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Reportajes

30 de Julio de 2020

9 historias: Cuando acompañar la muerte es honrar la vida

Créditos: Imágenes cedidas por Susana Muñoz

Mi trabajo es acompañar a enfermos de cáncer avanzado en su camino a la muerte inminente. Asistirlos a ellos y a sus familiares. Ahora me ha tocado estar con quienes fallecen por Covid-19. Pero la pandemia lo cambió todo, o casi todo: sigo acompañando a personas en el fin de sus vidas, pero el espacio físico y los tiempos son otros.

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Los acompaño a vivir hasta que mueren. 

Quienes estamos junto a las personas en fin de vida buscamos aliviarles el sufrimiento y mejorar su calidad de vida, procurando no sólo el alivio de sus síntomas físicos sino también su bienestar emocional y espiritual. En su camino hacia la muerte inminente, les acompaño a repasar los fragmentos más significativos de su vida, a cerrar situaciones inconclusas, a enfrentarse a la rabia, a la impotencia, a sus miedos y angustias, a perdonar y perdonarse, a transmitir a otros lo que les es importante, a cumplir un último deseo, a buscar el sentido -y a veces no encontrarlo-, a despedirse…

Soy psicóloga, psicooncóloga paliativista. Trabajo en la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Sótero del Río, donde atendemos a personas con cáncer avanzado y a sus familias. Mi jornada transcurre entre el policlínico de pacientes ambulatorios, las visitas domiciliarias en equipo, la atención a pacientes hospitalizados y los talleres de duelo. 

La pandemia, sin embargo, lo cambió todo. O casi todo. Sigo acompañando a personas en fin de vida y a quienes les rodean, pero el espacio físico y los tiempos son otros.

Hoy no existe una agenda predeterminada. Nos enfrentamos a una jornada desconocida en términos del trabajo y del impacto emocional que tiene. Vamos recibiendo interconsultas y llamados desde distintas unidades del Hospital -por estos meses, la mayoría transformadas en “salas Covid”-, que nos piden visitar a algún paciente en sus últimos días, contactar a familiares para que se acerquen a despedirse porque quedan pocas horas, comunicar un fallecimiento o hacer alguna otra intervención en crisis.

El virus no da espacio a la adaptación. A diferencia de un diagnóstico de cáncer sin posibilidad de curación, el Covid-19 evoluciona de forma incierta y dificulta la posibilidad de visualizar el camino a recorrer. Eso significa que muchas veces el acompañamiento se limita a un solo encuentro, y no nos da tiempo para apoyar el tránsito a lo que viene. Desde esa perspectiva, esperamos duelos que pueden complicarse en el futuro.

En ocasiones, aunque hagamos todo lo posible, tenemos que aceptar que no llegamos a tiempo. Evolución tórpida y empeoramiento repentino nos juegan en contra. Entonces inevitablemente aparece la frustración por lo que no pudimos hacer. La sensación de que no fue suficiente. Que una persona dejó de existir en soledad, que quienes le amaban no pudieron despedirse ni recibir la contención que necesitaban, que no pudimos acompañar con dignidad ese momento. Porque morir dignamente no es sólo morir sin ensañamiento terapéutico, dejando de lado el empleo de medios desproporcionados y extraordinarios para mantener la vida, sino también aliviar el sufrimiento a través del acompañamiento compasivo, y con ello, brindar contención y apoyo emocional a su entorno. 

Mi trabajo ha cambiado. Pero no su esencia. Eso es lo que le confiere valor y le da sentido.

I.

Este viernes es intenso en el Hospital. Física y emocionalmente.

Tengo el privilegio de visitar a pacientes oncológicos Covid (+) en fin de vida. Seres humanos tan distintos entre sí, con su historia de vida particular, que comparten a lo largo de nuestro encuentro recuerdos y momentos significativos de su biografía, que en su relato expresan sus preocupaciones y temores, que transmiten su impotencia, que lloran por dejar a sus seres queridos…

Juan tiene 63 años, ingresó por una neumonía y aún no recibe el resultado de su examen PCR. Pero el estudio de su sintomatología hoy lo tiene a la espera de una biopsia que podría indicar metástasis pulmonares de un cáncer primario de colon. No es evidente saber si sus síntomas responden a las metástasis o a un posible diagnóstico de Covid (+). Para la doctora a cargo, sin embargo, es muy posible que estemos frente a un diagnóstico oncológico en etapa avanzada. Él lidia como mejor puede con la incertidumbre. 

“En ocasiones, aunque hagamos todo lo posible, tenemos que aceptar que no llegamos a tiempo. Evolución tórpida y empeoramiento repentino nos juegan en contra. Entonces inevitablemente aparece la frustración por lo que no pudimos hacer. La sensación de que no fue suficiente. Que una persona dejó de existir en soledad, que quienes le amaban no pudieron despedirse ni recibir la contención que necesitaban, que no pudimos acompañar con dignidad ese momento”.

Es soltero y no tiene hijos. Me cuenta que sus padres fallecieron hace casi 40 años en un accidente, que él se hizo cargo de sus hermanos menores y luego siguió apoyándolos con la educación de sus sobrinos. Expresa con una sonrisa que eso lo ha transformado en “el regalón”, el tío querido por todos, el querendón y buena onda. Reconoce que se siente orgulloso de lo que ha construido y que hoy le preocupa dejar a su familia, de la que es un pilar fundamental. Me nombra a Martín y a Magdalena como si yo los conociera. Son los dos que aún no han terminado el colegio. Le brillan los ojos al hablar de Francisca, la menor, con una enfermedad autoinmune y los gastos médicos que ello conlleva. Ella es quien más le preocupa. Sus miradas, que a veces se dirigen hacia mí pero casi siempre al infinito (el techo blanco), transmiten amor a raudales en un cuerpo que por un instante deja de parecer enfermo.

Y yo ahí, entre mascarilla N95, antiparras y trajes plásticos para cubrirme de pies a cabeza, sintiendo -sólo en alguna medida- lo que viven diariamente los compañeros de la primera línea que están en turnos de 12 ó 24 horas en las UCI y en las salas Covid. 

Complejo atuendo para acompañar a otro en momentos trascendentales de su existencia. Difícil transmitir cercanía. Me encontré pidiendo disculpas a Juan por tomarle la mano y hacerle cariño con mis manos cubiertas por guantes de látex.  Me respondió que me sentía cerca y lo agradeció. La mirada compasiva se hizo más significativa que nunca.

Salgo del hospital agotada. Pero también agradecida y con una profunda sensación de trascendencia ante esos encuentros tan llenos de sentido.

Vuelvo el lunes al hospital; mi jornada empieza visitando a Juan. La biopsia confirmó cáncer avanzado. En pocos días su cuerpo se ha debilitado enormemente, está caquéctico, sin fuerzas. Me pide que contacte a uno de sus hermanos para “entregar el mando”. Se conecta espiritualmente con ese sentido de trascendencia que de alguna manera le da sentido a su vida toda. Esa misma tarde hacemos la visita. Mientras caminamos hacia el block central del hospital, Eduardo -el hermano- va cabizbajo y en silencio. De pronto levanta la mirada y me dice: “Físicamente no está sufriendo, ¿verdad?” Le explico que se están priorizando las medidas de confort, que está recibiendo lo necesario para no sentir dolor y aliviar su sensación de ahogo. Mi respuesta parece tranquilizarlo. Y sin necesidad de explicitarlo yo, me dice que sabe que lo demás depende en parte de él: de cómo logre transmitirle “que todo va a estar bien, que yo me haré cargo de lo que más le preocupa…” 

Los dejo conversar a solas. Observo desde la puerta y siento la emoción que se respira en ese encuentro. Me acerco con respeto para darle un cierre a ese momento. No es fácil interrumpir ese espacio de intimidad. Eduardo sostiene la mano de su hermano entre las suyas y hace el gesto de apretarlas con fuerza, como si algo se sellara. Juan me mira con esos ojos que me conquistaron la primera vez y pronuncia: “Misión cumplida”.  

Moriría dos días después.

II.  

Esta semana es distinta. Algo cambia. Echamos a andar nuestro nuevo plan de contingencia. Hay más contagios, más muertes, más despedidas; pero también menos muerte en soledad. Menos incertidumbre. Menos angustia por la distancia. Y pasa porque estamos ahí. Porque estamos convencidos de que cada encuentro vale tanto. Quisiéramos que fueran más, pero sabemos que cada uno es todo para quienes pueden acercarse.

Ni sus hijas ni yo lo esperábamos. José moriría minutos después de que una le tomara la mano, mientras la otra acariciaba su cabeza. Vendría el llanto, por un segundo la incredulidad, y luego la belleza de ese momento lo inundaría todo. 

Al ver a su padre, ya desconectado del mundo, Paula me pregunta si puede sacar su celular del bolsillo para ponerle música. Le explico que no, por el riesgo de contagio. Le ofrezco hacerlo con el mío (cubierto de alusaplas y que desinfecto minuciosamente al volver a la Unidad). Me pide que busque el Himno de la Alegría de Beethoven. No puedo evitar mis ojos de sorpresa. Me cuenta que con sus hermanas la cantaban en el coro del colegio, y que su papá lo recordaba siempre con emoción. Al buscar, lo primero que me aparece es una maravillosa versión de la Orquesta Filarmónica de Rotterdam grabada en cuarentena. Pensé que José seguramente no conocía los Países Bajos y no había escuchado jamás una orquesta como ésa, pero sin darle más vueltas pongo play y empiezan a sonar los primeros acordes. La emoción me inunda toda, y puedo percibir lo mismo en esas hijas a la orilla de la cama acompañando a su padre moribundo.

Para ellas se devela todo el sentido. Construyen un significado que las acompañará siempre: su padre esperó a que llegaran para sentirlas a su lado antes de partir. Mariela me mira a los ojos y esboza con timidez: “Qué bonito…” No digo nada. Una mirada cómplice, contenedora, y el gesto de un abrazo que no puedo dar me sirven para acompañar ese momento sublime.

Gladys perdió a su madre hace una semana hospitalizada por Covid-19. No pudo despedirse. Hoy la contactamos para visitar a su padre. Pedro vive sus últimos días entre el Alzheimer y los síntomas por el coronavirus. Gladys quiere verlo. Agradece que esta vez no le pase como con su madre. 

La recibo en la Unidad mientras esperamos a Álvaro, colega psicólogo con el que estamos trabajando en la contingencia y que la acompañará en la visita. Gladys y su esposo no dejan de hablar de lo difícil que fue y sigue siendo no haber podido decir adiós a su mamá. Tratan de transmitirme el dolor que significa haberla dejado tres semanas antes en la Urgencia con apremio respiratorio -“pero seguía siendo ella”, dicen-; luego recibir noticias suyas sólo a través del llamado de algún médico y reencontrarse con ella días después en una bolsa cerrada, sin posibilidad de darle una despedida “como mi mami se merecía”, precisa Gladys.

“Para ellas se devela todo el sentido. Construyen un significado que las acompañará siempre: su padre esperó a que llegaran para sentirlas a su lado antes de partir. Mariela me mira a los ojos y esboza con timidez: “Qué bonito…” No digo nada”.

Vuelvo a conversar con ella después de la visita. Viene con los ojos vidriosos, pero su rostro es otro, inspira serenidad. El hombre que llevaba días desconectado del mundo, volvió a conectarse al escuchar la voz de su hija. La reconoció, la llamó por su nombre y preguntó por su familia. Lloraron juntos. Un “momento mágico” que, según sus propias palabras, le permitió a Gladys reparar de alguna forma la pérdida de su madre y esa despedida que hasta hace unas horas parecía inconclusa: “Siento que a través de mi papá al fin pude despedirme y dejar partir a mi mamá…” 

Álvaro no puede disimular su impresión. Comenta que las veces que había visto al paciente en días anteriores lo encontró agitado, desorientado, sin poder hilar una frase. “Fue conmovedor”, me dice; mientras relata los detalles de ese momento que llevó a dos médicos y una enfermera a asomarse bajo el umbral de la puerta para presenciar aquella escena en que Pedro parecía otro. Mientras lo escucho, recuerdo a la Anita, la primera paciente que visité en Concepción en su mediagua a la orilla del río, y el impacto emocional que esa experiencia me provocó. Aunque han pasado veinte años, me hizo bien reafirmar que, como Álvaro -bastante más joven que yo y con dos años de trabajo en cuidados paliativos-, me sigo sorprendiendo ante la belleza indescriptible de esos momentos que nos regala este trabajo.  

III.

Me llama el doctor Cavagnaro para pedirme “ayuda con una despedida”. Ismael ingresó al hospital hace veinte días. Además de la neumonía por Covid (+) tiene antecedentes de hipertensión e insuficiencia renal crónica. El doctor me cuenta que ha estado en permanente contacto con su esposa, y que ella está al tanto de su condición y pronóstico. 

Por lo que me explica, no tenemos demasiado tiempo. Me comunico con Erminia y acordamos juntarnos en una hora. Vendrá con Margarita, su hija menor. Las espero a la entrada del edificio de Pediatría, que también funciona como área Covid. Betzabé, la hija mayor, está perdida bajo la lluvia y voy a su encuentro.

Al entrar, nos reciben el doctor y Muriel, la enfermera. Él les explica de manera pausada y amorosa la condición del paciente, para que sepan con qué se van a encontrar. Muriel las acompaña a vestirse con los elementos de protección personal (EPP) y las educa en el protocolo básico para evitar contagios.  

Ismael está conectado a ventilación mecánica. El doctor las hace pasar primero para que lo vean boca abajo, y les explica que luego, al darlo vuelta, su corazón poco a poco dejará de latir. 

Su esposa y sus hijas se acercan y lo acarician. Margarita lo acompaña con cánticos religiosos en voz baja. Betzabé llora con angustia y le transmite con palabras cuánto lo ama. Erminia intenta mantener la calma y contenerlas. La enfermera observa al lado de ellas, atenta a cualquier necesidad. El doctor Cavagnaro se pasea mirando el monitor, de una forma que me transmite una mezcla de temple y confianza mientras hace su trabajo. Se acerca a su paciente con ternura y le hace cariño en la espalda. Me siento emocionada y algo sorprendida. 

Lo van a dar vuelta. El doctor le cuenta a su familia que lo harán con todo el cuidado necesario para no incomodarlo ni causarle daño. Les explica además que verán su cara edematosa y algunas heridas en su rostro producto de la posición y de los implementos invasivos como el tubo, la mascarilla y las vías venosas. Luego pide que nos retiremos.

Esperamos cerca de la puerta. Me cuentan que llegaron desde Colombia hace cinco años, que profesan el cristianismo evangélico, que Ismael es contador, pero que en Chile instaló un minimarket para ganarse la vida. La madre se enorgullece de sus dos hijas profesionales, una abogada y la otra profesora, y habla del esfuerzo de su marido para sacar adelante a su familia. Se refieren a él como “el mejor hombre del mundo”, y comentan lo difícil que será también para sus nietos.

Dicen sentirse “como en una película”, aunque parecen muy conectadas con lo que ahora mismo están viviendo. En esos minutos abordamos lo significativo de agradecerle y dejarlo partir. Hablamos del oído y del tacto como los últimos sentidos que desaparecen, y cómo podían transmitirle su amor inmenso a través de ellos aunque Ismael no respondiera. 

Volvemos a acercarnos. Ellas lo acarician y le toman las manos. Rezos, expresiones de amor y gratitud inundan el espacio alrededor de su cama. Erminia se da el tiempo de agradecernos por permitirles despedirse de esa manera. Valora lo que tantos otros no han podido vivir. El reloj avanza y nadie hace gestos de tener que retirarnos. Me acerco al doctor y le pido que me avise cuando tengamos que salir; que me haré cargo de contener el momento y apoyarlas. Me responde que esperemos a que Ismael fallezca, que no hay razón para separarlos antes. Sonrío por dentro, me acerco a cada una y pongo mi mano sobre sus hombros. Hay una profunda sensación de paz.

IV.

Ayudar a los familiares a vestirse es todo un ritual. No pensé en eso a principios de abril, cuando inicié la campaña para comprar Elementos de Protección Personal (EPP). A partir de las informaciones que llegaban desde Europa y las imágenes que nos conmovían de enfermos conectándose por videollamadas con sus seres queridos, se me apareció la muerte en soledad, las despedidas sin contacto físico, la complejidad de los duelos que vienen. Pero no me detuve en lo que esos trajes plásticos podían simbolizar. 

La primera vez que los usé para entrar a una sala Covid me sentí incómoda frente al desafío de no poder expresar cercanía más que con los ojos, con una voz que no se escucha como la mía y las manos con escasa piel. Poco a poco fui comprendiendo algo que hoy me resulta evidente pero en lo que no había reparado: esa barrera de protección es lo que nos permite estar.

Mucho más allá de la frialdad que pueden transmitir escudos faciales, trajes plásticos y guantes de látex, esos elementos se han transformado en el vehículo que nos permite cuidarlos y cuidarnos. Nos tranquiliza saber que al permitir las visitas no estamos exponiendo a los familiares de manera irresponsable. Y desde ese cuidado amoroso, sentirnos más libres y seguros para expresar afecto cuando les acompañamos.

Mientras les ayudamos a vestirse, poco a poco comienzan a prepararse para lo que van a encontrar. Es como si les prestáramos el traje para transitar un instante por un mundo que les es desconocido, pero que hoy está lleno de significado. Como si introdujéramos un trozo de humanidad en un mundo que suele ser frío y distante. Luego, les acompañamos caminando por el pasillo hasta la sala donde se van a encontrar con su ser querido. Ese camino los va preparando interiormente y hace que el impacto al verlos, a veces en muy malas condiciones, se amortigüe.  

V. 

No fue fácil. Ellos oscilaban entre la negación y la pena profunda ante la posibilidad de perder a Gisele. Eso se expresaba en un llanto desgarrador cada vez que hablábamos por teléfono.

Lo más difícil fue compatibilizar las necesidades psicológicas de la paciente, por una parte, y las de su esposo y su hijo, por otra. Mientras pasan los días, se hace más evidente esa distancia y el sufrimiento que no comparten y viven cada uno en silencio.

Gisele se siente tranquila después de haber visto a su hijo. Al visitarla al día siguiente me cuenta que el Dani “es un niño que no da problemas”, que es inteligente y no le gustan las fiestas, como queriendo convencerme -y convencerse a sí misma- que podrá salir adelante aunque su mamá ya no esté. Gisele tiene 43 años, casi mi edad. Imposible no conectarme con mi ser madre y pensar en mis hijos…

Le cuento que podemos programar una nueva visita para que también pueda ver a su esposo. Se pone contenta y me pide que les diga que le traigan algo de ropa, jugo y galletas de soda “de ésas del paquete rojo…” Reconozco que me cuesta entender cómo Gisele está preocupada de esas cosas mientras la veo ahogada y su saturación es casi incompatible con la vida. Imagino que todavía falta resolver algo que la sigue aferrando a este mundo. He intentado averiguarlo, pero me encuentro con una muralla indestructible.

Jesús y Daniel la visitan esta mañana. Le traen sus encargos, que agradece con una sonrisa. Gisele logra sentarse al borde de la cama. Ellos se entregan amorosamente a su cuidado. La asean con una prolijidad que emociona, la visten con delicadeza, expresando en cada gesto el amor genuino que sienten por esa mujer. 

Cuando vuelvo por la tarde, Gisele me comenta que fue “el mejor regalo”, y no sé bien por qué siento que de alguna manera me transmite que después de compartir ese momento no necesitara volver a verlos. Se siente cansada y reconoce que le entristece volver a conectarse con ellos.

Jesús y Daniel, sin embargo, expresan en cada llamada un inmenso deseo de verla. Preguntan con desesperación cómo se encuentra, mandan mensajes de amor y fuerzas, “por favor dígale que se tiene que poner bien, que la estamos esperando en la casa…”, como si no comprendieran que quedan sólo días, o tal vez horas, para que Gisele fallezca. 

Difícil resistir esa soledad que los embarga. Padre e hijo solos en un pequeño departamento que describen gris y sin vida. La madre de Gisele, sus hermanos, sobrinos, están todos contagiados en aislamiento. Maribel, la cuñada, me transmite la frustración de no poder acompañarlos y sobre todo de no estar para Daniel: “Se me rompe el alma de imaginar lo que está viviendo ese niño…”

Hacemos la última visita cuando Gisele ya se encuentra en sopor. Para ellos es importante verla, y verla así. Es tal vez la única forma de convencerse de lo que está pasando. A pesar del sufrimiento que se asoma por los poros, ambos expresan lo que habíamos conversado pero parecían no aprehender: la dejan irse como el más bello acto de amor que pueden ejercer ante esa vida que pide partir…   

Me quedo con una sensación amarga que me sigue acompañando y que se hace más intensa cuando vuelvo a hablar con Jesús y Daniel. Como a la doctora Tupper -apasionada por los cuidados paliativos y trabajadora incansable por el bien morir-, que me confidencia cuánto le pesa lo mucho que sufrieron los tres y cómo se le quedó grabada la mirada semiperdida de Gisele el día antes de partir. Y agrega: “Sé que hicimos lo que teníamos que hacer, que fue lo mejor que pudimos, pero aún así, la sensación final que me dejó es de puro sufrimiento…”

Me cuesta llegar a Jesús y Daniel, pero por otra parte siento que me siguen pidiendo socorro y agradecen que esté ahí. El camino es largo y no los abandonaremos. 

VI.

El pensionado es distinto. Es un espacio más pequeño dentro del piso, con menos gente circulando, menos ruido, un entorno más tranquilo. Me llama la doctora Olivares con la idea de hacer un rito de despedida. Su esencia profundamente espiritual en el ejercicio de la medicina me hace sentir que podemos hacer algo importante en nuestro intento por humanizar el camino hacia la muerte. Ni ella ni yo sabemos mucho qué resultará, pero de manera intuitiva algo nos dice que vale la pena intentarlo. 

Ahí se encuentra don Mario. Un hombre que su familia describe como cariñoso, entregado a los suyos, panadero incansable y amante del karaoke en las reuniones familiares. Hoy está en estado de sopor y puede fallecer en cualquier momento.

Su hija Margarita lo visitó esta mañana y se despidió. “No me hace falta más…”. Dice sentirse tranquila “a la espera de la voluntad de Dios”, y no tener asuntos pendientes con su padre “porque nunca nos guardamos nada… Conversábamos mucho… Era un hombre excepcional…” 

Manuel, sin embargo, necesita algo distinto para decir adiós a su suegro. Conversamos sobre su relación y aquello que los unía. Así llegamos a la música. Entonces me confesó que lo que más le gustaría es cantarle, y que ya escogió la canción.

Me avisan que están aquí. Aunque le doy la posibilidad de volver a entrar, Margarita reitera que se siente en paz y que no necesita volver a ver a su padre. Le ofrezco registrar el momento para luego compartírselo y me pide sólo una foto: “El resto, que se quede aquí… y en alma de mi papá… Yo prefiero recordarlo como cuando cantábamos juntos…” 

Manuel trae un pequeño parlante y un micrófono que nos pide ingresar. Nos miramos con la doctora y la enfermera. Entre complicadas y cómplices, como si supiéramos que las tres estamos por permitir el ingreso de esos objetos. 

Fabiola, la enfermera, le ayuda a ponerse las EPP y hace lo necesario para que Manuel instale micrófono y parlante a los pies de la cama. 

El personal se empieza a juntar en la puerta de la Sala 11. Enfermeros, tens, kinesiólogos, la auxiliar de aseo, médicos que circulan por el pasillo…  Todos en silencio mientras Manuel se dirige a su suegro hasta que con la voz entrecortada comienza a cantar. Es un tango. “Por una Cabeza”, de Gardel. Al terminar lo aplaudimos. Varios con lágrimas en los ojos. Manuel se acerca a don Mario y le acaricia la cabeza por un buen rato, mientras se despide agradeciendo lo compartido y dándole la seguridad de que cuidará de su hija. Don Mario levanta la cabeza y abre los ojos por un segundo. Manuel siente que se ha completado el rito. 

Don Mario moriría la mañana siguiente. Horas después de su partida me encontraré en el teléfono con una foto suya como nunca lo conocí. Me la envía Manuel expresando profunda gratitud.

“Manuel, sin embargo, necesita algo distinto para decir adiós a su suegro. Conversamos sobre su relación y aquello que los unía. Así llegamos a la música. Entonces me confesó que lo que más le gustaría es cantarle, y que ya escogió la canción”.

Del pensionado atesoro también otra historia. La sabiduría de Inés. Esa que nos dejó la tranquilidad de que sus últimos días en casa, rodeada de los que más ama, serán lo que ella espera para irse en paz. La lucidez para mirar a cada miembro de su familia y comprender genuinamente lo que cada uno necesita hoy. Ahí está su sentido de trascendencia.

Emociona su templanza a partir de lo que construyó junto a su compañero Germán durante  más de 40 años: una familia pequeña y muy unida. La profundidad de esos vínculos traspasan los límites de la conversación que tenemos en el descanso de la escalera con su esposo y su hijo, mientras su nieta Valentina aprende sobre vía subcutánea para administrar los medicamentos en el hogar. Germán me cuenta del proyecto de la casa en Pelluhue que quedó inconcluso, y acto seguido asegura que lo va a terminar para honrar a “la luz de su vida”.

Hacen arreglos y decoran su dormitorio para esperarla. Su madre y su hermana viajan desde el sur para acompañarla. Valentina logra adelantar su matrimonio civil y cumple así con uno de los grandes sueños de su abuela. 

A dos semanas del alta y contra todo pronóstico, Valentina me cuenta que Inés “sigue con nosotros”, que está estable, con menos apremio respiratorio, rodeada de quienes más ama, todos viviendo a concho este tiempo “que ha sido un privilegio”, regaloneándola y ayudándola a cumplir sus deseos por más simples que parezcan. Acercaron algunas de sus plantas a la ventana frente a su cama. Su mamá le cocinó el queque que más le gustaba de niña, el de frambuesas, “y aunque comió poquito, lo disfrutó como cuando tenía 10 años, dijo mi bisabuela…”    

VII.

Esta pandemia nos ha enfrentado también a entregar malas noticias a los que se recuperan. Parejas, padres e hijos, familias completas se contagian y se hospitalizan a la vez. Algunos de los que serán dados de alta después de superar la enfermedad -con más o menos secuelas producto de la ventilación mecánica y según sus comorbilidades previas- volverán a casa donde los espera un escenario distinto. Mientras se encontraban intubados, sedados, sin contacto con el mundo exterior, fallecieron seres queridos que no pudieron con el virus.

María perdió a su esposo. Tengo casi la certeza de que lo intuye, pero no está preparada para escucharlo. Le doy la oportunidad de preguntar cada vez que conversamos. Me habla de su familia, pero a Víctor no lo nombra. Lo mismo pasa en las videollamadas con sus hijos. El alta está prevista para uno o dos días más y no podemos seguir esperando. 

Sandra y Diego están a la hora convenida fuera del hospital de campaña. La tens a cargo de la sala, muy conectada con lo que vendrá, les ayuda a vestirse con los EPP necesarios para que puedan acercarse a su madre. María los recibe con una sonrisa y lágrimas en los ojos. Se ve contenta. Después de hablar por unos minutos, Sandra busca mi mirada cómplice para empezar… Y entonces todo fluye. Las palabras brotan desde la honestidad y el amor que se expresa entre la madre y sus hijos. Tomados de las manos, llorando los tres, María les confiesa que vio a su viejito a los pies de su cama: “Vino a despedirse y a decirme que estuviera tranquila…”

“María perdió a su esposo. Tengo casi la certeza de que lo intuye, pero no está preparada para escucharlo. Le doy la oportunidad de preguntar cada vez que conversamos. Me habla de su familia, pero a Víctor no lo nombra”.

Cuánta fragilidad en un cuerpo tan grande. David es técnico en enfermería y se contagió mientras trabajaba en el Consultorio Laura Vicuña de Puente Alto. Luego vinieron su padre y su hermana. Con diferencia de algunos días, todos terminaron hospitalizados y en ventilación mecánica. Leslie logró salir adelante y ya está de vuelta en casa; pero días antes de despertar, su padre falleció en el hospital. 

David fue desintubado hace dos días. Voy para conocerlo y evaluar su estado cognitivo y emocional, pensando en cuándo darle la noticia. Lo encuentro en una silla. A pesar de su juventud y aparente robustez, percibo su sensibilidad a flor de piel. Está todavía delirioso y es posible que olvide parte de lo que conversemos. Me habla de su familia y de su hijo Gaspar, de 6 meses, a quien vio por videollamada gracias a una tens amiga que lo visitó ayer en la sala. “Eso me ayudó… tenía miedo. Es que con todo esto que está pasando, no sé cómo están, si les pasó algo…” Me transmite el amor inmenso que siente por los suyos y la vulnerabilidad en la que se encuentra lejos de ellos. El doctor me comenta que ha evolucionado bien y, si sigue así, me parece que en pocos días podremos contarle de la muerte de su papá.

Tres días después convenimos con su madre y sus hermanas que lo mejor para David, y para todos, es contarle hoy mismo. Me reúno con Joana frente a la mampara del pasillo que nos llevará hasta su hermano. Me asomo a la sala y lo veo sentado al borde de la cama. Tenemos que esperar unos minutos, porque está terminando su sesión con el kinesiólogo. 

Suelo intervenir poco. He encontrado el lugar que me acomoda al acompañar esos momentos desde el silencio, con profundo respeto, apelando al lenguaje no verbal que con cierta dificultad es posible transmitir envuelta en plástico. Converso con los familiares antes de entrar y, estando ahí, todo sale solo. Esta vez me sentí más espectadora que nunca. Tanto, que les pedí disculpas por estar presente en un encuentro tan íntimo. He intentado describirlo muchas veces, pero incluso en su ficha clínica no pude más que escribir ma.ra.vi.llo.so cuando me tocó registrar la visita.

David y Joana se abrazan al verse. Lloran mientras se dicen el uno al otro lo bien que les hace verse, que ambos lo necesitan tanto. 

Luego de la emoción inicial, David empieza a preguntar uno a uno por los miembros de su familia. Cuando llega el turno de su padre, Joana me mira como pidiendo confirmación, y le cuenta que “el papá se fue…” David repite la frase con aparente tranquilidad y después llora. Era su partner. Chofer de ambulancia con el que compartían turnos. Varios de la familia trabajan en la Corporación de Salud de Puente Alto. Eso hizo que muchos salieran a despedirlo y recibió honores por donde pasó. “Era muy querido… Merecía irse así…” comenta David, mientras Joana le cuenta detalles de lo lindo que había sido. “Tenemos todo grabado. Lo hicimos para que tú y la Leslie lo pudieran ver…” 

David no deja de preguntar por el tío, la sobrina, el primo, la abuelita… Entonces Joana me pide hacer una videollamada a la que se van sumando desde distintos teléfonos. Desde la cama del frente, Marta, con quien ha compartido algunos días en esa sala, se alegra al verlo contento y le manda palabras de aliento. “Esto me da más fuerzas para seguir luchando. Para salir adelante y empezar a cuidar mi salud como corresponde… Por mi hijo, mi familia, y en honor a mi papá…” Joana le transmite que lo necesitan en casa para “estar juntos y sentir que todo va a estar bien…” 

Mientras la acompaño caminado hacia el estacionamiento, Joana me dice que se sacó un gran peso de encima. Que como familia lo han pasado muy mal en las últimas semanas y que se va con la sensación de que a partir de hoy algo cambiará. Como a todos quienes viven situaciones como ésta, les sugiero realizar un ritual de despedida en familia cuando David vuelva a casa. 

VIII.

No me arrepiento ni por un segundo. Siempre tuve la convicción de que no podía no estar. Ha sido una tremenda experiencia, no sólo en lo profesional, sino sobre todo en lo humano. Hay veces en que llego a casa agotada, pero casi siempre con una inmensa sensación de satisfacción personal. Y también comunitaria. Las las vivencias que he tenido día a día a lo largo de esta pandemia me hacen mirar con optimismo la posibilidad de transformar la humanización del cuidado en un objetivo real de la medicina occidental. 

Dejo de escribir, pero sigo en ello. En la contingencia y en la vuelta paulatina a mi trabajo habitual en la Unidad de Cuidados Paliativos. Y cuando la pandemia lo permita, tal vez cuando los árboles hayan florecido en primavera, esperamos volver a reunirnos con familiares y amigos de quienes han perdido la vida en este tiempo y que hemos tenido el privilegio de acompañar. Porque no son frías cifras que escuchamos diariamente en el recuento oficial del Ministerio de Salud. Detrás de cada número, hay una vida humana e historias compartidas con otros tantos que merecen ser atesoradas. Porque cuando el dolor se comparte se hace más liviano, y porque celebrar juntos la vida de nuestros muertos puede transformarse en un profundo acto de reparación. 

Acompañar la muerte es honrar la vida. 

***

*Los nombres tanto de los pacientes como los de sus familiares han sido cambiados. Los nombres del personal de salud son reales.

**Susana Muñoz Politzer es psicóloga, máster en Cuidados Paliativos (Institut Català d´Oncologia ICO, Universidad de Barcelona), con postgrado en Psicconcología y Duelo (Institut d`Estudis Superiors en Psicologia y Servei de Support al Dol) y postítulo en Psicología del Dolor (Universidad de Chile). Hoy trabaja en la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Sótero del Río, en su consulta particular y además dirige talleres de familia y duelo. www.munozpolitzer.cl

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