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Opinión

2 de Junio de 2020

Columna de Pablo Ortúzar: El hambre de las dos ciudades

Cuando hablo de tomar el camino del espíritu en la lucha contra el hambre, no estoy llamando a nadie a convulsionar, sino justamente a no pretender que el Estado es la respuesta a todos nuestros problemas, como si fuera un “dios mortal”. Porque no lo es: es un servidor, no un dios. Un servidor lleno de limitaciones, puntos ciegos y problemas.

Pablo Ortúzar
Pablo Ortúzar
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Agradezco mucho la respuesta de la profesora Aïcha Liviana Messina a mi columna, y quisiera intentar responderle en estas líneas. 

Partiré por tratar de reconstruir su comentario: en su columna ella señala que la pandemia ha desplazado la política, centrando el debate público en la gestión técnica de la crisis. Y, junto con la política, la sociedad civil y los movimientos sociales han pasado a segundo plano. Ve una excepción a esto en las protestas registradas en la comuna de El Bosque. Estas protestas, destaca, son más que mera hambre. No son un “grito hambriento”, sino una demanda articulada frente al Estado que critica su gestión de la crisis. Los individuos que se manifiestan ahí no necesitan “redimir necesidades espirituales en comunidad espiritual” sino “constituirse como sujetos políticos”. 

A partir de ese punto de vista critica el mío, que describe como un llamado a la acción política, pero mediado por una respuesta espiritual al hambre que permitiría restaurar el vínculo social. Dicha postura, señala, sería “purista”, pues ve un “grito corporal” (hambre) donde hay acción política (protesta). Además, la respuesta espiritual sería inadecuada, porque se encuentra al nivel del “pánico y la emoción” que alimentan los “medios sociales”. Es decir, se encuentra en el plano emotivo, cuando lo necesario es una respuesta que vaya más allá de ese plano, alcanzando el de la racionalidad política. Por último, mi posición reemplazaría la distinción entre el “virtue signaling” de derechas e izquierdas por una distinción entre imbunchismo y nostalgia por la patria, que no daría espacio al sujeto político de la protesta, y que sería simplemente nostalgia por un paraíso perdido (lo que es “mal presagio” en política). 

Creo que la preocupación de la profesora Messina por no negar agencia política al sujeto popular amenazado por el hambre es muy importante. La negación de dicha agencia deshumaniza al pobre, convirtiéndolo en un “despojo de humanidad” -como decía la teología de la liberación en su primera etapa- que debe ser “rehumanizado” desde afuera. Esta visión elitista, en palabras del sociólogo Eduardo Valenzuela, hizo que muchos en los 60 y 70 “fueran al pobre sin encontrarse con él”, y fue criticada fuertemente por pensadores como Pedro Morandé o Alberto Methol Ferré. El actual supremacismo moral de parte de la izquierda es el heredero directo de esta visión elitista. 

Foto referencial – Agencia Uno

Sin embargo, también me parece que mi texto no cae en esa negación de agencia política al sujeto popular. Primero, porque nunca presento la necesidad de comer como un “grito corporal”. El libro “Tomen este pan” de Sara Miles, en el que baso mi razonamiento, nunca cae en eso. Messina simplemente le atribuye esa idea a partir de una rápida sucesión de saltos lógicos en referencia a un texto de Ionesco que yo ni siquiera menciono. 

El punto de Miles justamente es que alimentar y comer son fenómenos que exceden ampliamente la nutrición biológica. Por eso ella defiende la centralidad de la comida en el mensaje de Jesús. El  alimentarnos no es sólo un procedimiento de absorción de nutrientes, sino una forma de vivir juntos: una comunión que crea y sustenta una comunidad. 

Por otro lado, la pretensión de reducir lo espiritual al plano emotivo, como si se tratara de una mera convulsión o trance místico, me parece indefendible. De hecho, espero haber entendido mal esa parte del artículo de Messina. Tratar lo religioso como un arrebato de irracionalidad -tal como el pánico- es simplemente no entenderlo. 

La autoridad espiritual, además, es tremendamente política. A ella debemos, de hecho, el pluralismo, la separación de poderes y la existencia de la sociedad civil. El Dios hebreo, rey universal, único e irrepresentable, es el que desacraliza el poder político temporal y lo obliga a rendir cuentas.  Mismo Dios cuyo reino Jesús proclama como “por venir” y “ya presente”, y que permite a los cristianos reclamar la prioridad de una ciudadanía espiritual por sobre la temporal. Un reino que crece de a poco en el mundo y que pasa desapercibido, porque se construye con materiales que los poderosos de todos los partidos desprecian. No puedo concebir, entonces, la oposición entre “redimir necesidades espirituales en comunidad espiritual” y “constituirse como sujetos políticos”.

Tal como señala el filósofo español José Luis Villacaña en su libro “Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana”, la autoridad espiritual conserva un “resto” irrepresentable, irreducible al plano temporal, que inutiliza una y otra vez la demanda de autoridad total por parte de las potencias temporales. Ese “resto” es justamente el que empodera a los débiles. 

Luego, cuando yo hablo de tomar el camino del espíritu en la lucha contra el hambre, no estoy llamando a nadie a convulsionar, sino justamente a no pretender que el Estado es la respuesta a todos nuestros problemas, como si fuera un “dios mortal”. Porque no lo es: es un servidor, no un dios. Un servidor lleno de limitaciones, puntos ciegos y problemas, al que no podemos hacerle cargar pesos y responsabilidades que no puede cargar solo, para luego simplemente criticar al gobierno de turno. 

No hay, en mi opinión, nada más despolitizado que el culto al Estado implícito en la pretensión de que se haga cargo de todo. Es el retorno de la teología política imperial (tan de moda gracias a Carl Schmitt y sus seguidores de izquierda y derecha). Por lo mismo, me niego a pensar que la lucha de las facciones que se disputan la administración del Estado sea algo trascendental. En buena medida, gobernar se trata de resolver problemas prácticos, sustentando así la vida en común (y me parece que el hecho, reconocido por Messina, de que la protesta de El Bosque cuestionaba la gestión estatal de la crisis me da la razón en esto). Defiendo un punto de vista terapéutico de la política temporal, porque creo que su dimensión mesiánica y agonística es una simple farsa: una idolatría primitiva de figuritas de barro. Combatir la divinización del Estado y de las facciones que lo administran, que justamente le niega toda agencia y autoridad a las personas y sus asociaciones, es mi principal causa política, que necesariamente debe anclarse en el plano espiritual. 

No hay en mi llamado, entonces, nostalgia por una patria perdida, sino apelación a una patria compartida, que es el reino de Dios, una de cuyas manifestaciones terrenas más importantes, si seguimos la lectura que hace Miles de los evangelios, está en el alimentar. En el organizarnos para multiplicar panes y pescados, y para compartirlos en una misma mesa. Y es a partir de esa comunión que espero dar la lucha por sanar los vínculos comunitarios de este mundo (“familia, patria, Iglesia”). Nada con mal presagio, excepto para los idólatras del Estado. 


*Pablo Ortúzar es antropólogo e investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).

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