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Opinión

15 de Julio de 2020

Columna de Diana Aurenque: Cuando la vigilancia gobierna la vida

Sin pretender desestimar o contradecir lo que hasta ahora se sabe con evidencia científica, a saber: que la mejor forma de evitar los contagios es restringiendo el contacto social y, por tanto, toda exposición social es ya un riesgo, hay algo en la nueva tipificación del chileno infractor “porfiado” que debería alertarnos.

Diana Aurenque Stephan
Diana Aurenque Stephan
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Mientras que en un comienzo de la pandemia el gobierno culpabilizó a los infractores de cuarentena y los tildó de irresponsables, con el paso de los días, ante la evidencia de que cientos de familias chilenas no abandonaban sus hogares por gusto, sino por necesidad y hambre, se vio obligado a cambiar el discurso. Pero el cambio es más bien leve. Si antes todo infractor era acusado de ser un micro criminal sanitario, que ponía en peligro la vida de todos y en especial de nuestros adultos mayores, hoy, asumida finalmente la vulnerabilidad socioeconómica extrema en la que está inmersa un porcentaje importante de la población, se diferencia entre el desobediente por necesidad y el transgresor por pasatiempo.

Desde hace semanas, distintos noticiarios y matinales denuncian una serie de actos de irresponsabilidad y porfía cívica durante la cuarentena. Entre ellas cuentan fiestas clandestinas, moteles funcionando con normalidad, asados en zonas comunes, gimnasios e incluso jardines infantiles abiertos. Por supuesto, todas estas situaciones encuentran un extendido rechazo público, en cuanto interfieren con las medidas de confinamiento y aislamiento social reconocidas como asuntos claves para impedir el contagio del Sars-Cov-2. Y no cabe duda de que para muchos, sobre todo para quienes han (y hemos) intentando respetar al máximo la cuarentena, privándonos de muchas cosas (también esenciales) con el fin de contribuir en aplanar la curva de contagios, enterarnos de estas infracciones resulta irritante y obtiene repudio inmediato. Pero, sin pretender desestimar o contradecir lo que hasta ahora se sabe con evidencia científica, a saber: que la mejor forma de evitar los contagios es restringiendo el contacto social y, por tanto, toda exposición social es ya un riesgo, hay algo en la nueva tipificación del chileno infractor “porfiado” que debería alertarnos. 

“(…) El imperativo sanitario no puede convertirse en una justificación de la normación y vigilancia permanente de nuestra vida privada”.

Pues, este nuevo estereotipo insurrecto, el infractor “desobediente” o “porfiado”, tiene desde luego su antípoda, su contraparte, el protector de la acción acertada, del orden y de la disciplina: Carabineros de Chile, apoyada también por agentes de seguridad comunales. El guion favorito de la programación televisiva matutina hoy deambula, en gran medida, ente los chascarros de porfiados nacionales y/o extranjeros, y la acción de control razonable y de buen tono por parte de agentes del Estado. Reitero que realizar fiestas clandestinas en plena cuarentena no se justifica y representa desde luego un peligro para la salud pública. Sin embargo, aquello debe mantener las proporciones del caso y evitar a toda costa extenderse a una normalización de la sobre-moralización de la vida. O dicho en otros términos, el imperativo sanitario no puede convertirse en una justificación de la normación y vigilancia permanente de nuestra vida privada.

¿Quién puede exigirnos que, luego de que toda nuestra vida fue puesta de cabeza, desarticulada de las rutinas que la sostenían habitualmente, obligados a trabajar con normalidad -como si fuera lo único permanente en este mar de incertidumbres -, en tiempos donde sabemos que la normalidad se desvaneció completamente y sin ningún pronóstico de prosperidad futura, nos comportemos con la excelencia moral de un monje?

No cabe duda, insisto, que en momentos donde vivimos una de las cuarentenas más prolongadas a nivel global, se condenen acciones que vayan en contra o pongan en riesgo el bien común. No obstante, da la impresión de que vale lo mismo la infracción “desobediente” de una fiesta clandestina con fines comerciales (claramente inaceptable) de una celebración en el seno del grupo familiar, que habita la misma vivienda y decide, un fin de semana, hacer un asado y poner algo de música. ¿Son ambos casos equivalentes? Claramente no lo es. Y lo mismo sería el caso de una persona que vive sola, que afortunadamente puede trabajar desde su casa, pero que, al igual que los demás, sigue estando encerrada, sometida al estrés permanente de realizar tareas laborales, parentales y del hogar conjuntamente, sin contar literalmente con espacios de esparcimiento social ni mucho menos geográficos, ¿se le puede tildar de “irresponsable” por escuchar su disco preferido, subir el volumen e incluso bailar frente al espejo por unas horas de un viernes o sábado por la noche? ¿Cómo es posible que se espere, sensatamente, que eliminemos de nuestra vida privada las pocas cosas que nos dan libertad? ¿Quién puede exigirnos que, luego de que toda nuestra vida fue puesta de cabeza, desarticulada de las rutinas que la sostenían habitualmente, obligados a trabajar con normalidad -como si fuera lo único permanente en este mar de incertidumbres -, en tiempos donde sabemos que la normalidad se desvaneció completamente y sin ningún pronóstico de prosperidad futura, nos comportemos con la excelencia moral de un monje?

” Si los rituales son instancias que proporcionan seguridad y una sensación de refugio en una sociedad, ¿podemos permitir que el mandato sanitario sobre-moralice nuestras vidas y temamos subir el volumen por miedo a los vecinos, antes amables y hoy extensiones de la vigilancia policial?“.

Desde que los pueblos tienen memoria y dan reconocimiento a su historia, estos dan lugar a distintos ritos que posicionan emociones y sentimientos individuales como cuestiones colectivas; hay ritos de celebración y de alegría, pero también para el dolor y sobre todo para el cambio. Hemos visto con desgarro que la pandemia ha obligado a interrumpir los ritos fúnebres; ceremonias que despiden socialmente a los fallecidos, y van en apoyo socio-afectivo, a veces también económico, de quienes viven el duelo. Ya la muerte ha perdido su ritualidad colectiva y parece ser una cuestión más solitaria que nunca. También los matrimonios y otras ceremonias, religiosas o no, han sido  pospuestas o normadas bajo nuevos protocolos sanitarios; con justa razón, desde luego. Pero ¿qué pasa con tantos otros rituales que sostienen y estabilizan la existencia y que están vinculados al afecto y al relajo? 

Los rituales, sabemos, nos dan seguridad porque transmiten la sensación de control. En tiempos tan inciertos como los actuales, necesitamos con urgencia realizar rituales que nos ayudan a hacerle frente; a mantener la salud mental de la que tanto se habla. ¿Qué pasa con la cumpleañera que sube los decibeles del altavoz, abre una botella de vino y baila vía zoom con sus amigas/os hasta la madrugada del día siguiente? Si los rituales son instancias que proporcionan seguridad y una sensación de refugio en una sociedad, ¿podemos permitir que el mandato sanitario sobre-moralice nuestras vidas y temamos subir el volumen por miedo a los vecinos, antes amables y hoy extensiones de la vigilancia policial?

No seamos ingenuos: una cosa es detectar las transgresiones de las normas sanitarias individuales y denunciarlas, y otra cosa es encubrir el mal manejo gubernamental que se ha tenido de la pandemia bajo estereotipos moralizantes que buscan poner bajo sospecha la vida privada de las personas. Ni los vecinos deberían comprenderse como colaboradores del orden y de carabineros, ni Carabineros de Chile debería ser heroizado abiertamente por tantos programas de la televisión chilena. En vez de ello, precisamente los medios de comunicación en su tarea de contribuir a la construcción de una opinión pública no pueden olvidar que Carabineros de Chile tras las denuncias de violación a los DDHH, es una institución que está aún en deuda de ser re-estructurada profundamente. La pandemia no justifica el olvido de los grandes temas pendientes en nuestro país, que son muchísimos; ni tampoco valida la vigilancia y regulación total de nuestra vida privada por quienes, teniendo la responsabilidad mayor de dirección, infringen sus propias normas y son los únicos que pueden tener vida privada y recreación. ¿O será que el Presidente es el único facultado para ser humano, comprar vino y celebrar, y nosotros no?

¿O será que el Presidente es el único facultado para ser humano, comprar vino y celebrar, y nosotros no?“.

*Diana Aurenque es filósofa, académica de la Universidad de Santiago (USACH).

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