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20 de Mayo de 2020

Cuentos en cuarentena: “La venganza del taladro”, por Pepa Valenzuela

Cuando la ciudad queda en silencio, escuchamos algo que no sabemos definir bien: la quietud. Conocemos nuevos sonidos, los vecinos, y también las ausencias. Revisa un nuevo capítulo de “Cuarentena: La creatividad literaria entre cuatro paredes”.

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Un día dejó de escuchar el taladro. La construcción del edificio nuevo que levantaban frente a su ventana se había detenido y de pronto, había en el aire algo que ella desconocía: un zumbido apenas perceptible, como la señal vital que emite un refrigerador. No era silencio, sino una quietud. Habría sido capaz de nombrarla si hubiera conocido la palabra. Pero lo cierto es que no tenía en la boca un vocablo para eso. Quietud. Eso que no sabía nombrar. Eso. 

Eso le permitió distinguir otros sonidos que antes, en ese edificio en el centro de la ciudad, jamás había escuchado: los gemidos de una pareja los viernes a las 9 de la noche. El llanto de un bebé a las 12 del día y a las 4 de la tarde, sagradamente. La salsa caribeña de los vecinos del edificio del frente. Las llamadas larga distancia del tipo que vivía arriba. El llanto de una mujer que nunca supo de qué ventana venía. Todo eso se ocultaba bajo el taladro. Pero ahora el taladro ya no estaba y eso, esa quietud pasmosa que ella no sabía nombrar, le resultaba extraña, ajena y exquisita, como un amante de un país lejano al que no entiendes, pero no puedes dejar de tocar. 

A la tercera noche, decidió hacer un experimento. Tomó las dos plasticinas naranjas que cada noche introducía por sus oídos hasta el centro del cerebro y los guardó en el cajón del velador. Dormiría sin tapones. Probaría pasar la noche como los humanos que sí saben nombrar el silencio. Cuando despertó, no había martillos, vigas metálicas que se estrellaban contra el piso ni menos el taladro. Miró la hora. Era tarde. Había dormido 13 horas. Buscó el mapa en el teléfono para cercionarse de que seguía viva. Sí, ahí estaba: un punto celeste haciendo equilibrio sobre dos calles olvidadas. Ahora todos eran solo eso: un punto en el mapa y en la pantalla de un titiritero que nunca lograrían identificar. Ahora, por la emergencia, era necesario saber su ubicación y desplazamientos, les dijeron. Así en menos de 48 horas cada uno era parte de un reality de manchas celestes sobre la ciudad, en el mapa de todos los celulares. Allí estaban todos. O casi. ¿Cuál sería el punto que representaba al titiritero?

Volvió a mirar su punto celeste. Después miró alrededor suyo. Arriba vio dos puntos montados uno sobre el otro: los vecinos de los gemidos. Un punto diminuto que se deslizaba por el piso del departamento del lado: el bebé que lloraba. Tres puntos inmóviles que no tenían metros para desplazarse: los vecinos extranjeros que compartían un departamento igual de pequeño que el de ella en el piso de arriba. Uno de ellos sería el de las videollamadas, quizás los tres. En las ventanas del frente, unos puntos celestes saltarines: los caribeños de la salsa. Los imaginó bailando por el departamento descalzos, con sus zapatos desinfectados en la puerta de entrada. Volvió a mirar su calle en el mapa. Solo un par de puntos celestes que se desplazaban separados unos de otros. En la avenida prácticamente no había nadie, solo un par de puntos verdes a quienes ya había aprendido a tenerles miedo.

No alcanzó a pasar un mes, cuando dejó de escuchar el llanto del bebé al mediodía y a las 4 de la tarde. Miró por la ventana hacia el departamento. Ya no había cortinas. Observó el mapa: el diminuto punto celeste había desaparecido. Se sentó a contemplar los edificios a través de la ventana. Salpicados por aquí y por allá algunos departamentos ahora eran cajas vacías sin cortinas, colgadores de ropa ni plantas en los balcones. El zumbido del refrigerador se fue apagando de a poco. Ahora solo eran aguiluchos que sobrevolaban frente a sus narices muy temprano por la mañana, celebrando el aire limpio, la cordillera que por primera vez en su vida podía ver, quizás la retirada del taladro. Mientras volaban, lo comprobó en la pantalla del celular: los aguiluchos no eran un punto en el aire. En el cielo no había mapas y la vida libre no admitía conteos. A través del vidrio, les hizo una reverencia. 

Al mes y medio, las cajas vacías en los edificios eran el doble. En el mapa, los puntos celestes se iban separando entre sí cada día más. Un día de esos se encontró con un fantasma al final del pasillo. Estaba enfundado en varios trajes que solo le dejaban ver los ojos. Reconoció a la distancia al padre del bebé que lloraba. “Nos tuvimos que ir. Ya no podíamos pagar”, le dijo. Ella asintió en silencio. “Lo siento”, alcanzó a responderle. Entonces el fantasma apuntó con el dedo el gran terreno vacío donde después de terminar el edificio nuevo, el taladro iba a seguir construyendo antes de que se detuviera todo. “Nos bajaron el sueldo a la mitad, pero por lo menos tenemos algo”, le dijo él. “¿Y tu bebé?”. “Está bien, pero nos fuimos a una pieza los tres”. “Lo siento”, repitió ella. El fantasma agitó su mano en el aire y ella también. Cuando volvió a entrar a su departamento, aguzó el oído. El zumbido ya no estaba, solo ese sonido que no sonaba a nada. Tomó su teléfono y vio que en el mapa los puntos celestes prácticamente habían desaparecido. Los de sus vecinos caribeños del frente. Los extranjeros inmóviles de arriba. La pareja que gemía los viernes. Solo estaba el punto celeste que era ella vibrando, en la mitad de una gran caja vacía. Sintió que los aguiluchos la miraban con tristeza. Creyó que le susurraban: “Lo siento”.

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