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Opinión

13 de Agosto de 2020

Columna de Pablo Ortúzar: Pablo, Alberto y Jaime

Leyendo sobre Pablo de Tarso, y también leyéndolo a él, quisiera ofrecer algunas notas e ideas que se relacionan con el Chile actual. A la relación entre culpa y capitalismo.

Pablo Ortúzar
Pablo Ortúzar
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He pasado gran parte de las últimas tres semanas leyendo sobre Pablo de Tarso. Y también leyéndolo a él (sus cartas están al final de cualquier Nuevo Testamento). Dado el tema de mi tesis doctoral (los orígenes del principio de subsidiariedad), por supuesto, he ido y vuelto una y otra vez sobre la famosa epístola a los romanos. Desde esa experiencia, quisiera ofrecerle al lector algunas notas e ideas que, nacidas en este contexto, se relacionan con el Chile actual. 

Luego de una introducción biográfica brillante de Tom Wright (“Paul: A Biography”, 2018) y de los notables comentarios de Karl Barth a “Romanos”, me atreví a ir a textos más aventurados. Los más impresionantes de entre ellos han sido, hasta ahora, “Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana” (2016) del filósofo español (y asesor del Podemos) José Luis Villacañas y “La teología política de Pablo” del rabino Jacob Taubes (que son conferencias dictadas por él poco antes de morir, en 1987, y publicadas años después). 

El texto de Taubes es un lujo, aunque personalmente discrepo de buena parte de su lectura política (abiertamente gnóstica) de Pablo. Mientras lo leía, en algún punto en que introduce el problema de la culpa deicida a propósito de Freud, un tema relativo a Chile me vino a la mente: el de la relación entre culpa y capitalismo. 

Para empezar, la extendida sensación (o al menos declaración) de culpa de los poderosos en el mundo occidental actual es consecuencia de la revelación cristiana. En el pasado los poderosos no se sentían culpables de su poder, sino orgullosos de él. En un antiguo librito de historia de la arqueología (“Gods, Graves and Scholars” de C.W. Ceram) que he ido leyendo antes de dormir, el autor hace un fulminante comentario sobre los gobernantes de Asiria que resume, en algún sentido, la antigua lógica y forma del poder: “Hoy, gracias al esfuerzo combinado de excavadores y descifradores, sabemos lo suficiente acerca de las vidas de Sennacherib y Assurbanipal, así como de los que vinieron antes y después de ellos, como para afirmar que Nínive dejó una marca en la conciencia de la humanidad por poco más que el asesinato, saqueo, supresión y abuso de los más débiles; por la guerra constante y el ejercicio de todas las formas imaginables de violencia física; y por los actos de una dinastía sanguinaria de gobernantes que sometieron al pueblo a través del terror, y que muchas veces iban siendo liquidados por rivales más feroces que ellos mismos”. Una versión alternativa del famoso y terrorífico diálogo de los Melios.

Es la tradición judeo-cristiana la que viene a hacer tropezar a los poderes de este mundo, al declarar que el poder temporal no es sagrado, y que todo el poder de las autoridades terrenas viene de Dios, que los juzgará por su uso. La culpa, desde entonces, persigue como la sombra al poderoso convencido de que deberá responder ante Dios por los dones recibidos mediante su gracia. La gran obra política de Pablo es la demolición de las bases espirituales de la teología política imperial de Roma: el emperador debe ser respetado, deben ser pagados los impuestos, debe obedecerse a la autoridad. Pero no es un dios. Es un hombre igual a todos los demás (sólo que poderoso). Dios le entregó un poder acotado con una función acotada e importante (el orden y la paz pública). Y con esa vara será medido finalmente. 

Este tema, aunque nunca debidamente investigado, está sin duda presente en la crisis política latinoamericana de los 60 y 70, acompañada por teologías revolucionarias. Y se remonta más atrás incluso. A la época de la quemante pregunta de Alberto Hurtado respecto a si Chile era o no realmente un país católico. Pregunta que nuestras élites recibieron con estupor, y que llevó a muchos jóvenes acomodados a tomar caminos cada vez más radicalmente comprometidos con la justicia social. La culpa social entraba, en forma de duda, a instalarse en el corazón de nuestro debate político. 

“Es la tradición judeo-cristiana la que viene a hacer tropezar a los poderes de este mundo, al declarar que el poder temporal no es sagrado, y que todo el poder de las autoridades terrenas viene de Dios, que los juzgará por su uso. La culpa, desde entonces, persigue como la sombra al poderoso convencido de que deberá responder ante Dios por los dones recibidos mediante su gracia”.

Uno de los grandes triunfos de Jaime Guzmán es lograr articular una respuesta a esta pregunta, que era ineludible para su generación. Construyó un argumento que desnaturalizaba el horizonte socialista -ya probado dañino- como el destino obvio del pueblo de Dios. Lo hizo señalando que todo cristiano podía cumplir con los demás a través de la creación de riqueza y puestos de trabajo. El emprendimiento, el capitalismo, era una forma de poner los dones recibidos al servicio de los demás. Una forma de vivir en comunidad respetuosa de los cuerpos intermedios y no mediada por el poder político y sus males inherentes. En la articulación de esta respuesta se ayudó de algunas ideas desarrolladas por el teólogo americano Michael Novak. Y la persuasión lograda fue abrumadora: al poco andar no quedaban en la derecha tradicional críticos conservadores del giro económico liberal. 

Guzmán veía, eso sí, los riesgos de su alquimia. Por eso advertía que si los mejores no se dedicaban al servicio público y en vez de eso hacían del lucro su profesión, sus hijos terminarían con los bolsillos llenos, pero con las almas vacías. 

“Este tema, aunque nunca debidamente investigado, está sin duda presente en la crisis política latinoamericana de los 60 y 70, acompañada por teologías revolucionarias. Y se remonta más atrás incluso. A la época de la quemante pregunta de Alberto Hurtado respecto a si Chile era o no realmente un país católico. Pregunta que nuestras élites recibieron con estupor, y que llevó a muchos jóvenes acomodados a tomar caminos cada vez más radicalmente comprometidos con la justicia social”.

Dicho y hecho. Parte de nuestra clase alta vivió, así, un proceso similar al descrito por Max Weber en “La ética protestante y los orígenes del capitalismo”, pero en cámara rápida. La riqueza, que según predicaba Baxter debía posar sobre nuestros hombros como las suaves capas que recubren las estatuas de los santos, y que debíamos estar prestos a arrojar lejos cuando fuera necesario, se convirtió en un frío estuche de hierro. En vez de un signo de servir bien a los demás, se volvió un fin en sí mismo. El éxito, el progreso y la competencia desplazaron entonces los viejos valores cristianos. Traducciones de libros americanos del tipo Maquiavelo y Sun Tzu para gerentes vinieron rápidamente a poner filosofías paganas y guerreras al servicio de la nueva clase dominante. Y la “meritocracia”, denunciada con tanta lucidez en su momento por Christopher Lasch como una forma de rebelión de las élites frente a sus deberes sociales, se convirtió en la jerigonza de moda para disfrutar sin culpa del privilegio. 

Esto fue experimentado por muchos en nuestra clase alta como una gran liberación, que vino aparejada a un gran relajo moral. El “destape” chileno no sólo tiene que ver con el fin de la dictadura, sino, en muchos casos, con la liberación del peso de la pregunta de Hurtado, que fue arrojada lejos, junto con muchas restricciones de todo tipo (a veces con justicia, por cierto). La culpa social, daba la impresión, se había acabado. Todos podíamos disfrutar ahora de nuestro merecido poder y ventajas, porque nos lo habíamos ganado compitiendo. Nadie nos había regalado nada. 

“Guzmán veía, eso sí, los riesgos de su alquimia. Por eso advertía que si los mejores no se dedicaban al servicio público y en vez de eso hacían del lucro su profesión, sus hijos terminarían con los bolsillos llenos, pero con las almas vacías”. 

Hasta el estallido social, claro, donde un listado enorme de deudas impagas cae del cielo. Y no es que no se pudiera “ver venir”: temblores importantes habían anunciado el terremoto. Y estallidos de culpa casi posesivos aparecían por todos lados (recordemos “Las prisas pasan, las cagadas quedan” de Felipe Lamarca, la “angustia del privilegiado” de Giorgio Jackson o el fenómeno, que continúa hoy, de los presentadores de noticias que compiten con la prédica dominical). Las víctimas tapadas por el orden social del “destape” comenzaron a aflorar de todos los rincones: mujeres, mapuches, niños, comerciantes ambulantes, consumidores abusados. El tupido velo se vino abajo y la culpa social volvió por sus fueros. 

Nuestra época nos convoca, entonces, a revisar la ecuación establecida en los ochentas respecto a la responsabilidad social de los poderosos. Algo importante salió mal, aunque muchas cosas salieran bien (la reducción de la pobreza durante estos últimos 30 años siempre será recordada como un tremendo logro, luego de décadas de discursos). Todo indica que la meritocracia no funciona bien: crea la ilusión de una sociedad sin víctimas, ignorando y aplastando a los más débiles. Igual que el discurso socialista, sume a las clases dirigentes en un letargo moral: les hace pensar que no son personalmente responsables por los otros, ya que alguna entidad abstracta (Estado o mercado) ya cubrió esa deuda. 

“Hasta el estallido social, claro, donde un listado enorme de deudas impagas cae del cielo. Y no es que no se pudiera “ver venir”: temblores importantes habían anunciado el terremoto. Y estallidos de culpa casi posesivos aparecían por todos lados (recordemos “Las prisas pasan, las cagadas quedan” de Felipe Lamarca, la “angustia del privilegiado” de Giorgio Jackson o el fenómeno, que continúa hoy, de los presentadores de noticias que compiten con la prédica dominical). Las víctimas tapadas por el orden social del “destape” comenzaron a aflorar de todos los rincones: mujeres, mapuches, niños, comerciantes ambulantes, consumidores abusados. El tupido velo se vino abajo y la culpa social volvió por sus fueros”.

En el pasado aprendimos que las buenas intenciones no bastan, y que sacralizar de nuevo el poder político en nombre de la justicia social puede llevar a los abismos más atroces. Aprendimos que el Estado no es la comunidad, no es una polis ni una iglesia. También que la iniciativa privada puede ser un gran aporte a la vida en común si se despliega dentro de marcos morales e institucionales sanos. Pero ahora es tiempo de que nos dejemos botar del caballo una vez más y escuchemos la voz que hace dos mil años interrogó a Pablo de Tarso en el camino a Damasco. Es hora de ensayar una nueva respuesta a la pregunta.

*Pablo Ortúzar es antropólogo e investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).


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