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Opinión

7 de Agosto de 2020

Columna de Agustín Squella: El bueno (?) de Woody

Bernard Boyé / CC BY-SA

El autor hace un repaso por la trayectoria del director norteamericano y comenta la publicación de "A propósito de nada", su autobiografía publicada hace unos meses. "Se describe a sí mismo como un neurótico sin remedio, un misántropo, un tipo superficial y nada interesante, un alfeñique algo miope que va siempre con las mismas gafas nada pretenciosas de siempre".

Agustín Squella
Agustín Squella
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Me refiero a Woody Allen, originariamente Allan Stewart Konigsberg, nacido  el 1 de diciembre de 1935 en una familia judía  de Brooklyn, Estado de Nueva York, y que siendo  niño soñaba con ser atleta, basquetbolista, vaquero, agente secreto, segunda línea en el juego del beisbol, actor de vodevil, científico, mago, y también galán, uno de esos galanes que eran habituales en los bares elegantes de Manhattan y que iban acompañados de alguna de esas esbeltas rubias tipo Paramount que en cualquier momento podían sacar de su cartera una pitillera de plata y pedir a su acompañante que le encendieran el cigarrillo que acaban de poner entre sus dedos con calculada  lentitud y elegancia. Todavía más, Woody, siendo aún muy menor, solía trasladarse en Metro desde Brooklyn a la isla de Manhattan para ensoñarse con sus calles, sus luces, y los hombres y mujeres ricamente vestidos que ingresaban a bares y restaurantes donde bebían martinis en la barra antes de ir a ocupar la mesa que les tenían reservada. Le atraían también los cines, desde luego, porque se volvió adicto desde muy temprano, estimulado por Rita, su prima del alma. En Manhattan estaban las grandes salas de estrenos, mientras que en Brooklyn proliferaban las que Woody adoró desde pequeño: esas que ponían dos y hasta tres películas por función, acompañadas de seriales con héroes inmortales a los que siempre les iba bien con el principal de los personajes femeninos.

Soñar, fue de ese modo que Woody Allen aprendió a soñar, a fantasear, un empeño en el que se había iniciado  con la lectura de revistas de aventuras y relatos policiales de Mickey Spillane.  A la pura y simple realidad él siempre ha preferido la realidad del cine, que describe como “fresca, oscura y alternativa”. Fresca y oscura, pienso, como las salas de proyección, y alternativa porque el cine nos lleva a otros mundos. “Si me preguntan cuál de los personajes de mis películas se parece  a mí, solo tienen que mirar a Cecilia, de La rosa púrpura del Cairo”, magistralmente interpretada por una talentosa y bellísima Mia Farrow.

Woody se asombra de que lo consideren un intelectual, una descripción que le parece “tan falsa como el monstruo de la laguna negra”. “No tengo ni una neurona de intelectual en la cabeza”, declara, y puntualiza: “Lo mío es pasar el tiempo delante de la tele, cerveza en mano, con  el partido de fútbol americano a todo dar”. El cineasta se considera a sí mismo “un bárbaro”, no más que “ataviado con prendas de tweed y las coderas de un profesor universitario de Oxford”. “Os quedaríais impresionados –concluye- por todo lo que no sé, no he leído o no he visto”.

Desde muy pequeño, el cineasta no quiso nada con la realidad, y menos con la realidad implacable de la muerte. “¿Qué piensa usted de la muerte?”, le preguntaron en una entrevista, y su respuesta no se hizo esperar: “Cuando llegue desearía estar en otra parte”, añadiendo que “lo único que pido es que esparzan mis cenizas cerca de una farmacia”. Miró por primera vez un cadáver a la cara cuando era ya bastante mayor, y solo porque se trataba de un músico que adoraba y porque la funeraria quedaba en una de las cuadras que debía recorrer para llegar a una de sus salas de cine.

El rechazo radical de Allen a la muerte hace pensar en ese otro gran militante antimuerte que fue Elías Canetti. Es tanto lo que el autor búlgaro escribió contra la muerte que circula por allí un libro de 387 páginas que contiene todas las páginas, párrafos y frases sobre el tema que es posible encontrar en su obra. Canetti consideró a la muerte como la gran aguafiestas, “el símbolo supremo del fracaso”, decía. Y agregaba: “La tengo difícil, me gusta vivir”. Ni Canetti ni el bueno (?) de Woody aceptarían la sentencia clásica de que filosofar, y hasta vivir, es aprender a morir. Por lo demás, el primero de ellos estuvo siempre convencido de que “todos mueren tempranamente”, y tenía toda la razón.

Allen dice que “más o menos a los 5 años tomé conciencia de la mortalidad y pensé: “ah, no, yo no me apunté para esto. Nunca acepté ser finito”. Y ello no por tener una alta idea de sí mismo –la verdad es que hasta hoy Woody no la tiene-, sino porque, lo mismo que pasaba con Canetti, le gusta vivir. Como se suele decir, no necesitamos una vida feliz, sino ser felices de estar vivos. “¡Qué más droga que estar vivos”!, escuché exclamar una vez a nuestro Raúl Zurita.

Tampoco le gusta mucho que en la ciudad de Konigsberg, aquella que fue la del filósofo Immanuel Kant, esté instalada una escultura en su nombre, y que los habitantes de Oviedo hayan puesto una estatua suya de tamaño real. Total, cree, el mundo no es otra cosa que “un pabellón psiquiátrico que orbita alrededor del sol”.

El cineasta no llegó directamente al cine. Pasó antes por la escritura de chistes que contaban cómicos de clubes y cabarets, y su primer dinero de cierta importancia lo ganó como comediante en esos mismos sitios. Esa parece haber sido una etapa muy feliz de su vida. Escribía los chistes y guiones de sus propias actuaciones en una vieja máquina  de la que no se ha separado jamás y cuya cinta no aprendió nunca a cambiar.

Tengo mala memoria, pero ocurrió algunos años antes del ataque a las Torres Gemelas, porque fue en el piso 76 de una de ellas que asistí entonces a un congreso de filosofía del derecho. Con mi mujer hicimos una reserva en el Michael´s Pub de la calle 55, donde todos los lunes por la noche se presentaba Woody Allen con su banda de jazz. Lo venía haciendo regularmente desde hacía 20 años y esa vez apareció con una camisa blanca impecable y una de sus típicas chaquetas de tweed café pálido. Cuando concluyó la actuación de la banda todos sabíamos que lo que habíamos escuchado no era el mejor jazz del mundo ni comido tampoco la mejor cena de cuantas se pueden disfrutar en Nueva York, pero el aplauso, dirigido especialmente a Woody y su clarinete, se prolongó durante varios minutos. El artista se fugó rápidamente del lugar, vaya uno a saber por dónde, y evitó a los 20 o 30 curiosos que lo esperaban a la salida. Antes de irnos dimos una mirada a la barra en que estaba el resto de los músicos bebiendo cerveza. Tuvimos el impulso de acercarnos y cruzar una palabra con ellos, pero algo nos dijo que necesitaban un momento de intimidad y descanso, el mismo que seguramente buscó el propio Allen al dejar esa noche el local y perderse en sus amadas calles de Nueva York.

Woody y su banda de jazz de Nueva Orleans ha hecho varias giras a Europa y tocado ante audiencias de varios miles de fans, los mismos de sus películas y que en el viejo continente son más que en el propio país del cineasta.

¿Inolvidable “Annie Hall y también “Manhattan”? Posiblemente. Pero yo me quedo con “Crímenes y pecados”, “Septiembre” (una película que Allen filmó dos veces sin quedar satisfecho), “Interiores”, “Hannah y sus hermanas”, “La rueda de la fortuna”, y “Match point”. En esta última la moraleja es tan simple como esa pelota de tenis que impulsada por uno de los jugadores golpea suavemente en la parte superior de la red y por un brevísimo instante no se sabe de qué lado de la cancha caerá finalmente. Algo que el propio director refuerza con este llamado de atención: “nadie está dispuesto a reconocer el importante papel que el azar juega en nuestras vidas”. En cuanto a  algunas de las películas que ha filmado en distintas ciudades del mundo -Barcelona, por ejemplo-, más vale olvidarse de ellas. Parecen hechas por encargo de los departamentos de turismo de los respectivos municipios.

Woody Allen no ha hecho nunca cine político, salvo que uno se tome en serio el disparate de que “todo es política”. Y eso hace todavía más raro que durante nuestra dictadura haya prohibido la exhibición de a lo menos  dos de sus filmes. ¿Saben ustedes cuando se vino a derogar la norma constitucional (¡sí,constitucional!) que autorizaba la censura cinematográfica en Chile? ¡En 2002! Recién en 2002, y no por una particular diligencia de nuestros gobiernos y parlamentarios, sino a raíz de un fallo de la Corte Interamericana de Justicia que acogió un recurso en favor de la exhibición de “La última tentación de Cristo”, y que obligó al Estado de Chile a que dentro de cierto plazo pusiera fin a la censura. El asunto llegó a esa corte  después de que nuestra Corte Suprema hubiera rechazado un recurso contra la prohibición de exhibir la película de Scorsese, argumentando en su fallo que ella “ofendía la honra de nuestro Señor Jesucristo”.

¿Para qué hablar ahora de los romances de Woody Allen? Tampoco es que hayan sido tantos. Estuvo dos veces casado, muy joven, y nunca contrajo el vínculo ni con Dianne Keaton ni con Mia Farrow. Su tercer y último matrimonio fue con Soom-Yi, hija adoptiva de Farrow, y a quien el cineasta dedicó su reciente autobiografía (está ya en castellano y es sabrosísima), con unas palabras tan desfachatadas como estas: “Para Soo-Yi, la mejor. La tenía comiendo de la mano y de pronto noté que me faltaba el brazo”. El matrimonio dura ya 20 años y es  la primera vez en que para Allen el amor no se parece al teatro del absurdo.  Está feliz y no vacila un segundo en admitirlo.

Los lectores de esta columna entienden muy bien el signo de interrogación que aparece en el título de ella. ¿Bueno Woody? Muy bueno. Un director de cine francamente notable, aunque irregular, debido tal vez a su obsesión por filmar una película al año y a veces hasta dos simultáneamente. Pero, claro, la conocida demanda en su contra de Mia Farrow por abuso sexual contra otra de sus hijas adoptivas y el inesperado matrimonio con Soom-Yi sembraron dudas sobre su conducta, de las que él se defiende en su autobiografía. Pero si el lector empieza a leer ese libro para interesarse solo por ese asunto, tendrá que esperar hasta la página 243. Antes de ella hay solo elogios para la belleza y calidad de Mia Farrow como actriz, una persona a la que el autor describe como “una mujer inteligente, hermosa, que sabía actuar, dibujar, y que tenía también oído para la música”.

Mia Farrow publicó también sus memorias y, supuesto que haya interés en ello (él dijo, ella dijo, los hijos dijeron, el juez dictaminó…), habría que confrontarlas.

“La lista de cosas de las que me arrepiento en la vida –confiesa Allen- es tan larga que no creo que haya sitio para ninguna otra”. Pero si declara algo así es solo porque no se fue a vivir a Paris luego de visitarlo por primera vez siendo  muy joven.

No es extraño que Woody Allen se refiera en muy buenos términos a todos los actores y actrices que han trabajado en sus películas, aunque sí lo es que haga lo mismo con prácticamente todos los intérpretes que menciona en su  autobiografía –que son muchos- y también con todos los cómicos de cabaret que ha conocido a lo largo de la vida y los equipos técnicos y de producción de sus distintos filmes. Por ahí te puedes enterar de que el muchacho que sostenía los cables de la cámara es un seguro postulante al Oscar. Por supuesto, nada mejor que alguien hable bien de la gente que ha conocido, ¿pero de toda ella? ¿No habrá un afán de Allen por congraciarse con todos y todas? ¿Por qué tantos elogios, algunos francamente desmesurados, para actores de reparto que no conoce nadie? Una cosa es que el cineasta haya alcanzado esa edad en la que no vale la pena poner a las personas en su lugar –salvo a Mía y a los hijos que apoyaron su demanda judicial-, pero otra es que solo haya trabajado con espléndidos intérpretes e inolvidables personas. Si así fue, bien por él y por su excelente estrella de la buena suerte.

¿Cómo queda Woody Allen en su autobiografía, titulada “A propósito de nada”? Compruébelo usted mismo. Él espera que sus líos familiares no hayan sido la razón para comprarla. Pero la verdad, harto previsible por cierto, es que Woody queda bien, como una buena persona, como un tipo dedicado completamente a hacer películas lo mejor posible y que asume toda la responsabilidad por aquellas que no hayan gustado.

Como una buena persona queda, aunque de baja autoestima. Él se describe a sí mismo como un neurótico sin remedio, un misántropo, un tipo superficial y nada interesante, un alfeñique algo miope que va siempre con las mismas gafas nada pretenciosas de siempre, alguien que sigue adorando y hasta identificándose con Bob Hope y Jerry Lewis, y un hipocondríaco que no aceptaría vivir más allá de unas cuantas cuadras del hospital de Nueva York. Y ya sabemos cerca de qué tipo de negocio le gustaría que esparcieran sus cenizas.

Su último filme no ha sido exhibido aún en Chile, y ya tiene en la cabeza ideas para dos más.

No es necesario desear larga vida a Woody, porque ya la consiguió. Tiene 85 años, y sea que se le considere un tipo bueno o malo, lo cierto es que su contribución al cine de nuestro tiempo es tan única como su autor.

*Agustín Squella es abogado, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009.

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