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15 de Mayo de 2020

Cuentos en Cuarentena: “Cuando el mundo se detuvo” de Francisco Ortega

Un apagón, una nevazón, una familia. Francisco Ortega nos presenta un mundo apocalíptico en el que quedarse en casa es la tónica y lo inexplicable es protagonista.

Por

“Éramos Robinsons que,

en lugar de quedar atrapados en una isla,

estábamos en nuestra propia casa.

No nos rodeaba el océano, pero si la muerte”

H.G.Oesterheld

Día 1

Si el comienzo es el tiempo más importante de todos, esto debiera partir con la discusión que tuve con mi mujer minutos antes del apagón y de la primera nevada. No había sido un buen día, así que regresé temprano a casa. Aproveché que no había nadie para tirarme en la cama, mirar tele y beber un par de cervezas sin dar mayores explicaciones. Verano en Santiago de Chile, treinta y cinco grados a la sombra y recortes de presupuesto no era una buena combinación, tampoco olvidar un encargo de mi mujer.

–¿Te acordaste de la plata para la nana?– me preguntó Leticia apenas apareció en la puerta del dormitorio. Venía de pasar toda la tarde en el cumpleaños de unos amigos de los niños, así que su ánimo estaba lejos de cualquier tipo de comprensión o cariño.

–Se me fue, disculpa.

–Por la cresta Alberto, es lo único que te pedí…

Le dije que no tenía para qué gritar, que a media cuadra había una estación de servicio con cajero automático, que me demoraba menos de diez minutos en ir y volver.

–Ese no es el problema –continuó–, el que haya o no haya un cajero automático es un huevada, lo importante es que siempre se te van los detalles que tienen que ver con la casa. Si te pido, como favor –subrayó– que traigas la plata de la nana, lo mínimo es que lo hagas, no que llegues y te eches junto al control remoto. Además sabes que me carga que tomes cerveza en el dormitorio.

–Lo siento –traté de calmarla– voy a dejar la cerveza al refrigerador y…

Antes de que alcanzara a levantarme de la cama, ella había agarrado el tarro.

–Yo lo llevo –bramó–. Eres tan inútil –continuó mientras se perdía por el pasillo.

Como sabía que el tango no había terminado, me puse de pie y busqué los zapatos para partir lo antes posible hacia el cajero automático. Miré la hora, las diez con un minuto de la noche, al menos la temperatura ya estaba más soportable.

Leticia regresó cuando estaba terminando de atarme los cordones del zapato izquierdo. Volvió a plantarse bajo el umbral de la puerta y a reiniciar su rezo.

–Tuve un mal día –me anticipé. No debí hablar.

–No sólo tú. Eres tan egoísta, huevón…

–No soy egoísta, sólo te estoy contando algo.

Martita, nuestra hija, apareció en la habitación. Pasó a un lado de su madre y la abrazó por la cintura.

–No peleen –nos pidió, mirando al suelo.

–No estamos peleando mi amor –la tranquilizó Leticia.

–A veces el papá y la mamá tienen diferencias y deben discutirlas. Ven dame un beso –le pedí yo.

Martita vino, se acercó y apretó su boca contra mi mejilla por un largo rato. Le dije que era rico. Ella que mi barba le picaba. Le indiqué que fuera con su hermano.

–Ves lo que consigues, que los niños sufran –continuó mi mujer, apenas la niña salió de la zona de guerra.

–Leticia, por favor, yo no he empezado nada. Sólo me olvidé de algo que tiene la más simple solución del mundo.

–Es que para ti todo tiene la solución más simple del mundo.

–¡Bueno ya! –no tenía muchas ganas de seguir discutiendo, menos con ella. Sabía muy bien que si seguía apretando el piloto del gas, la chispa iba a reventar con recriminaciones del pasado, dramas del presente y temores del futuro.

–Me carga cuando te pones tan simple, tan básico.

Leticia no pasaba por sus mejores días. Yo tampoco.

No puedo decir que éramos infelices, sólo que éramos.

Éramos algo.

Diez años casados y dos hijos: Martita de siete y Matías de tres. Hace poco nos aprobaron un crédito hipotecario y cambiamos nuestro departamento de Miguel Claro con Eliodoro Yáñez, por una casa ley Pereira en una calle paralela a Tobalaba, a pasos de Pocuro, cerca de un supermercado Jumbo, del metro y de un par de buenos colegios: el mundo perfecto para una joven familia de clase media alta de Santiago de Chile.

–Voy al cajero automático –le dije.

Mi mujer no dijo nada, cuando se da cuenta que está demasiado enrabiada prefiere guardar silencio.

–Voy y vuelvo –recalqué y luego llamé a Martita para que me acompañara–. Ponte algo encima de la polera –le pedí apenas apareció en el dormitorio con cara de pregunta.

–Hace calor… – regañó.

–Hágame caso, vaya por una chaqueta.

–Bueno, papá –dijo y salió corriendo hacia su habitación.

Y en ese instante vino el corte.

Primero fue un parpadeo y luego todo quedó a oscuras.

Desde su pieza, Matías gritó.

–Tranquilos –habló Leticia–. Alberto, anda a buscar la linterna, por favor. Y no hagas mucho escándalo, que los niños se asustan –murmuró.

A tientas fui hasta la cocina. Antes de abrir el la cajonera donde estaba la linterna miré hacia la calle. El apagón había sido general, toda la ciudad, todo Santiago de Chile aparecía sumido en la más absoluta de las oscuridades. Agarré la linterna e intenté encenderla, pero no pasó nada. Por un instante visualicé a mi mujer echándoseme encima, reclamando porque era un pésimo dueño de casa, que lo mínimo era que los aparatos de emergencia estuviesen con pilas y baterías. No necesitaba otra pelea. Di un golpe ligero y volví a intentarlo. La luz de la linterna regresó con el resto de las luces. Había sido un apagón ligero. Volví a mirar hacia la calle y observé como la ciudad iba recobrando la normalidad. Escuché que Leticia le decía a Matías y a Martita que no había sido nada, que no tuvieran miedo.

–Ya, vaya con el papá –empujó luego a nuestra hija por el pasillo.

Martita fue quien se dio cuenta que no había autos en la calle. Y aunque era extraño que eso sucediera en una intersección tan concurrida como Tobalaba con Pocuro, pensé que se debía a algún percance en los semáforos por culpa del corte. Para evitar dar explicaciones de algo que no tenía idea, le dije a mi hija que era por el calor. Que la gente aún estaba metida en sus piscinas. Ella, por supuesto, aprovechó de recordar mi promesa de construir una en el patio trasero. Se la hice antes de mudarnos, cuando la traje junto a su hermano a conocer la casa nueva. “No tiene piscina”, me reclamó, con la mirada perdida, recordando que el condominio donde antes arrendábamos si tenía.

–El próximo año –le prometí–.Y esa va a ser sólo nuestra, no de todos los vecinos, pero antes hay que cambiarle la cocina a la mamá.

–Bueno – respondió ella, conforme.

Había poca gente en la estación de servicio: los dos encargados de la caja, un tipo terminando una bebida, un señor de unos cincuenta años sacando dinero del cajero automático y otro dependiente que luchaba con el control remoto para encontrar algo en la tele, al parecer el apagón había desconectado el cable.

–Papá –me habló Martita– ¿puedo comprarme algo?

–Toma –le pasé un billete de mil pesos.

–Gracias papá –y se fue directo a los anaqueles de golosinas y caramelos.

–Mejor quiero un helado –me gritó.

–Lo que quieras –le respondí.

–Está malo el congelador de los helados –nos gritó uno de los dependientes–. Algo le pasó después del corte, ni siquiera puede abrirse la tapa.

Mi hija y yo levantamos los hombros resignados.

El señor que estaba en el cajero automático reclamaba en voz baja. Dos veces intentó sacar dinero antes de darse por vencido. Antes de retirarse me explicó que estaba aburrido de su banco, que no era primera vez que le pasaba, que las tarjetas eran una pura tontera, que mejor iba a volver a usar cheques.

–Sólo con sencillo, por favor –escuché que el cajero le decía a mi hija, cuando ella trató de cancelar una barra de chocolate con mil pesos–. Es que algo pasó con el corte de luz –me miró, adivinando que yo era el padre– y no puedo dar cambio, ni boleta.

–Espérame un ratito –le pedí a Martita, antes de meter la tarjeta al cajero. Digité el número secreto, pulsé la alternativa de cuenta corriente e indiqué un giro de ciento cincuenta mil pesos. La máquina me respondió que la cantidad pedida superaba el disponible en mi cuenta. No hice mucho caso y lo intenté de nuevo, la respuesta fue similar. Regresé al menú y le pedí que me desplegara el saldo en pantalla. La información demoró unos segundos en aparecer. Saldo diario: cero. Disponible en la línea de crédito: cero. Mierda, era imposible, estaba seguro que en la mañana había revisado y tenía de sobra.

Un sujeto a mi espalda me preguntó si había terminado.

–Adelante –le indiqué– pero la máquina, está con problemas, parece. Pruebe si le resulta­ –le advertí. Fui hasta donde Martita, busqué un par de monedas y pagué su chocolate.

–Toma –me respondió, regresándome el billete.

–Es para ti, te lo regalo –le dije, mientras la veía masticar la barra de chocolate derretido. –Vamos a buscar el auto, que este banco está malo.

–Bueno –asumió con la boca y las manos manchadas de chocolate.

Quien estaba usando el cajero automático, pateo el suelo y reclamó que la porquería no funcionaba.

–Saldo cero –pronunció en voz alta, mirándome a los ojos– no puede ser, por eso este país está como está. Se corta la luz y todo se va a la mierda. En el de la farmacia la misma huevada.

Le dije a mi hija que esperara.

–Con esto igual –indicó el dependiente tras la caja, apuntando a su máquina registradora. El lector de tarjetas de crédito y débito no funciona.

–La tele peor –agregó su compañero, quién continuaba tratando de encontrar algo con el control remoto.

–No te muevas ­–le pedí a Martita y volví al cajero. Abrí mi billetera, busqué una tarjeta de crédito y repetí cada paso de lo hecho con la de débito. Saldo igual a cero.

–¿Lo mismo? –me preguntó el tipo que había usado la máquina antes, cambiando su expresión de maña a preocupación.

–Lo mismo –le contesté.

Martita me preguntó qué pasaba, le dije que nada. El hombre me pidió que tratara con otras tarjetas. Pensé en que Leticia me habría retado por hacerle caso a un extraño en cosas de platas y dineros plásticos, pero igual lo hice. Todo igual: Diners, cero; Master, cero; Visa Platinum, cero. Todas mis formas de dinero circulante se habían igualado a cero.

–A ver yo, permiso –indicó mi improvisado compañero, tomando mi lugar tras la máquina. Fue ahí cuando mi hija gritó llamándome.

–¡Papá, papá, ven a ver esto…! –chilló.

Todos los presentes en el interior de la estación de servicio giraron hacia la voz de Martita.

Y todos también vimos lo mismo.

Por Tobalaba, desde ambos sentidos, y por Pocuro, hacia el oriente, avanzaba una fila eterna de autos empujados por sus conductores. Era como si cada una de las máquinas se hubiese muerto, o agotado su combustible. Como la fotografía inversa de un raro tipo de tracción animal. Un tipo rubio y musculoso, junto a una chica también rubia movían un Mercedes descapotable. Tras ellos, una familia entera se esforzaba tras un Jeep Commander. Taxis de marca y modelo Hyundai Accent o Chevrolet Cavalier eran tirados por conductores y pasajeros.

Uno de los bomberos de la estación corrió hasta el primer vehículo que avanzaba por Pocuro, un Peugeot 305, empujado por dos veinteañeros. Les preguntó que estaba pasando. Tomé a Martita y me acerqué para escuchar la conversación.

–No sabemos –respondió uno de los muchachos–. De repente se apagó el motor y no funcionó más. Estoy con el estanque lleno, pero no quiere partir. La batería esta perfecta, igual que la de ellos –apuntó a la fila que corría tras ellos.

Entonces, a medida que la caravana se acercaba a la intersección de las avenidas, empezó a caer la nieve. Porque esa noche, después de un día de enero con treinta y cinco grados a la sombra, nevó sobre Santiago de Chile.

–Nieve, papá –gritó Martita ante la mirada atónita de todos los presentes, que no podían creer lo que estaba sucediendo.

–Hagamos un monito –continuó entusiasmada mi hija.

–Después, mi amor. Ahora…–me apresuré, tomándole la mano–. Ahora volvamos a casa.

Leticia y Matías estaban en el antejardín viendo, sintiendo y disfrutando de la nieve. La fotografía era idéntica a la vista en todos los antejardines de todas las casas por las que pasamos camino de regreso. Mi hijo carcajeaba mientras las plumitas de hielo le cubrían sus hombros y cabeza. Era su primera vez.

–No hace frío –me dijo Leticia apenas nos vio abrir la reja que daba a la calle, con una sonrisa de oreja a oreja, como si la nieve se hubiese llevado toda la discusión de antes.

Martita corrió donde su hermano y empezó a perseguirlo con bolas de nieve.

–Ni siquiera está nublado –le respondí a mi mujer, indicándole que mirara hacia el cielo–. Esta nieve no viene de ninguna parte.

–¿Cómo no va a venir de ninguna parte?

–Mira tu misma.

Así lo hizo. La noche estaba despejada y a lo más un par de jirones de nube tapaban las estrellas. Leticia volteó hacia mí, como si yo pudiera explicarle lo que estaba sucediendo.

–Esto es muy raro –me dijo.

–Más de lo que crees. ¿Han dicho algo en la tele o la radio?

–La tele no volvió después del corte, radio no he escuchado.

Una pelota de nieve golpeó en la espalda a Matías. Leticia reaccionó, diciéndole a Martita que no abusara de su hermano menor. Me acerqué hasta mi mujer y le pedí que llevara los niños dentro y que regresara con la llave del auto. Me preguntó de cual, le respondí que de ambos, que la esperaba afuera.

Leticia dejó la puerta entreabierta y volvió con los dos juegos de llaves colgando de su mano derecha. Con un gesto le indiqué que fuéramos al garaje y que se subiera a su auto. Le pedí mis llaves e hice lo propio con el mío.

–Enciende el motor, prueba las luces, los limpiaparabrisas, que se yo…

–¿Qué sucede?

–Nada, linda, sólo hazlo,

–Me estás poniendo nerviosa.

Le contesté con una sonrisa.

Leticia se sentó tras el volante de su Ford Explorer, color gris perla y yo tras el Austin Mini rojo que me costó diez discusiones y una deuda de siete años. Metí el contacto del motor y lo giré. No paso nada, mi auto estaba muerto. Miré hacia la camioneta de mi mujer, ella levantó los brazos sin entender que sucedía y siguió intentándolo. Me bajé del Mini y fui hasta la puerta del conductor de la Explorer.

–No sigas –le dije–. Está muerto, igual que el mío.

La mirada de Leticia estaba entre signos de interrogación.

–No me preguntes que pasó ni por qué, pero aparentemente todos los autos de Santiago están muertos –y continué relatándole lo que había visto en Pocuro con Tobalaba–. Supongo que todo tuvo que ver con el corte y con esta nieve que viene de ninguna parte.

Continuaba nevando, despacio, en una cadencia casi cansada, pero continuaba cayendo. Copo tras copo, nieve que no era nieve.

–¿Qué vamos a hacer? –quiso saber Leticia.

–Eso no es todo.

–¿Qué pasa?

–No pude sacar plata del cajero. Nadie pudo. Mi cuenta corriente y mis tarjetas están en cero…

–Pero…

–Si, están en cero. Y creo que tus cuentas también lo están.

–Voy a revisar al computador –me dijo, bajándose rápido de la camioneta y con una vena marcada en la frente. Siempre le pasa cuando está nerviosa, su cuerpo revela la molestia, el tono de su voz también.

–¿En qué computador, Leticia. No hay internet, no hay televisión, no hay nada, salvo luz?

–Tengo que ir a un cajero…

–Leticia, cálmate…

–¡¡¡Como quieres que me calme!!! –me gritó–. Mañana hay que pagarle a la nana… –También siempre hace eso, busca otro tema, otro punto en que fijar su atención. Yo soy más calmado, o finjo mejor, que no es lo mismo.

–Leticia, tranquila, los niños no pueden verte asustada. Mira amor, no tengo idea que pasó ni que va a pasar, pero dudo que mañana venga la nana y creo que por ahora, lo mejor es entrarnos y cerrar bien las puertas. Esto… esto no está bien, nada de bien.

–Alberto–, murmuró.

–Dime.

–Tengo miedo.

–Yo también.

Día 5

Dicen que fue un pulso electromagnético. Así lo informaron por radio, dos días después del corte. Una señal común en AM para todo Santiago, el único medio que logró resucitar tras el apagón y la primera nevada. Oficialmente se debió a la caída de un satélite espía estadounidense cerca de angostura de Paine. El aparato llevaba un detonador experimental que se activó con el golpe, dejando a oscuras y borrando prácticamente todo el valle central de Chile. Repetidamente se nos ha pedido calma, que el gobierno norteamericano está asesorando en todo al nuestro, que por estado de emergencia fue trasladado a Valparaíso. Sostienen que todo se solucionará dentro de unos días, que no es necesario desesperarse, que se han tomado las medidas necesarias para paliar la emergencia.

En el banco me informaron que el dinero estaba seguro, pero que mientras no se reiniciara el sistema no estaba permitido generar circulante. Nos aconsejaron buscar cartolas y documentos enviados por correo físico antes del evento cero, como han empezado a llamar al hecho. Leticia se ha encargado de buscar esos papeles y ordenarlos por fecha. Se ha mantenido más calmada de lo que yo hubiese imaginado.

La entrada y salida de la ciudad está prohibida con vigilancia militar y el aeropuerto fue cerrado. Creo que ya lo dije pero no está de más recordarlo; la presidencia fue trasladada a Valparaíso donde se supone funciona como una sola unidad con el Congreso, eso al menos es lo que se nos comunica, porque lo cierto es que desde hace siete días, del único mundo que conocemos es de Santiago de Chile. Afuera podría haber estallado la Tercera Guerra Mundial y no tendríamos idea.

Tal vez estalló.

Hace dos días un bando oficial declaró que los supermercados deberían abastecer gratuitamente a las familias santiaguinas. Se nos pidió censar a nuestros grupos familiares y acudir tranquilos al almacén más cercano, que se otorgarían cuotas de alimentos no perecibles a cada familia. No mucho, pero si lo necesario para subsistir hasta que todo volviera a la normalidad. Y aunque todos sabemos que los alimentos se están acabando, nadie dice nada, es mejor así, se vive más tranquilo. Los niños parecen los únicos realmente felices. No entienden nada y les encanta estar con los papás todo el día en la casa. Supongo que el hecho de que todo haya coincidido con las vacaciones de verano, ha logrado que Martita (y todas las Martitas de la ciudad) no se de cuenta del verdadero estado de las cosas.

Y está la nieve de ninguna parte. Cada noche, a las diez con un minuto exacto, como un reloj bien aceitado, empieza a caer. Los niños de la capital son felices jugando en sus patios, los papás se cagan de miedo. La radio sostiene que los copos vienen de la cordillera, afectada por los golpes ultrasónicos de la detonación del pulso. Explicaron que para nosotros fue inaudible, pero que de algún modo, que soy incapaz de reproducir, produjo algún tipo de variación telúrica en las nieves eternas de los Andes. Es verdad, soy un completo ignorante en esta clase de temas, pero por favor no me pidan que me crea esa hipótesis. Es verano, continúan haciendo treinta y cinco grados a la sombra, hasta los hielos eternos de la zona central están derretidos. Hace un mes nos advertían que con el calentamiento global todo estaba seco, ahora quieren que aceptemos que había nieve en los cerros alrededor de la ciudad y que ésta, cada noche, se viene sobre Santiago con puntualidad inglesa.

Día 16

Hoy murieron todos los animales de Santiago. Cuando las cosas se fueron calmando en casa y los niños se acostaron a dormir una siesta, le dije a Leticia que iba a salir a dar una vuelta, que necesitaba averiguar si lo de los animales había sido sólo en nuestra casa o en toda la ciudad. Me pidió que tuviera cuidado y no llevara la pistola. Le di un beso corto y le prometí regresar antes de una hora, luego fui por la bicicleta y subí por Tobalaba hasta Larraín.

El panorama era desolador.

En todas las esquinas grupos de personas amontonaban cuerpos de gatos, perros, conejos y pájaros. Niños lloraban desesperados al ver sus mascotas, tiesas y sin vida, algunos se abrazaban a sus gatos y perros, como si quisieran traspasarles un poco de su propia existencia. En la puerta de una casa, una señora caía sobre sus rodillas y gritaba desesperada ante los cuerpecitos de tres poodles tan pequeños como muertos. Detuve la bicicleta y deseé tener una cámara fotográfica para captar tan patético instante. La mujer levantaba una tras otras las patitas de sus regalones y les gritaba que despertaran, que se levantara, que la comida estaba lista. Más hacia el oriente había incluso el cuerpo de un caballo tirado en medio de la calle, mientras pájaros, roedores e insectos se amontonaban en las aceras y cunetas. Me fijé que los puentes sobre el canal San Carlos estaban llenos de mirones, así que amarré la bicicleta a un árbol cercano y me asomé a ver qué sucedía. El agua sucia arrastraba cientos de animales muertos hacia el Mapocho, en su mayoría perros y gatos, pero también ratones, pájaros e incluso culebras, lagartijas, tortugas y hasta algunas iguanas, sin sumar gallinas y otras aves de corral, todas flotando de espalda, como un macabro funeral, prólogo acaso de lo que nos esperaba a nosotros. ¿Qué los había matado? La nieve, algo en el aire, ese viento caliente de la mañana. Me quedé allí un rato, viendo los cuerpos sobre el agua y contemplando como en una de las orillas del canal un niño pequeño, casi de la edad de Matías tiraba al agua una caja con cuatro hamster petrificados.

−Se van a ir al cielo, mamá –le preguntaba a la mujer que lo acompañaba.

−Si, mi amor.

−Y todos estos animales del río, también.

Una serpiente enorme, como una boa constrictor, totalmente blanca pasó estirada bajo el puente. Alguien comentó que pertenecía de un zoológico particular de la Reina, que la había visto antes de la nieve, que medía como nueve metros de cabeza a punta de la cola, mentira, no era tan grande.

Regresé a mi bicicleta y bajé por Larrain hasta Chile España. El panorama no cambiaba demasiado. Más animales muertos, más niños llorando, más abuelas desoladas por sus compañeros perdidos. Cerca de Irarrázabal con Hamburgo, una pareja de edad miraban sin pestañear una jaula con canarios en la que ya no habían canarios o al menos desde mi lugar no podían verse. La ciudad era un gigantesco responso, como si cada plaza y cada calle se hubiesen detenido a despedir a sus habitantes más pequeños. Miré hacia el San Cristóbal y tras la aguja de trescientos metros de la torre Costanera surgió la mole verde azulada del cerro, me acordé del zoológico y no fue difícil adivinar que allá arriba leones, tigres y elefantes habían corrido la misma suerte que las mascotas acá abajo.

Un funeral para brutos.

La noche en que empezó todo habían muerto las máquinas, al pasar de la quincena los animales, el día treinta y uno nos correspondería a nosotros acaso. Estaba seguro que no era él único que había hecho el cálculo.

Al cruzar la intersección de Irarrázabal con Chile España y José Pedro Alessandrí vi a mucha gente correr en dirección a Grecia. Algunos a trancos largos, otros en bicicleta y los menos en patines. Pensé que era por los animales, pero me equivoqué. Nadie parecía hacer caso de los perros, gatos, conejos y pájaros amontonados en las cunetas, bajo los plátanos orientales; algo más importante estaba sucediendo hacia el sur. Pensé en la promesa que le había hecho a Leticia, regresar en menos de una hora, pero y si era importante, si de eso dependía el bienestar de mi familia. Giré el manubrio de mi maquina y pedaleé hacia avenida Grecia, atropellando en mi camino los cuerpecitos de unos pollos amarillos, unas tortugas de tierra y miles de gorriones desparramados, pisoteados y reventados sobre el pavimento.

Sin separarme de la bicicleta conseguí meterme entre la gente para ver que era lo que miraban con tanto interés y con tanto espanto. A lo largo de Grecia, entre Alesandri y Pedro de Valdivia, hacia el Estadio Nacional, decenas de casas y edificios de departamentos habían sido quemados. Cenizas y mugre salía de ventanas rotas, llenas de tizne, otras estaban completamente en el suelo, cuidadosamente incendiadas en línea recta, como siendo parte de un plan cuidadosamente dibujado. No era un accidente, un cortocircuito no lograba esa matemática coordinación. El frontis de un templo evangélico era lo único que quedaba en una de las esquinas, la nave de la iglesia no eran más que un par de vigas quemadas, como columna vertebral del esqueleto de un desconocido animal prehistórico. No puedo decir que sentí un escalofrío pero si me sentí inquieto, nervioso, viendo de inmediato los rostros de Matías, Martita y Leticia.

−¿Qué pasó? –le pregunté a un señor que estaba a mi lado.

−Dicen que es gente que bajó de Peñalolén anoche, venían con antorchas y bidones con combustible, los mismos que reventaron un servicentro allí, en la esquina de Pedro de Valdivia.

Recordé la explosión y la columna de humo negro.

−Pero eso fue de día –le dije.

−A veces bajan de día, otras veces de noche, la gente de por acá tiene miedo y están subiendo a tomar casas en el barrio alto.

Yo vivo en el barrio alto, pensé.

−¿Y usted?

−Yo no tengo miedo, si me quieren quemar que me quemen, que podría ser peor que esto –pateo el cuerpo de una paloma que había junto a una cuneta.

−¿Y la gente de esas casas, murieron?

−Sólo los hombres.

−¿Y las mujeres?

−En que ciudad vive, hombre, que no sabe que por eso bajan, por eso queman las casas, para llevarse a las mujeres. Adultas, viejas, niñas, les sirven todas.

Leticia, Martita.

Volví a mi bicicleta y sacando todas las energías del mundo monté por Los Leones hasta Diego de Almagro y de ahí fui moviéndome hasta llegar a Pocuro con Tobalaba, mi casa. No tardé más de media hora.

Cuando entré a casa, Leticia estaba en la cocina jugando dominó con los niños. Me disculpé por la tardanza y los abracé.

−¿Qué pasa? –me preguntó Leticia.

−Nada, los quiero, sólo eso.

−¿Sólo eso?

−Si, sólo eso.

No le conté ni de los animales ni lo que había visto en avenida Grecia, de lo único que estaba seguro era que no iba a volver a dejarlos solos, de casa no volvían a moverme. Menos mencioné lo de las mujeres, sin embargo no pude ocultarlo por mucho, porque dos noches después tuve que matar a un hombre para proteger a mi familia.

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Mira y escucha también el primer capitulo de esta serie:

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