Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

17 de Marzo de 2020

Columna: El poeta, el profeta y Cristo en América Latina

Agencia UNO
Pedro Pablo Achondo
Pedro Pablo Achondo
Por

Hace dos semanas partió el poeta. Hace un par de días lo hizo el profeta. Ernesto Cardenal de Nicaragua y Mariano Puga de Chile. Probablemente se cruzaron en más de alguna ocasión. Quizás uno supo más del otro. Cada uno, a su modo, encarnó algunos de los aspectos más hermosos y profundos de América Latina y no solo de la Iglesia en estas latitudes. La poesía, la mística, la entrega, la fraternidad y la revolución se entrelazan en las vidas de ambos. No vivieron con la misma potencia todos estos aspectos, pero sí estaban allí presentes, como un canto divino, como una exaltación de una vida diferente, original y apasionada. Todo ello mostrando con fuerza lo que vivir significa o puede llegar a significar.

Mariano que caminaba por los barrios pobres de Santiago, por las rutas de Chiloé y por tantas latitudes, a pie incansable. Ernesto buscador y luchador, de la Trapa en Kentucky a Cuernavaca, Colombia y Nicaragua. Itinerantes y sedientos de justicia. Ambos alimentados por un fuego diminuto y denso llamado Cristo. Un Cristo que fue variando, no cabe duda; que a ratos -y no tan cortos- se difuminaba y escondía; y en otros momentos era vivido como una hoguera inmensa que iluminaba lejos. En ambos, una opción fundamental y preferencial por los pobres, por los sufrientes, por los cautivos. Opción avivada por el fuego de Cristo. Mariano hizo de esa opción su vida. Y de ese modo ella se transformó en un evento inaudito, en un acontecimiento de compasión. Esa delicadeza humana, que Mariano empujaba como un huracán; Ernesto la trabajaba en el oficio de la poesía. Él mismo contaba que cada poesía era un trabajo de artesanía: concienzudo y elaborado, nada de palabras locas o versos inspirados. Su inspiración era la dedicación. La inspiración del cura obrero era la incansable lucha por un mundo más justo, un mundo de hermanos y hermanas, una tierra sin violencia.

Mientras Mariano reclamaba con voz de profeta: ¿Dónde está la Iglesia? ¿Dónde estaba cuando torturaban? ¿Dónde estaba cuando los estudiantes gritaban no más lucro? ¿Dónde está en medio del Estallido Social? El poeta redactaba sendas cartas contra el tirano Somoza y los usurpadores de la revolución perdida. Mariano fue un grito, de aquellos que incomodan porque tocan el corazón y desnudan nuestras vergüenzas. Ernesto fue un verso cósmico, de esos que palpan al Dios sin templo presente en todos los templos.

Sucede que en América Latina hay un cristianismo que sí es Buena Noticia para los oprimidos, una forma comunitaria y popular de ser hijos e hijas que alimenta sueños y permite juntos resistir. Ambos, el poeta y el profeta no solo vivieron desde allí, sino que alimentaron generaciones que lo siguen haciendo.

No quiero citar versos ni contar anécdotas, tampoco hacer de estas palabras una especie de hito canonizador. Lejos de mí, porque lejos de ellos esa búsqueda por los primeros puestos. Quisiera poder expresar que la vida de Mariano y Ernesto, sus anhelos y frutos, son consecuencia de dos factores principales: de Cristo Jesús, el Nazareno pobre de Galilea, y de los pobres de estas tierras amerindias, tan heridas y llenas de colores. Arpilleras y pinturas, liturgias en las calles y vía crucis populares, la Biblia compartida entre el Pueblo y el dolor de amigos desaparecidos. La triste historia de los pueblos de NuestrAmérica apropiada por Cardenal y Puga, cada uno en su rincón siendo parido por ese pueblo combativo y tan lleno de esperanza.

Sin embargo, los tiempos pasan y cambian y ese pueblo ya no es ni tan combativo ni tan esperanzador. Mientras Nicaragua padece el yugo de quienes fueran sandinistas y revolucionarios, Chile transita un camino de individualismos y violencias, donde el mismo pueblo se enfrenta a sí mismo y donde las comunidades de antaño ya no saben bien cómo ni dónde situarse. El romanticismo sano necesita encontrar su nuevo cauce. América Latina ha cambiado y el invierno eclesial de Juan Pablo II no ha podido aún transformarse en la primavera de Francisco, otro hombre de Cristo parido en estas latitudes.

Mariano fue un marginal, pese a toda su fuerza y estampa pública. Ernesto, un poeta contemplativo que incluso no pudo ser despedido en paz, arrebatándole su propio funeral. Ambos, profeta y poeta; satélites inusuales de un catolicismo latinoamericano que ha olvidado el fuego revolucionario de Jesús de Nazaret, encamándose con el poder de turno y los acomodos de una elite egoísta. Ambos, a contrapelo del consumismo imperante y los abusos grotescos de sociedades neoliberalizadas.   

Otro rasgo común, y presente en personas que marcan con amor y ternura a muchos, es la libertad. El poeta y el profeta fueron profundamente libres. En lenguaje cristiano decimos que vivieron con profundidad la libertad de los hijos de Dios, un aspecto precioso del seguimiento de Jesús. La libertad aquí significa entrega, autodonación y osadía. Fueron libres para cambiar ellos mismos sus andares -cura, obrero, pintor, liturgista, misionero, predicador y amigo; uno. Poeta, monje, cura, revolucionario, ministro de cultura, eremita en Solentiname, místico y sancionado por la Iglesia; el otro. Libres para enfrentarse a dictaduras y autoritarismos, políticos y eclesiásticos. Libres para amar, para decirse desde el amor solidario y generoso. Libres para soñar, con otras sociedades y otras Iglesias, con otras formas de vivir la fe y otras maneras de compartir el pan. Siendo sacerdotes inventaron y vivieron otro sacerdocio. Profundamente libres para hacer, para construir y transformar. Lejos y muy lejos de normativas sin sentido o reglas inamovibles. Unos rebeldes, diremos; claro que sí. Pero el móvil de ello era otro: la libertad amante. La libertad que brota del amor, del saberse totalmente amados por ese Dios que los hizo luz, canto, voz y fiesta en estas tierras indo-afro-latinoamericanas. ¡Qué esperanza y desmesura cómo Cristo sigue pasando por estos suelos!  Una vez leí que la muerte es aquello que no acepta metáforas. Creo que la vida a veces tampoco. En este caso, son sus vidas, Mariano Puga, amigo querido y Ernesto Cardenal, las que no aceptan metáfora alguna ni caben en un rastrero escrito. Todo se queda corto y no hace justicia a lo que son y serán.  

Notas relacionadas

Deja tu comentario