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Reportajes

13 de Agosto de 2020

El otro efecto de la pandemia: Nuevas casas, nuevas familias

En la foto: Cristian, Michelle y sus hijos. Registro personal.

La llegada del coronavirus ha ido reorganizando nuestra manera de convivir. Hijos que vuelven a vivir con sus padres, padres que se van a la casa de sus hijos, ex que se reúnen para pasar la cuarentena juntos, pololos puertas afuera que pasan este tiempo puertas adentro. A continuación, seis historias.

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Hijos que vuelven a vivir con sus padres, padres que van a la casa de sus hijos, ex que se reúnen para pasar la cuarentena juntos, pololos puertas afuera que pasan este tiempo puertas adentro. La pandemia del coronavirus ha reorganizado la manera de convivir, nuestras casas, nuestras familias, nuestra vida interna. Claudia Lucero, psicóloga de la Clínica Psicológica de la Universidad Diego Portales, explica que esto nos obligó a tomar decisiones rápidas que pueden ser tanto difíciles como beneficiosas para nuestros vínculos. “Nuestro modelo tan cargado a lo individual, ha puesto el centro en los vínculos. Esta experiencia puede acentuar lo negativo: las tensiones, los malos tratos, la violencia y el abuso porque el encierro aumenta la irritabilidad. Pero también puede traer oportunidades: acercarse a las personas, fortalecer las relaciones humanas, aprender a tender una mano y darnos cuenta de que nos necesitamos unos con otros”.

EL REGRESO DEL HERMANO MAYOR

Así fue: se cambiaron a un departamento nuevo en San Joaquín a fines de febrero. Alcanzaron a disfrutar la piscina del nuevo condominio e ir a clases en la universidad un par de veces y, de repente, empezó la pandemia. Entonces los tres amigos, Darwin, Bastián y José Tomás, dejaron su departamento nuevo de universitarios en Santiago y volvieron a sus casas en regiones. 

José Tomás Asenjo (21) se fue a Curicó a la casa de su abuela. A esas alturas ya llevaba tres años en la capital: el 2017 llegó a estudiar Derecho y luego se cambió a Periodismo en la Universidad Católica. Pero cada vez que iba a la sexta región se quedaba donde su abuela que le decía que la universidad lo había vuelto comunista, aterrada por los efectos en su nieto del estallido social. No estuvo mucho tiempo con su abuela: un día pasó a buscarlo su papá, quien también vive en la sexta región, para comprar un portón para la casa. “Tu hermano quiere que te vengas a la casa con nosotros”, le dijo. Augusto, de 8 años, lo echaba de menos en la casa de Molina que compartían sus cuatro hermanos menores – Josefa de 17, Raimundo de 14, Augusto de 8 y Álvaro de 5 años – su papá y su madrastra. “Al principio iba a ser por una semana, pero después mi abuela me dijo que mejor me quedara aquí para evitar contagios. Y aquí me quedé. Ha sido como volver a la época del colegio, seguir muchas reglas que en Santiago no tenía: cumplir horarios, ayudar a hacer cosas en la casa, acostarme temprano también porque los niños tienen que hacer otras cosas y compartir los espacios de estudio con ellos”, dice él. Eso ha sido lo más desafiante: conectarse a sus clases mientras sus hermanos juegan al lado suyo o se ríen y conversan. Grabar entrevistas para sus clases o para un sitio de fútbol que estaba haciendo, difícil. 

En la foto: José Tomás con sus hermanos. Registro personal.

Sus hermanos chicos ya no eran los mismos de quienes se había despedido cuando se fue a estudiar a Santiago. Todos estaban más grandes y tenían sus propios intereses. Su hermana de 14 tenía pololo. “Antes eran llevados a lo que yo hacía. Ahora cada uno anda por su lado, andan metidos en el teléfono, son más peleadores. Ha sido bonito conocerlos de nuevo, con sus gustos, sus cosas, intentar ganarme de nuevo un espacio con ellos. He aprendido a compartir más el espacio, ser menos egoísta y estar más disponible para ayudar en la casa”, dice. 

Ahora además de seguir la rutina familiar y estudiar online, a José Tomás le ha tocado arreglar tablets, celulares, computadores, lavar loza y estar más con su hermano más chiquito que tiene una discapacidad. Echa de menos los panoramas novedosos que aparecían en Santiago a cada rato, ir al cine, estar con sus amigos. Pero siente que volver a casa ha sido bueno porque ha fortalecido la relación con sus hermanos y también con su papá. Ahora pasan más tiempo juntos. De vez en cuando comparten una cerveza, conversan sobre política, el pololeo, lo que está pasando. “Cuando estaba en la media no éramos muy cercanos, nunca hicimos muchas cosas juntos. Pero ahora nos hemos acercado más. A él no le gusta el fútbol, se queda dormido en los mundiales, en los Champions, pero me pregunta de esas cosas porque sabe que me gusta. Yo sé que le gustan los animales, los caballos y las aves. Intento buscarle esos temas para compartir. Nunca es tarde para recurrir al papá y creo que para él saber que aún puede enseñarme cosas y que podemos formar recuerdos juntos es importante también. Ha sido como una segunda oportunidad para ser hijo”, dice José Tomás.

“Cuando estaba en la media no éramos muy cercanos, nunca hicimos muchas cosas juntos. Pero ahora nos hemos acercado más. A él no le gusta el fútbol, se queda dormido en los mundiales, en los Champions, pero me pregunta de esas cosas porque sabe que me gusta. Yo sé que le gustan los animales, los caballos y las aves. Intento buscarle esos temas para compartir”, dice José Tomás.

LLEGAR A LA CASA DE LAS HIJAS

Fue la última semana de marzo. Sus hijas, una profesora de música, la otra profesora de matemáticas, los pasaron a buscar y se los llevaron a su casa en Peñalolén. Ellos: Hugo hijo, de 53 años que tiene una discapacidad mental, y Hugo padre, de 85 años. “Yo no pensaba venirme, pero estuvo bueno porque pasar acompañado es mucho mejor”, dice Hugo Tapia, el padre, desde la habitación que ocupan como oficina. Cómo fue todo: una de sus hijas le dejó su dormitorio al papá, compraron un sofá cama a Hugo hijo y ella acomodó una camilla que usa para hacer reiki para dormir. Ahora están pasando la pandemia todos juntos en esa casa: Hugo junto a sus tres hijos y su nieto, que estudia música en Projazz. 

Las hijas hicieron un calendario de actividades. A Hugo le toca cocinar tres días a la semana y barrer el patio. “Yo no sé cocinar mucho, lo que sabía hacer era carne de pollo, de pavo, compraba congelado y le pagaba a una señora que venía a cocinar a mi casa los guisos de antes: lentejas, carbonada, porotos, pantrucas. Igual mis hijas me retan porque yo cocino y después lavo y según ellas tengo que ir lavando al tiro”. También cuenta que en esta pandemia y a sus recién cumplidos 85 años aprendió a hacer arroz. “También estoy en dos coros porque mi hija enseña canto lírico y me metió a mí. Me entretengo con los coros y haciendo los tests que nos manda el profesor de memoria de la Caja de Compensación en la que estaba antes de la pandemia. Ahora despidieron a los profes, pero con mis compañeros nos organizamos para que nos mandara las guías y los test y nosotros le hacemos una especie de salario. También he leído muchos libros y toco guitarra, claro que ahí tengo que estar más callado porque mis dos hijas trabajan por internet”. 

En la foto: Hugo con su familia. Registro personal

Una de las cosas que más le ha gustado de este tiempo es que en la casa tienen un patio y todos almuerzan allí cuando hay buen tiempo. También jugar a las cartas o al Monopoly con la familia o con su nieto. “A veces vemos películas por Netflix con todos. Me gusta verlas acompañado. Solo no me llama la atención ver cosas”, dice él. Pero una cosa tiene preocupado a Hugo: que su hija esté durmiendo sobre una camilla de reiki. “Voy a echar de menos estar aquí, pero no quiero molestar. Es mucho el sacrificio de mis hijas. Les metemos más boche, le interrumpimos las clases. Yo siento que sería mejor para ella que yo estuviera en mi casa. En realidad no sé, pero yo creo que yo también necesito mayor independencia, no sentirme en corral ajeno”, dice. Después agrega: “Ha sido una experiencia muy buena vivir de nuevo en familia. Siempre he pensado que la única felicidad es compartir con los amigos, la familia, las personas, no hay otra. Vamos para eso, ¿ah? Vamos a estar en familia. Y ser autosuficientes en todo: plantar una chacrita, poner placas solares y sacar agua de pozo”. 

“Voy a echar de menos estar aquí, pero no quiero molestar. Es mucho el sacrificio de mis hijas. Les metemos más boche, le interrumpimos las clases. Yo siento que sería mejor para ella que yo estuviera en mi casa”, dice Hugo.

POLOLOS CON CONVIVENCIA 24/7

Antes de la pandemia lo máximo que habían convivido juntos había sido una semana de vacaciones en Chiloé. Pero el resto del pololeo de un año y algo, era puertas afuera. Ella en una casa de Ñuñoa, él en su departamento de Santiago Centro. Pero cuando decretaron cuarentena, Manuel Acosta (29), arquéologo, y María Belén Medina (31), periodista, decidieron pasar ese periodo juntos, para evitar cruzar Santiago en el caso de que Belén tuviera que seguir yendo al trabajo cerca del Paseo Bulnes. Evaluaron dónde: la casa de ella tenía patio. El departamento de él sería todo para ellos. Optaron por lo segundo. 

Belén tomó  su computador, su kindle para leer y un par de prendas, y se instaló en el departamento de su pololo. “Nunca aventuramos el cambio de estación: me vine solo con ropa de verano. Después me bajó un poco la depresión de andar con los chalecos de Manu todo el día. Me tuve que comprar ropa online después”, cuenta ella. Para los dos, es la primera vez que conviven con una pareja.  “Era novedoso para mí. Congeniamos bien. Tenemos una rutina ya. Al principio éramos más ordenados, nos levantábamos temprano. Ahora no, pero trabajamos hasta más tarde”, cuenta él. La rutina que organizaron va desde la comida hasta la separación de espacios. Manuel abrió un espacio en su clóset para que Belén dejara su ropa y también le armó un escritorio para que pudiera trabajar. Después Belén lo decoró. “Tenía miedo de invadir su espacio. Ahora hay hasta cuadros míos acá”, dice riéndose. 

En la foto: Belén y Manuel. Registro Personal

También se pusieron de acuerdo para armar una dieta saludable, evitar la chatarra, tomar jugos al desayuno, a pesar de que ninguno de los dos cocinaba mucho. Se organizan así: para el almuerzo Belén hace las ensaladas y las cremas y Manuel, el plato de fondo. “Antes perdía verduras, ahora no. Aprendí a usar la cebolla para hacer sofritos y darle sabor a la cosa, hacer un buen bistec, el atún fue una gran revelación. No he engordado, que es lo que hubiera pasado si hubiera estado solo”, dice Manu. 

“Era novedoso para mí. Congeniamos bien. Tenemos una rutina ya. Al principio éramos más ordenados, nos levantábamos temprano. Ahora no, pero trabajamos hasta más tarde”, cuenta Manuel.

Igual hubo un proceso de adaptación, porque ambos estaban acostumbrados a vivir solos. “Pero no fue terrible”, dice él. “A mí a veces me gusta estar solo, me voy a la otra pieza para estar enchufado a mis cosas. Tener espacios propios dentro del espacio común es lo que más me ha costado. Yo soy medio antisocial y si ella no estuviera aquí, quizás hubiera habido días en los que no habría hablado con nadie”, dice Manu. También cuentan que pelean menos. O que han aprendido a bajarle la intensidad a los roces. “Tenemos una mejor resolución de conflictos. Si uno se enoja, está bien, pero la pelea no escala: nos enojamos, lo sabemos, pero no insistimos. Aprendimos que es importante no atraparnos en tonteras que no significan nada. Eso no lo hubiéramos aprendido si no hubiéramos vivido juntos 24/7”, dice María Belén. Manuel asiente y añade: “Estar acompañados le ha dado un sentido de normalidad a esto. Estamos haciendo vida. Ha sido una prueba de amor y compañerismo. Si sobrevivimos a esto, podemos sobrevivir a cualquier cosa”.

SEPARADOS PERO JUNTOS

Llevaban 7 años juntos y 2 años y medio de matrimonio cuando comenzó la pandemia. Y así siguieron por un tiempo. Conviviendo juntos en su departamento de un dormitorio, teletrabajando, “como una foto de Instagram”, dice Bernardita (34). Hasta que ella se empezó a hacer preguntas. ¿Cómo me gustaría que fuera mi vida después de la pandemia? ¿Cómo me gustaría seguir viviendo después? ¿Soy feliz en esta vida? Ella explica: “Soy súper cobarde para tomar riesgos, estar sola, pero con esto me sentí empoderada, me di cuenta de que no hay tiempo para tener miedo”. Así es que un buen día de marzo, se despertó y se dijo: Mi vida puede cambiar para mejor. Habló con su esposo. Le dijo que quería separarse y él estuvo de acuerdo. “No creo que me hubiera dado cuenta sin pandemia. Me empecé a cuestionar lo rápido que puede cambiar tu vida de un momento a otro. Él escuchó y estuvo de acuerdo con que no somos 100% compatibles. Fue todo muy civilizado, sensato. Es extraño. No estás acostumbrada a terminar una relación en buena. Seguimos los dos viviendo juntos por sentido común, entendemos que es difícil irse de inmediato, además nos llevamos bien, mejor que antes”, cuenta ella. 

Así, separados pero juntos, comparten el desayuno, el almuerzo, conversan sobre lo que pasa en el mundo, hacen la lista del supermercado, incluso siguen durmiendo juntos porque tienen solo una cama. “Pero nos preocupamos el uno del otro. Yo me cambiaré de casa y él será mi aval. Si uno está con depre, el otro lo apaña y así lo pasamos”, cuenta Bernardita. También les contó a sus papás sobre la situación. Ambos la apoyaron. “Es mejor que me despierte a los 60 y me dé cuenta de que no lo hice. Tampoco sé si me voy a arrepentir. También estoy abierta a eso. Con esto he aprendido a ser muy paciente. Una estaba acostumbrada a hacer las cosas ahora, al tiempo suyo y no del mundo. Me di cuenta de que soy capaz de tomar una decisión de forma responsable y que una tiene responsabilidad en su propia felicidad. Me da pánico lo que va a pasar, me imagino pasándolo incluso mal, pero siento que va a ser positivo no ser codependiente. Quizás no puedo hacer que se acabe la pandemia, sino cómo quiero mi vida después de la pandemia”. 

SER LA MAMÁ DE LA MAMÁ

En mayo, Paola Figueroa recibió una noticia inesperada y sorpresiva: en el hogar para adultos mayores donde su mamá vivía hacía 8 años había un brote de Covid-19. Había funcionarios y algunos residentes contagiados. A su mamá, María Ester, le harían el examen. Había que decidir qué hacer con ella: dejarla en el hogar, trasladarla a otro o enviarla a la casa de alguno de sus familiares mientras durara la pandemia. “Fue como una explosión, todo pasó muy rápido. El examen de mi mamá salió negativo. Nos juntamos con mis hermanos online. Fue crudo, fuerte. Uno nunca quiere conversar de estos temas. Algunos de mis hermanos son adultos mayores. Otros tienen enfermedades crónicas, así es que decidimos que yo la recibiría”. 

María Ester, de 87 años, llegó a la casa de su hija menor el 18 de junio. Allí Paola vive con su pareja, sus dos hijos mayores y su nieto de 10 meses quien se tuvo que ir un tiempo con su papá por el reordenamiento familiar. “Ahora recibí un bebé, una niña que es completamente dependiente físicamente y también de cariño y afecto. Solo una sonrisa suya te ilumina el día. Te abre los ojitos y te dice: ¡Hola mijita! Cada vez que vas, ella se alegra de verte”, dice Paola. Reconoce que no ha sido fácil: tener a su mamá en la casa significó no poder ver a sus hijos menores que viven con su papá, dejar de dormir por las noches para atenderla, estar pendiente todo el día de ella. “Lo hago con todo el amor, porque es mi madre, pero también es muy agotador. Hay que darle la comida. Darla vuelta. Lavar la ropa. Es algo que no termina nunca. Terminas de vestirla, de echarle cremita, en dos horas hay que volver a mudarla, cambiarla de ropa porque le dio frío, darle los remedios, agüita, sus colaciones”, cuenta. En los días soleados, han podido sacarla a tomar el sol al patio. También le dan colados porque a María Ester le gustan las frutas y a veces pide que le den tomate con ají y ajo. 

En la foto: María Ester en casa de su hija. Registro personal.

Todos en la familia han aportado su grano de arena para que María Ester esté bien y lejos del riesgo de contagio. Aún no sabe qué va a pasar: si María Ester va a volver al hogar, cuándo, en qué condiciones. “Pero cuento con el apoyo de todos, no hay presión de por medio. Esto me ha puesto en una disposición de vivir el día a día, porque en realidad una no sabe lo que se viene para nadie: hay que tratar de vivir intensamente, demostrando todo el cariño de la forma que se pueda. Ha sido una instancia para sanar muchas cosas, un reencuentro con la mamá tierna, cariñosa, dócil, algo que yo no estaba acostumbrada a tener. Los roles han cambiado. La pandemia me entregó a mi mamá de vuelta y yo estoy disfrutando lo que más puedo con ella, con todo lo eso significa. Nunca me voy a olvidar de esta experiencia. Este recuerdo va a ser impagable”.  

“Lo hago con todo el amor, porque es mi madre, pero también es muy agotador. Hay que darle la comida. Darla vuelta. Lavar la ropa. Es algo que no termina nunca. Terminas de vestirla, de echarle cremita, en dos horas hay que volver a mudarla, cambiarla de ropa porque le dio frío, darle los remedios, agüita, sus colaciones”, cuenta Paola.

JUNTOS POR LOS NIÑOS

Michelle y Cristian llevan seis años separados. Tienen cuatro niños de 6, 8, 15 y 17 años. Ella vive con los hijos en una casa, él tiene un departamento y una polola. Sin embargo, decidieron pasar juntos esta pandemia por los niños. Así, Cristian tomó sus cosas y se instaló en la casa de su ex y sus hijos a mediados de abril. Antes, tuvo que hacer cuarentena por el contagio de uno de sus jefes. Sin embargo, durante ese tiempo, Cristian igual estaba conectado con sus hijos: les mandaba encomiendas con chocolates, libros para dibujar, regalos, fotos, mensajes. También mercadería para la casa. “Igual estaba presente, él es súper buen papá”, dice Michelle. Y sigue: “Yo estaba un poco colapsada al principio con lo de los colegios. Tuve que cambiar mi conexión a internet, pedir dos computadores extra. Pero no podía con todo: las labores de la casa, estar toda la mañana con los niños y sus tareas, atender a mis pacientes (es terapeuta). Así es que él se vino a quedar acá después de que terminó su cuarentena”. 

Michelle le pasó su pieza para que Cristián duerma con los dos niños más pequeños y ella se fue a dormir a la pieza de ellos. “Yo le agradezco que ella me abra las puertas de la casa sin restricciones. Me fui para aliviarle el trabajo porque son cuatro niños y cada uno necesita cosas distintas. Trato de apoyarla en todo lo que puedo, pero igual respetando su espacio, sin pasarla a llevar porque es su casa”, cuenta él. Cristián tiene una polola, también separada y con hijos. “Creo que le costó un poquito, pero siempre he sido abierto con ella y le digo cuando me quedo aquí. Quizás le dé lata a veces. Pero yo le doy la tranquilidad de que sentimentalmente estoy con ella”, explica él. 

En la foto: Cristian, Michelle y sus hijos. Registro personal.

Así han podido pasar este tiempo juntos los seis. Cocinar, apoyarse en las tareas de la casa y de los niños y a veces todos se juntan a ver una película, jugar juegos de mesa y conversar después en la sobremesa. Incluso Michelle le pasa su auto a Cristián cuando lo necesita. Esta no es la primera vez que Cristián se quedaba en la casa: ambos tienen una buena relación. “Somos una familia atípica. Cada uno ha rehecho su vida: yo tuve un pololo y él tiene una pareja ahora. La gente nos mira raro, pero para nosotros es más fuerte el amor que tenemos por los niños. Yo lo considero mi amigo, él es super buen papá y la dinámica que tenemos es muy bonita”, dice Michelle. “Lo mejor de pasar esto en la casa es que he podido estar en el día a día con mis niños. No es lo mismo estar con ellos el fin de semana o que vengan a mi departamento. Es compartir 24/7, darles tiempo, detalles, cariño. El otro día mi hija de 15 me dijo que lo mejor ha sido que he estado ahí para el regaloneo”, dice Cristián. 

Hace pocos días Michelle estuvo de cumpleaños. Un día antes escuchó por casualidad cómo su ex les decía a los niños que le hicieran un regalo. Sus hijos más chicos le hicieron caso y le dibujaron algo. Celebraron todos juntos en la casa. “Esas cosas se valoran. Más allá de una relación de pareja, el cariño es lo que importa”, dice ella.

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