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Opinión

9 de Abril de 2020

Columna de Agustín Squella: Tics y manías de turno

"Me cuesta entender que periodistas y locutores de radio y televisión se estén llamando por sus diminutivos. ¿Por qué? Pao, Caro, Mati, Gonza, Maca, Juanma, y así, y yo, que conozco y aprecio a algunos de ellos, no puedo entender que sus muchas veces bellos nombres sean reducidos a una o dos sílabas", dice Agustín Squella en esta columna.

Agustín Squella
Agustín Squella
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No me gusta utilizar expresiones cliché, pero el “cuídese” llegó para quedarse. Hace años que muchos se despiden con esa palabra, y lo que yo pensaba, al menos en un primer momento, es que tenía que lucir muy mal, además de viejo, si a cada instante todos los estudiantes, colegas y secretarias de la universidad se despedían de mí con un  rogativo “cuídese”. Pero ahora ese pedido tiene gran fundamento: debemos cuidarnos y tendremos que seguir haciéndolo por un tiempo prolongado. Hay una antigua distinción entre amor de sí y amor propio: este último es un defecto, una falla que tiene que ver con la rigidez, el estiramiento y la altanería, mientras que el primero es una virtud. Amor de sí no como individualismo ni menos egoísmo, sino, cosa muy distinta, como cuidado de uno mismo para estar en mejores condiciones de asistir y hacer bien a los demás. Como todos nos damos perfectamente cuenta, el cuidado de sí  es imperativo en nombre del que debemos a los demás, especialmente en tiempos de pandemia.

   ¿Por qué ya nadie se despide con un “chao”, sino con un “chao chao”, o sea, un doble chao, tomado seguramente del gringo “bye bye”, y en qué momento también pasamos del hasta hace poco habitual “te quiero” al ampuloso “te amo”? En conversaciones telefónicas que sin querer escucho en el transporte público (¿por qué los chilenos estamos hablando a gritos?), suelo oír a madres que hablan con sus hijas acerca de lo que harán ese día de almuerzo, despidiéndose invariablemente con un “te amo”.

    Está también el “llegó para quedarse”, empleado por mí de manera inconsecuente al comienzo de esta columna, y solo para decir que algo va para largo, que durará, que va a tomarse su tiempo.

    Me cuesta entender que periodistas y locutores de radio y televisión se estén llamando por sus diminutivos. ¿Por qué? Pao, Caro, Mati, Gonza, Maca, Juanma, y así, y yo, que conozco y aprecio a algunos de ellos, no puedo entender que sus muchas veces bellos nombres sean  reducidos a una o dos sílabas. Para qué mencionar los “ponga atención”, o “fíjese”, como si auditores y telespectadores tuviéramos déficit atencional, o los “vamos a cambiar bruscamente de tema”, como si nadie supera distinguir entre una información sobre el alza de combustible y otra acerca del rendimiento de alguno de nuestros futbolistas estrella en el extranjero. Ni qué decir de “aristas”, que nada tienen que ver con pequeños filamentos de la madera, una batalla que perdí hace ya tiempo. Los asuntos públicos de interés no tienen aspectos, tampoco dimensiones, solo “aristas”. Y algo más en el caso de quienes presentan las noticias y que llaman “pausas” a las interminables  tandas de publicidad y de autopromoción de los “rostros” de los canales: ¿por qué dicen “bueno” cada vez que empiezan a relatar una nueva información?

    “¡Viejo mañoso!”, me acusan no pocas veces, pero no es propiamente maña, o eso quiero creer al menos, sino  horror –sí, posiblemente un horror mañoso- a los tics y manías de turno que Jorge Millas denunciaba hace más de medio siglo, cuando si no tratabas a alguien de “compañero” podías ser confundido con un peligroso fascista. El notable filósofo, que escribía y hablaba como los dioses, es un inmejorable punto de apoyo para mis quejas del presente.

Foto: Alejandro Olivares

   ¿Se han fijado que ya nadie invita a comer y todos lo hacen a “cenar”? ¿En qué momento ahora  todos “cenan” por la noche y nadie come, y no me refiero a fechas como el 24 o el 31 de diciembre, sino a cualquier día del año? Para un insípido lunes de junio, por ejemplo, alguien puede invitarnos no a comer, como antes, sino a “cenar”. “¡A comer!” llamaban nuestras madres, pero ahora esa acción subió de pelo y habría que decir “¡A cenar!”

   Tampoco ya nadie toma desayuno; ahora todos “desayunan”. Las carnes no son lo que eran antes y el filete pasó a “solomillo”, o simplemente carne “premiun”, mientras que el delicioso asado de chancho lo hizo a “cerdo al horno” y el infaltable bistec a lo pobre a “bife a lo pobre” No existen más las prietas con arroz, sino la “morcilla” con “guarnición” de arroz, y las viejas sopas dejaron su lugar a una infinidad de “cremas”, hasta de choclo si usted quiere. Las papas con pelo derivaron en “papas rústicas”, y los infaltable perros vagos subieron a la categoría de “mascotas extraviadas”. Desaparecieron los viejos almacenes de barrio y ahora hay solo “minimarkets”. La antigua y noble pílsener mutó a “cristal” y la malta a “cerveza negra”, mientras que “cerveza artesanal” pasó  a ser cualquiera de marca desconocida y dudosa procedencia. Por su parte, la también noble y vieja marraqueta subió de pronto al cielo del “pan francés”, no sin antes pasar algún tiempo en el purgatorio del “pan batido”. Un pan grande es por ese solo hecho “pan de campo” y ninguno de nosotros vale nada si no compra el pan en un sitio en que emplean “masa madre”.

   Menos mal que los locos siguen llamándose así, pero no descarto que más adelante nos ofrezcan “abalones mayo”, lo mismo que “corvinilla” en vez de la apetitosa “corvina”. “Acompañamiento de algas marinas”, se lee a veces en los menús de algunos restaurantes, y se trata solo de cochayuyo. ¿Alguien diría “pastel de algas” en vez del sabrosísimo pastel de cochayuyo? El caldillo de pejesapo también subió de categoría y ahora es de “pescado de roca” Las tortillas son todas “omelets”, y no está lejano el día en que nos ofrezcan “omelet de papas”. Un buen sauvignon blanc, en palabras del mozo que lo trae a la mesa, no llega como antes, “heladito”, sino “frío”, y hasta de repente lo ofrecen “a la temperatura del día”, o sea, frío en invierno y caliente en verano

   Qué le vamos a hacer. Así es como están las cosas. Giros del lenguaje, cambios, y nadie puede estar contra ellos, salvo que en muchos de ellos hay no poca siutiquería y un ánimo algo infantil por subirle el pelo a cosas y alimentos que antes llamábamos  sin pretensiones ni eufemismos. La mejor definición de siutiquería es la de una elegancia no lograda, y vale que la tengamos siempre presente, también a la hora de los vinos, porque yo he visto más de una vez paladear largo rato antes de aprobarla una simple copa de Gato Negro.

*Destacado abogado y columnista, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales año 2009.

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