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Opinión

24 de Julio de 2020

Una nueva Constitución es más que desarmar cerrojos

Créditos: flickr.com/archer10

La nueva Constitución sólo podrá abrir paso a la superación del “orden público neoliberal” si afirma explícitamente la inauguración de una nueva etapa en la vida social y económica del país, donde sea la política democrática la esfera legítima de resolución de las diferencias de intereses, y de formulación de orientaciones sobre el desarrollo económico.

Carlos Ruiz y Francisco Arellano / Fundación Nodo XXI
Carlos Ruiz y Francisco Arellano / Fundación Nodo XXI
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Chile atraviesa un tiempo de agudas tensiones sociales. Son conflictos que surgen desde las formas que adopta el crecimiento económico y la modernización neoliberal que ya arrastra casi medio siglo. Un rasgo central de esa experiencia ha sido la invalidación de la política como esfera de resolución legítima de los conflictos de intereses en la sociedad y su reducción a la administración de un orden heredado y no deliberado de cosas. Tras la desarticulación violenta de las antiguas fuerzas populares, las reformas que siguieron, proyectaron un entramado jurídico impermeable a todo interés social distinto de aquel del gran empresariado. La llegada de la democracia no aspiró a revertir esta situación. Al contrario, al desarme legal de sindicatos, juntas de vecinos y gremios de empleados, se sumó la consolidación de las mutaciones sociales que iniciaron las reformas de los años ochenta, alimentando una ensoñación elitaria de una democracia política sin sociedad.

Nada tiene de extraño la enorme dificultad de resolución democrática que enfrentan las tensiones sociales actuales. El pueblo que emerge de las mutaciones neoliberales, de 2006 en adelante, no tuvo más opción que el desborde de esa sordera política que lo niega, y asaltar la calle para hacerse oír.

Es que la supresión de la política democrática y su reemplazo por el mercado anida en el centro del ideario neoliberal, que busca plantar al consumidor en el lugar del ciudadano. La glorificación de los precios como pináculo de la expresión de las preferencias de los individuos, izaba a los tecnócratas en lugar de la aspiración representativa y la deliberación pública. Los asuntos públicos se presentaban como problemas técnicos, cubriendo su carácter político y vetando a la ciudadanía de su deliberación. La sumisión a este esquema del llamado “progresismo” terminó de desbancar la democratización social y política del ideario de izquierda.

Nada tiene de extraño la enorme dificultad de resolución democrática que enfrentan las tensiones sociales actuales. El pueblo que emerge de las mutaciones neoliberales, de 2006 en adelante, no tuvo más opción que el desborde de esa sordera política que lo niega, y asaltar la calle para hacerse oír.

El proceso constituyente, abierto en las calles, plantea una posibilidad de cambio inédita en este panorama. No es una posibilidad llena de garantías; éstas últimas habrá que conquistarlas una a una, para la inclusión de las aspiraciones populares en el proceso constituyente. El abismo entre política y sociedad fraguado todos estos años sigue latente. De ahí que el horizonte de transformaciones sociales y económicas requiera de empujar la ampliación misma de las condiciones democráticas para poder avanzar, una apertura de la esfera política al debate de distintas opciones de desarrollo y de sociedad. 

Desde este modo, el desafío constitucional es más que desarmar “cerrojos” y “trampas” que sobreviven de la Constitución de 1980. Esos mecanismos institucionales destinados a impedir el desarrollo de una esfera política democrática, como quórums supramayoritarios, la función preventiva del Tribunal Constitucional y otros bloqueos a las mayorías parlamentarias, deben ser removidos sin duda. Pero ello está aún lejos de superar la forma activa -y no sólo coercitiva- con que el actual ordenamiento jurídico neutraliza la soberanía democrática.

El marco de interpretación de la Constitución evita con no menos eficacia un avance democratizador. Gran parte del contenido neoliberal de la Constitución reside en las leyes constitucionales que la complementan, y la interpretación que se hace de ellas, apuntada a un “orden público económico” de carácter subsidiario. Por esto, una nueva Constitución no puede ser “neutra” o “mínima” en términos del modelo de desarrollo o el papel del Estado en la economía. Esa ambigüedad no cierra el paso a futuras interpretaciones que apelen a sentencias o doctrinas orientadas como sostén del orden neoliberal.

Desde este modo, el desafío constitucional es más que desarmar “cerrojos” y “trampas” que sobreviven de la Constitución de 1980. Esos mecanismos institucionales destinados a impedir el desarrollo de una esfera política democrática, como quórums supramayoritarios, la función preventiva del Tribunal Constitucional y otros bloqueos a las mayorías parlamentarias, deben ser removidos sin duda. Pero ello está aún lejos de superar la forma activa -y no sólo coercitiva- con que el actual ordenamiento jurídico neutraliza la soberanía democrática.

La nueva Constitución solo podrá abrir paso a la superación de dicho “orden público neoliberal” si afirma explícitamente la inauguración de una nueva etapa en la vida social y económica del país, donde sea la política democrática la esfera legítima de resolución de las diferencias de intereses, y de formulación de orientaciones sobre el desarrollo económico.

El extremo presidencialismo de la Constitución actual que somete al sistema de partidos y limita la representación de intereses populares, agudiza el abismo entre política y sociedad y hoy llega al desastre bajo una presidencia paralizada y obtusa. El presidencialismo, entonces, sólo puede entenderse como parte de este entramado despolitizante. Pero ya la ausencia de grandes mayorías políticas, por décadas arrastrada en escuálido apoyo electoral, sin distinción, a las fórmulas políticas de la transición, reclama la ampliación de la representación y la participación política que permita superar la larga crisis de liderazgo. La promoción de la agrupación social y política de intereses y la ampliación de su representación y participación choca con el restrictivo presidencialismo al que se acomodaron las élites civiles en los últimos 30 años. 

El extremo presidencialismo de la Constitución actual que somete al sistema de partidos y limita la representación de intereses populares, agudiza el abismo entre política y sociedad y hoy llega al desastre bajo una presidencia paralizada y obtusa.

Las posibilidades de agrupación de intereses, aparte de su representación institucional, son profundamente desiguales: no todos los grupos de la sociedad tienen la misma voz en la vida nacional. De esa desigualdad no se habla. Pero es determinante en la dispar capacidad de incidir en las decisiones estatales. Es una desigualdad de empresarios y trabajadores ante el Estado impuesta legalmente, no remite a mérito alguno de los primeros, por más que apelen a “expertos” cortesanos para torcer sus intereses particulares en un pretendido interés general. Una democratización del acceso al Estado y de involucramiento de la ciudadanía en su gestión y administración es insoslayable para inaugurar transformaciones efectivas.

El momento constituyente en curso plantea enormes desafíos políticos. No hay recetas mecánicas para las demandas que estallaron en octubre y seguir apelando, como ha sucedido en estas décadas, a la representación pasiva y delegativa, ya ni siquiera da para promesa. El problema de la democracia, de su ampliación hasta incluir intereses populares que hasta hoy ha rechazado, tiene que estar en el centro del cambio constitucional.

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