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Opinión

2 de Julio de 2020

Columna de Diana Aurenque: La natural amoralidad de un virus

La propagación y resistencia del SARS-CoV-2 no tiene que ver con una inteligencia malévola humana; sino con la propia e inherente amoralidad de la naturaleza. Que la naturaleza sea amoral no significa volverla inmoral; no se trata de comprenderla como una entidad maligna y perversa. Tampoco corresponde a algo bueno ni mucho menos perfecto.

Diana Aurenque Stephan
Diana Aurenque Stephan
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A seis meses del brote del primer caso informado de coronavirus SARS-CoV-2 en la ciudad de Wuhan, China, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que estamos lejos de controlar la pandemia. En una declaración reciente, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, dijo incluso que la Organización espera “lo peor”. Y el director no exagera; mientras ya han fallecido más de 500.000 personas por Covid-19 a nivel mundial y la tendencia a la propagación del contagio en las Américas crece, aún no contamos con tratamientos preventivos o terapéuticos apropiados. ¿Podrá la ars medica, el arte médico, salvarnos?

Cuando la pandemia en nuestro país llevaba pocas semanas, nos enteramos de que algunos medios de comunicación estadounidenses, alentados por la Casa Blanca, barajaban la hipótesis de que el detestable virus SARS-CoV-2 se había originado en el Wuhan Institute of Virology. En la actualidad, la comunidad científica entera ha rechazado enfáticamente dicha tesis -entre conspirativa e ingenua- y coinciden en que el éxito del virus no debe atribuirse a una causa artificial. Es más, el SARS-CoV-2 no habría sido producido bajo la dirección de la mente creativa y perversa de algún irresponsable científico chino, sino que sería más bien resultado de la naturaleza y de sus formas de evolucionar. Los expertos, siguiendo las enseñanzas de la teoría evolutiva de Charles Darwin, saben que los organismos son más exitosos –es decir, sobreviven y se reproducen– en la medida de que son capaces de adaptarse mejor a su medio. Cuando los organismos heredan desde sus progenitores características adaptadas al medio, estos tienen más probabilidades de sobrevivir; el coronavirus SARS-CoV-2, un virus entre otros de la familia coronavirus, parece ser más evolucionado, precisamente por adaptarse mejor al medio circundante en vez de sucumbir ante él. ¿Un mejor virus, más evolucionado y que más nos mata?

Cuando los organismos heredan desde sus progenitores características adaptadas al medio, estos tienen más probabilidades de sobrevivir; el coronavirus SARS-CoV-2, un virus entre otros de la familia coronavirus, parece ser más evolucionado, precisamente por adaptarse mejor al medio circundante en vez de sucumbir ante él. ¿Un mejor virus, más evolucionado y que más nos mata?

La propagación y resistencia del SARS-CoV-2 no tiene que ver con una inteligencia malévola humana; sino con la propia e inherente amoralidad de la naturaleza. Que la naturaleza sea amoral no significa volverla inmoral; no se trata de comprenderla como una entidad maligna y perversa -como por ejemplo fue sostenido durante siglos por la tradición judeocristiana-. Según el relato bíblico, recordaremos, antes del pecado original la naturaleza no constituía un peligro para nosotros; por el contrario, en el paraíso habitaban todas las bestias, también el ser humano, en armonía. Como resultado del pecado original se rompe la hermandad originaria entre el humano y toda la naturaleza; desde aquel entonces, no haya su morada en la madre tierra, donde es condenado a la finitud, a la enfermedad y a la muerte, sino en un más allá acompañado de un Dios padre celestial. La visión de la naturaleza como ocasión de depravación e inmoralidad es conocida, así como los efectos devastadores para nuestros pueblos y culturas ancestrales que profesaban una visión positiva de la naturaleza.

Sin embargo, y para ser justos con la amoralidad de la naturaleza, ella tampoco corresponde a algo bueno ni mucho menos perfecto como consideran muchos saberes ancestrales regionales o de otras latitudes. La romantización de la naturaleza como una entidad sabia corresponde a una cosmovisión que desconoce a Darwin y su teoría de la evolución. Con el desarrollo de la teoría de la evolución se establece que en la naturaleza no se trata de la reproducción fija de sí misma ni tampoco de la realización de un telos, de una meta interna, sino de la preservación de los organismos a través de una serie de mutaciones que son siempre aleatorias. Esto quiere decir que los cambios en los organismos vivos no persiguen un plan, una razón o un propósito determinado para el organismo mismo, sino que la naturaleza simplemente experimenta en diversos ejemplares de forma azarosa. Por lo tanto, nada en la naturaleza es necesario ni guarda un valor en sí mismo; todo ser natural cambia sin plan trazado a priori. 

Sin embargo, y para ser justos con la amoralidad de la naturaleza, ella tampoco corresponde a algo bueno ni mucho menos perfecto como consideran muchos saberes ancestrales regionales o de otras latitudes. La romantización de la naturaleza como una entidad sabia corresponde a una cosmovisión que desconoce a Darwin y su teoría de la evolución.

Debido a que la naturaleza no demuestra ni perfección ni sabiduría, su moralización es incorrecta: ella no es buena ni mala; sino que está más allá del bien y del mal. La pandemia debería ser ocasión para recordar la relación entre naturaleza, técnica y ética. Pues si bien intuyo que pocos se atreverían a sostener que el organismo SARS-CoV-2 es algo bueno y benévolo; quizás un número importante de personas concordarían, por el contrario, en denominarlo un virus malévolo. Pero lo anterior, sería tan incorrecto como decir de un árbol que da peras, que es bueno que dé peras. Los organismos naturales, desde los más inferiores a los más complejos mamíferos y homínidos, tenemos propiedades y cualidades que nos describen, dicen lo que somos, pero de aquella descripción no se sigue obligatoriedad. Ya David Hume, el filósofo escocés, puntualizó la falacia de mezclar asuntos descriptivos con juicios normativos. Pero incluso hoy, con todo lo que sabemos, olvidamos demasiado rápido a Hume y también a Darwin, y en diversos temas de interés para la opinión pública se recurre a un presunto valor normativo de la naturaleza; ejemplos hay muchos: quienes rechazan la asistencia técnico-médica de la reproducción y abogan por la fecundación y embarazo “natural”, quienes sostienen que las familias deben formarse por parejas heterosexuales porque es la forma “natural” de procrear, o quienes abogan que la muerte ocurra de forma “natural” negando así la oportunidad de adelantarla en casos de sufrimiento extremo. Todos estos casos argumentan en virtud de la moralidad de lo “natural” como punto de inflexión para nuestro actuar y son, como vemos, pésimos argumentos. Pues que algo sea natural sólo dice eso, que es natural, no que debe serlo.

Debido a que la naturaleza no demuestra ni perfección ni sabiduría, su moralización es incorrecta: ella no es buena ni mala; sino que está más allá del bien y del mal. La pandemia debería ser ocasión para recordar la relación entre naturaleza, técnica y ética.

En el fondo se olvida lo central. Entre naturaleza y técnica devenimos humanos; a través del desarrollo cultural y técnico compensamos falencias o desavenencias que nos trae la naturaleza -y no hay nada blasfemo en ello-. La historia de la medicina y de la ciencia, de la filosofía y del arte, así como de la humanidad entera, representa nuestro propio intento por proveernos de un lugar propio, con reglas éticas y políticas consensuadas, en medio de una naturaleza que no se orienta a ética o política alguna. A través de la razón, de nuestro ser cultural, configuramos y trasformamos la naturaleza para volverla realmente un mundo humano; un mundo donde la técnica por sí sola jamás podrá salvarnos, y por cierto puede también peligrarnos; pero sí podemos intentar usarla con responsabilidad para proteger lo que la naturaleza misma no sabe ni puede proteger: a cada uno de nosotros frente a un virus exitoso evolutivamente.

La historia de la medicina y de la ciencia, de la filosofía y del arte, así como de la humanidad entera, representa nuestro propio intento por proveernos de un lugar propio, con reglas éticas y políticas consensuadas, en medio de una naturaleza que no se orienta a ética o política alguna.

*Diana Aurenque es filósofa, académica de la Universidad de Santiago (USACH).

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