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Opinión

31 de Julio de 2020

Columna de Claudio Alvarado: Democracia y trayectoria constitucional

Carlos Ruiz y Francisco Arellano, de Nodo XXI, publicaron en The Clinic una aguda columna donde reflexionan sobre el proceso constituyente. A propósito de ese texto, va la siguiente respuesta.

Claudio Alvarado R.
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En una aguda columna, Carlos Ruiz y Francisco Arellano, de Nodo XXI, reflexionan sobre el proceso constituyente. El trasfondo es una lectura muy crítica de las últimas décadas, caracterizadas –nos dicen– por “la invalidación de la política como esfera de resolución legítima de los conflictos de intereses en la sociedad y su reducción a la administración de un orden heredado y no deliberado de cosas”. 

Pero, ¿vivimos, de verdad, en un orden puramente heredado? Si con esto apuntan a la creciente desconexión entre política y sociedad, es indudable que la dificultad es real. Sin embargo, todo orden político y cultural tiene algo de heredado: la disyuntiva es menos clara de lo que parece. Por lo mismo, hay que revisar con cuidado cómo llegamos a la crisis actual. Si al denunciar el “orden heredado” asumen una continuidad plena –sin matices ni distinciones– con el régimen de Pinochet, cabe cuestionar su afirmación. 

El mejor ejemplo lo ofrece la Constitución vigente: el texto otorgado por la Junta Militar nunca rigió como tal en el Chile posdictadura. Ya Patricio Aylwin asumió bajo una Carta modificada, luego de las reformas ratificadas en el masivo plebiscito de 1989. La raíz de estos cambios fue la estrategia ideada por Aylwin a mediados de los ochenta, cuyo objetivo fue derrotar a Pinochet con sus propias reglas. Esa decisión y la evolución constitucional posterior podrán gustarnos más o menos hoy, pero en esos años gozaron del respaldo ciudadano. Tomás Moulian habló, con pesar, de una “exitosa operación de relegitimación”. Según dijera el historiador Joaquín Fermandois, el éxito inicial de la transición sugiere que el anhelo de paz de Aylwin era, en muchos sentidos, un “deseo nacional”.

Con todo, fue muy nocivo creer que las lógicas de la transición pactada durarían para siempre. Aquí, de nuevo, la cuestión constitucional ofrece un ejemplo claro. En 2005 Ricardo Lagos anunció a los cuatro vientos la solución del problema constitucional y la llegada de “un piso institucional compartido”; pero su paquete de reformas, a diferencia de 1989, no fue plebiscitado. Paradójicamente, antes del retorno a la democracia se involucró más a la población en el cambio constitucional. El fenómeno es digno de estudio: la clase política estaba convencida, casi sin excepción, de que la firma del expresidente Lagos en la Constitución terminaría con las controversias en ese ámbito.

Pero hay otro motivo más relevante para volver al pacto de 2005. Ruiz y Arellano disparan contra el “extremo presidencialismo” que “agudiza el abismo entre política y sociedad”. De seguro se requieren ajustes al régimen político (así lo reconocía incluso el programa de Sebastián Piñera); sin embargo, si se trata de explorar motivos estructurales que inciden en la distancia entre política y sociedad, hay que examinar otros factores. Por ejemplo, la gran deuda de las reformas de Lagos: el cambio al sistema electoral. Mientras en 2005 se anunciaba con bombos y platillos la salida del binominal de la Constitución, se mantenía su alto cuórum de reforma, aceptando la exigencia de la derecha de la época. En los hechos, persistía su rango constitucional. Ahí se perdió una oportunidad única de abordar este problema con una visión de conjunto.

Las reformas posteriores –voto voluntario y sistema electoral proporcional– terminaron por desajustar la “sala de máquinas”. Pese a las frases grandilocuentes (se habló de relegitimar la política, del fin del miedo y otras promesas sin correlato con la realidad), ahí se incubó el creciente conflicto entre el Congreso y el Presidente, el “parlamentarismo de facto” actual. Además, el nuevo sistema electoral trajo consigo distritos enormes, una lógica de elección incomprensible para el ciudadano de a pie, y un bloqueo del sistema político que impide canalizar reformas prioritarias para la población. El problema, entonces, no es necesariamente el presidencialismo. Un sistema parlamentario puede ser igual o peor a efectos de “limitar la representación de intereses populares” (y como ha dicho Daniel Mansuy, las pugnas entre el Congreso y el Presidente recuerdan la peor versión de la vieja fronda). 

“Si se trata de explorar motivos estructurales que inciden en la distancia entre política y sociedad, hay que examinar otros factores. Por ejemplo, la gran deuda de las reformas de Lagos”.

En cualquier caso, ninguna brecha entre la ciudadanía y la política debiera llevarnos a avalar el “asaltar la calle para hacerse oír”. La deliberación democrática requiere condiciones mínimas de paz, y cuando estas faltan la ciudadanía comienza a desconfiar de los procesos democráticos como vía de resolución de nuestras diferencias. Asimismo, tampoco debemos olvidar la importancia de la representación política. Ruiz y Arellano aciertan al decir que “no hay recetas mecánicas para las demandas que estallaron en octubre”,  pero es curioso que a renglón seguido afirmen que apelar “a la representación pasiva y delegativa ya ni siquiera da para promesa”. En rigor, la democracia contemporánea no puede prescindir de la representación. Hay una necesidad evidente, derivada del tamaño de los territorios y de las grandes masas de población. Además, la representación posibilita la mediación política, sin la cual es inviable articular las múltiples demandas, necesidades e intereses de la comunidad. No es casual que existan partidos, políticos y parlamentos, y si bien Ruiz y Arellano jamás niegan explícitamente este punto, su reivindicación de la deliberación y de la democracia como “la esfera legítima de resolución de las diferencias” no siempre es consistente con su dura crítica a la representación tradicional. Es indudable que se requieren nuevas vías de participación ciudadana, pero ellas complementan la representación, no la reemplazan. 

Tampoco queda claro a qué se refieren Ruiz y Arellano al señalar que las demandas “habrá que conquistarlas una a una, para la inclusión de las aspiraciones populares en el proceso constituyente”. Si acaso se trata de un horizonte estrictamente refundacional, ¿cómo podría articularse con la deliberación y las restricciones propias de la política democrática? Ésta supone algunos diques al poder del Estado y del legislador –límites a la “soberanía democrática” –, en la medida en que busca proteger ciertos derechos fundamentales. Desde luego, hay una crítica fundada y transversal a la cantidad e intensidad de los mecanismos supramayoritarios vigentes, pero una democracia constitucional siempre implica limitaciones de esa índole. Así lo reconocen, por lo demás, las disposiciones formales que regulan al eventual órgano constituyente (respeto a tratados ratificados y vigentes, cuórum de 2/3, etc.). 

Es indudable que se requieren nuevas vías de participación ciudadana, pero ellas complementan la representación, no la reemplazan“.

Por ese motivo –porque la democracia conlleva límites–, Ruiz y Arellano aciertan al sostener que una constitución “no puede ser ‘neutra’ o ‘mínima’ en términos del modelo de desarrollo o el papel del Estado en la economía”. El desafío es encontrar el equilibrio entre amplios espacios para la deliberación política, los indispensables límites al poder, y aquellos bienes que es necesario resguardar (y ahí algunos defenderemos, por ejemplo, un genuino carácter subsidiario del Estado, que favorezca la vitalidad de la sociedad civil). De ahí que sea muy difícil “cerrar el paso a futuras interpretaciones que apelen a sentencias o doctrinas” con las que Ruiz y Arellano eventualmente discrepen. Es lo propio de debatir una ley en democracia: para que todos ganemos, todos debemos perder algo. La ley fundamental de la república no es la excepción.

*Claudio Alvarado es director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).


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