes, obispos y cardenales que están de visita o son convocados a Roma por el pontífice.

Aunque muchos lo describen como un hombre de carácter afable, y nosotros tendríamos dentro de poco la oportunidad de comprobarlo en persona, esta vez Francisco no estaba de buen humor. Todo lo contrario, el pontífice parecía muy enojado. Lo primero que hizo fue citar a su secretario personal, Piergiorgio Zanetti, su hombre de mayor confianza en el Vaticano.

Ese tibio lunes de invierno romano, el pontífice estaba de regreso tras completar una gira que, durante la semana anterior, lo había llevado por quinta vez en sus cinco años de pontificado a América Latina.

Pero su visita a Chile había terminado en un desastre histórico.

En sus anteriores viajes a este continente, que alberga a casi 40 por ciento de los católicos del mundo, el pontífice había jugado de local, aclamado por una fanaticada devota. Después de todo, el argentino Jorge Mario Bergoglio es el primer Papa latinoamericano en los dos mil años de historia de la Iglesia Católica Apostólica Romana.

En sus visitas a Brasil en 2013, a Bolivia, Ecuador y Paraguay en 2015, a México y Cuba en 2016, y a Colombia en 2017, millones de feligreses lo habían recibido con fervor y cariño. Pero esta gira por Sudamérica había sido amarga.

«Cuando fui a Chile, me di cuenta de un clima de indiferencia impresionante», admitió Francisco en privado varias semanas después.

¿Qué había sucedido para que Chile se convirtiera en el primer gran fracaso de un Papa que, en otros países, en especial en Europa, es percibido como un prelado que trae aire fresco al catolicismo? ¿Un reformista moderado tras el papado ultraconservador de Juan Pablo II y el tibio reinado de Benedicto XVI?

Al igual que en el resto del mundo, una serie de casos de abuso sexual de menores por parte de sacerdotes habían remecido a Chile, uno de los países más católicos del continente hasta hace solo una década. Sin embargo, había algo más. El caso local más publicitado de abuso, maltrato y acoso de los últimos años involucraba a uno de los sacerdotes más queridos por la elite chilena y más respetado por la jerarquía eclesial: Fernando Karadima.

Y nosotros éramos sus acusadores.

En 2011, tras una tibia condena en su contra por parte del Vaticano, emprendimos un largo y tortuoso camino para establecer la complicidad de las altas esferas de la Iglesia chilena en minimizar o derechamente encubrir los delitos de Karadima. Iniciamos juicios, apelamos a fallos adversos y perseveramos ante una inmensa maquinaria de grupos poderosos que, una y otra vez, trataron de descarrilar nuestros esfuerzos, calumniarnos y acusarnos de ser parte de un plan concertado por dañar a la Iglesia católica. Con ayuda de nuestro abogado Juan Pablo Hermosilla y su equipo, perseveramos y salimos adelante.

En varias oportunidades solicitamos al comité organizador de la visita papal a través de Fernando Ramos, el responsable, una reunión con Francisco, la que nos fue denegada por los obispos.

De esta manera, para cuando el Papa aterrizó en Santiago el lunes 15 de enero a las ocho de la tarde, una parte importante de la opinión pública chilena estaba convencida de que, efectivamente, las más altas autoridades eclesiales chilenas habían jugado un silencioso y oscuro papel en tratar de echar por tierra las denuncias. Una encuesta de Latinobarómetro, publicada tres días antes de la llegada de Francisco, mostraba que Chile era el país de América Latina que menos confiaba en la Iglesia: solo un 36 por ciento dijo confiar «mucho» o «algo» en esa institución. En 1996, el mismo sondeo arrojaba que 80 por ciento de los chilenos confiaba en la Iglesia católica.

La primera señal la tuvo en su trayecto desde el aeropuerto de la capital chilena a la Nunciatura Apostólica en el barrio Providencia: había más periodistas que feligreses para recibir al Papa.

Los tres días que estuvo en Chile —que fue la segunda visita de un pontífice romano después de Juan Pablo II en 1987— se convirtieron en un verdadero fiasco. Las imágenes transmitidas en vivo por la televisión mostraban calles semivacías al paso del Papamóvil. Lo mismo sucedió durante misas que se anunciaban masivas, pero que solo congregaron a una fracción del número esperado de feligreses.

Al igual que en todas sus giras por el mundo, el Papa venía acompañado de decenas de medios de comunicación de muchos países. Y, sin anestesia, el popular diario argentino Clarín hizo su propio balance: «La gira en Chile del Papa se convierte en la peor de sus cinco años de pontificado».

La cobertura de prensa fue unánimemente negativa. Desde el The New York Times, pasando por El Comercio de Perú, The National Catholic Reporter de Estados Unidos, El País de España o Der Spiegel de Alemania, la prensa informaba al mundo del fracaso de la gira papal en Chile.

Incluso el influyente El Mercurio, el diario conservador chileno que todos los domingos divulga en sus páginas prédicas escritas por sacerdotes católicos, publicó una serie de fotos aéreas que mostraban la baja asistencia a las tres misas que realizó el pontífice en Chile. Tomadas por drones, las imágenes revelaban que más de la mitad del espacio dispuesto para varias de esas misas estaba vacío.

Papa Francisco. Foto: Agencia UNO

Más allá del bochorno, el punto de quiebre entre los chilenos y el pontífice se redujo durante esos días a un solo nombre: el obispo Juan Barros.

Nosotros veníamos denunciando hacía años que este obispo había sido testigo y encubridor de los abusos sexuales y psicológicos cometidos por Fernando Karadima en la parroquia de El Bosque. Sin embargo, la jerarquía de la Iglesia chilena nos tildó en más de una ocasión de mentirosos, mientras que el nuncio apostólico en Santiago, Ivo Scapolo, se rehusó en repetidas ocasiones a reunirse con nosotros para escuchar nuestros testimonios en contra de Juan Barros, discípulo de Karadima y pieza clave en el esquema de ocultamiento e impunidad de sus abusos.

Los numerosos gestos de apoyo que Francisco le hizo al flamante obispo de Osorno durante su estadía en Chile causaron por ello asombro en todo el mundo. Parecían una señal de que el Papa estaba más preocupado de proteger a la jerarquía eclesiástica que ponerse del lado de las víctimas.

En las tres grandes misas que celebró —en el Parque O’Higgins de Santiago, la base aérea Maquehue en Temuco y la explanada Lobito en el desierto de Iquique— el Papa siempre estuvo acompañado de cerca por el obispo Juan Barros. Su presencia al lado del pontífice causó malestar, no solo entre las víctimas de abusos, sino en la población y en particular en los feligreses de su propia diócesis de Osorno.

Pero lo peor estaba por venir. En su último día en Chile, tras la misa en el desierto de Atacama, Francisco cometió un grave error que acaparó los titulares de prensa. La periodista Nicole Martínez de la radio Bío Bío, le hizo esta pregunta:

—Papa, muy cortito, hay un tema que preocupa a los chilenos, que es el caso del obispo de Osorno. ¿Usted le da todo el respaldo al obispo Barros?

Las imágenes y el audio muestran que la periodista estaba detrás de una reja de protección, pero muy cerca del pontífice. Este estaba rodeado por guardaespaldas y fotógrafos, mientras que en el audio de fondo se percibía que había una gran cantidad de periodistas. La respuesta de Francisco dio la vuelta al mundo e incluso llevó a un cardenal a contradecir públicamente al propio Papa.

—El día que me traigan una prueba contra el obispo Barros, ahí voy a hablar. No hay una sola prueba en su contra, todo es calumnia.

Y haciendo un movimiento de autoridad con su cabeza, mirando fijamente a una cámara de teléfono celular que lo estaba grabando, remató de manera desafiante:

—¿Está claro?

La afirmación del Papa rápidamente se esparció por todo el mundo.

«No, no está claro», editorializó al día siguiente The New York Times. Bajo el título de «El Papa causa más sufrimiento a víctimas de sacerdotes», uno de los diarios más influyentes del mundo aseguraba que «las víctimas de abuso sexual tal vez solo tengan sus recuerdos tortuosos como evidencia, pero estos han sido desestimados por demasiado tiempo como calumnias por parte de una jerarquía empeñada en proteger la reputación de la Iglesia». Y para rematar, el periódico concluyó que «demasiadas veces, el Papa Francisco y la Iglesia levantan dudas acerca de que están completamente comprometidos (con las víctimas)».

Muchos medios de prensa se hicieron eco de las declaraciones de Francisco en las que apoyaba al obispo Barros en desmedro de nuestras denuncias contra Karadima y sus cómplices. Respondimos a la desafiante declaración del Papa a través de las redes sociales y, el 19 de enero de 2018, convocamos a una conferencia de prensa. Cada uno de los tres nos turnamos para leerla:

“Durante los quince años que ha durado este proceso hemos ido siempre con la verdad por delante. Hemos tratado con respeto a todos los involucrados. Incluso al sacerdote Karadima, a pesar de lo difícil que ha sido. Reconocemos que el dolor nos traicionó algunas veces. Sin embargo, esperamos a que fueran los tribunales de justicia los que se pronunciaran sobre la culpabilidad del sacerdote Karadima. Y así fue, tanto por la Corte de Apelaciones de Santiago como por el propio Vaticano”.

“Hoy el Papa llama calumnias a nuestras afirmaciones de encubrimiento del obispo Barros. Una calumnia, como lo confirmamos con nuestro abogado, es la imputación de un hecho falso. Esto es grave y no podemos aceptarlo por lo siguiente: el obispo Barros formó parte durante casi cuarenta años del círculo íntimo del sacerdote Karadima, condenado por la Iglesia por abusos sexuales a menores y mayores, abuso de consciencia y manipulación, y por haber creado un grupo sectario, la Pía Unión Sacerdotal, que luego fue disuelta por la propia Iglesia”.

[…]

“El Papa Francisco desaprovechó una gran oportunidad, la de escuchar a la comunidad de Osorno y a quienes hemos afirmado que el obispo Barros había encubierto los abusos de Karadima, con pruebas a la vista, como las que durante años hemos entregado. El Papa ha desoído todos estos hechos y nos ha acusado de faltar a la verdad y de decir calumnias”.

[…]

“Todo esto es de extrema gravedad y creemos que, finalmente, revela un rostro desconocido del Pontífice y de gran parte de la jerarquía chilena. Durante años hemos luchado en contra del abuso sexual y psicológico por parte de miembros del clero y por cualquier persona. Lo que ha hecho el Papa hoy es ofensivo y es doloroso. Y no solo contra nosotros, sino contra todos quienes luchan por crear contextos menos abusivos y más éticos en lugares como la Iglesia católica. También confirma que aún hay mucho por hacer. Y seguiremos en este camino. Es necesario que las palabras de perdón, vergüenza y dolor que ha expresado el Papa durante su visita a Chile se transformen en acciones concretas para erradicar de las filas de la Iglesia a todos quienes se han aprovechado de la asimetría de poder que les da su ministerio y abusado sexualmente de niños, niñas, jóvenes y personas vulnerables. Y también a todos quienes han encubierto activa o pasivamente estos abusos”.

Nuestras declaraciones fueron reproducidas y formaron parte de los titulares en varios países. Pero Francisco no prestó mucha atención a la cobertura de prensa. Después de todo preside sobre las almas de más de 1.200 millones de católicos-romanos en todo el planeta y es considerado uno de los líderes morales más importantes del mundo.

Sin embargo, hubo una reacción a la cual sí le prestó oídos. Se trataba de la opinión del arzobispo de Boston, el cardenal Seán Patrick O’Malley. Miembro de dos comisiones vaticanas convocadas por el propio Francisco —aquella a cargo de proponer reformas a la curia romana y la Comisión Pontificia para la Protección de Menores—, este religioso perteneciente a la orden de los Capuchinos emitió una declaración pública en la que abiertamente cuestionó los dichos de Francisco en Iquique.

“Es entendible que las declaraciones que realizó ayer el Papa Francisco en Chile son una fuente de gran dolor para los sobrevivientes de abusos sexuales por parte del clero. Palabras que transmiten el mensaje de que ‘si no puedes comprobar tus acusaciones no te vamos a creer’ significan un abandono para aquellos que han sufrido reprobables violaciones criminales de su dignidad humana, y relegan a los sobrevivientes a un exilio desmerecido”.

La declaración de O’Malley fue algo altamente inusual. Muy rara vez un Papa ha sido cuestionado públicamente por algún cardenal. ¿El motivo? En 1870, durante el Concilio Vaticano I, se estableció la llamada infalibilidad del Papa. En palabras sencillas, este dogma sostiene que los pontífices no cometen errores en su labor de representar a Dios en la tierra, por lo que se debe acatar y obedecer de manera incondicional todo lo que el sucesor de Pedro diga.

En vez de amonestarlo, Francisco llamó a O’Malley y le pidió acompañarlo a Lima, la segunda y última parada de su gira sudamericana. No se sabe qué es lo que conversaron en privado. Pero en el vuelo de vuelta a Roma, la noche del domingo 22 de enero, el Papa trató de enmendar un poco su apoyo al obispo Barros.

A bordo del avión ofreció una rueda de prensa. Pero sus palabras causaron más confusión que certezas después de la pregunta de Nicole Winfield, corresponsal en el Vaticano de AP.

—La palabra ‘prueba’ no era la mejor para acercarme a un corazón dolorido —respondió Francisco—. Yo diría ‘evidencias’. El caso de Barros se estudió, se reestudió, y no hay evidencias. Es lo que quise decir. No tengo evidencias para condenar. Yo no he escuchado a ninguna víctima de Barros. No vinieron, no dieron las evidencias para el juicio. Me dicen con buena voluntad que existen las víctimas. Pero yo no las he visto, no se han presentado. Uno que acusa sin evidencias, con insistencia, es calumnia. Pero si viene una persona y me da la evidencia, yo seré el primero en escucharle.

—¿No se traiciona un poco esa confianza hacia las víctimas que usted mismo planteó en Chile?

—¿Qué sienten los abusados? Y con esto debo pedir disculpas, porque la palabra ‘prueba’ ha herido, ha herido a muchos abusados: ‘ah, ¿yo tengo que ir a buscar la evidencia de esto?’ No. Y les pido perdón si les he herido sin darme cuenta.

Mientras se seguía desarrollando la ronda de preguntas y respuestas a bordo de la nave, le informaron a Francisco que se avecinaba un frente de mal tiempo. «Me dicen que después de esta pregunta tenemos una turbulencia meteorológica. Yo me quedaré aquí, afirmó, para rematar: En el caso de Barros no hay evidencias».

Pero la turbulencia que esperaba al Papa en tierra sería bastante peor. Más que calmar los ánimos, sus declaraciones aéreas parecieron echarle bencina a la fogata que él mismo había encendido.

Mientras se desplazaba del aeropuerto Leonardo da Vinci a la residencia Santa Marta, el pontífice pidió leer la cobertura de la agencia de noticias estadounidense Associated Press (AP), cuyas informaciones se reproducen en miles de medios en todo el mundo.

Lo que leyó lo dejó preocupado. El artículo que resumía su gira escrito por Nicole Winfield, corresponsal de la AP para el Vaticano e Italia, llevaba como título: «Papa concluye viaje por América Latina afligido por escándalo sexual en Chile».

«El Papa sintió que su visita a Chile había sido un fracaso, casi una humillación —nos aseguró una persona que, unas semanas después, habló con él al respecto—. Él se dio cuenta de eso, y lo sintió como una vergüenza para la Iglesia».

Claramente, el asunto se le había escapado de las manos. Alguien tendría que pagar los costos por el bochorno y no sería él. «Cuando vi la prensa de la AP, que son los que hacen las tareas, me di cuenta de que pasaba algo y ahí llamé a un amigo y le pedí su consejo», comentó el Papa meses después. «Y él me dijo: ‘hazte cargo del problema’».

Por eso, aquella tarde de enero y poco después de acomodarse en su departamento en la residencia Santa Marta, Jorge Bergoglio encaró a su secretario personal, Piergiorgio Zanetti, un expolicía que está al lado del Papa desde el inicio de su pontificado en 2013, y le dio una orden perentoria:

«Llamalo a Scicluna».

* * *

Pocos pensarían de tan solo verlo que aquel hombre bajito, rollizo, de lentes redondos y casi sesenta años es un astro del derecho canónico.

Desde 1995 Charles Jude Scicluna ha estado siempre vinculado a asuntos judiciales y de jurisprudencia, primero en la Signatura Apostólica, la corte suprema del Vaticano, y luego en la Congregación para la Doctrina de la Fe. En 2005 fue mandatado por el Papa Benedicto XVI para investigar al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. Francisco lo nombró arzobispo de Malta en 2015.

—¿Qué sabemos del caso del obispo Barros y de Chile? —le preguntó el Papa Francisco.

—Mucho, Su Santidad —replicó Scicluna, poniendo una carpeta sobre la mesa—. Ahí está casi todo.

—Muy bien, bien. Escúcheme. Voy a nombrarlo legado papal para que investigue todo esto.

Scicluna asintió entreviendo la delicada misión que tenía por delante.

—Quiero que usted vaya a Chile y entreviste a estos tres jóvenes —prosiguió el Papa—. Quiero que ellos digan todo lo que saben, y ustedes averigüen más sobre Barros, hablen con quien sea necesario, ¿entendido?

—Sí, Su Santidad. Pero uno de ellos no está en Chile, vive en Estados Unidos hace veinte años.

—Bien, como sea, quiero el testimonio de los tres. Y de otros.

—Necesitaré ayuda.

—Pues búsquela.

Charles Jude Scicluna asintió y se puso manos a la obra.

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