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24 de Agosto de 2020

Cuentos en Cuarentena | La visita

¿Qué pasaría si el Coronavirus, literalmente, tocara tu puerta? ¿Qué le dirías si lo tuvieras al frente? ¿Qué harías? Esas preguntas responde José Ruiz en su cuento; uno de los ganadores de la categoría Mención Honrosa del ciclo Cuentos en Cuarentena.

Por

Sentí unos golpes en mi puerta y salí a abrir. Soy el virus que están promocionando desde hace un tiempo, se presentó el visitante. Vengo del Oriente, anduve en Europa, Norteamérica y ahora llego aquí, a tu casa. ¿A quién buscas? le pregunté. A quien sea, me es indiferente, replicó. Pero si me das a elegir, te prefiero a ti, que nunca creíste en mi existencia. Siempre elijo a los escépticos, es como una cuestión de orgullo pisoteado que necesito reivindicar. No sé si me entiendes. Le dije que sí, aunque no entendía mucho ni me interesaba entender, pero al parecer, no estaba en posición de discutirle.

Por favor pasa, no te quedes ahí parado, entra y ponte cómodo, le dije, pensando que lo mejor era portarme como un ser civilizado cuando llega una visita. Aunque esta no sea la mejor ni la más esperada visita. Le indiqué que estaba solo, mi familia andaba repartida: mi señora internada en una clínica por una dolencia y en cuarentena como todos los internos, mis hijos trabajando y viviendo en otras ciudades del país. Así que me encuentras solo con mi perro. Nada más propicio para tus intenciones, le espeté. Sonrió, como me imagino que solo los virus pueden sonreír y este en particular. Una sonrisa tenebrosa me atrevería a decir. De ojos entrecerrados y una muestra de infinitos dientes en una boca enorme.

Foto del autor: José Ruiz

Debe tener hambre, pensé. Pero era una pregunta que no le iba a hacer y menos ofrecerle algo de comida. Detrás de mí, la televisión no hablaba de otra cosa que de él. Disimuladamente tomé el control remoto y cambié de canal, ojalá cualquiera que no diera las noticias. No quería que se inspirara viendo el terror que estaba provocando en el país, a poco de haberse declarado la muerte de setenta y tres personas más por su culpa. Me dijo que estaba cansado, que no fue fácil encontrarme pues me movía mucho, pero gracias a la cuarentena decretada por la autoridad sanitaria, se facilitaron las cosas y aquí me tienes, listo para invadir tu cuerpo y provocarte algunos malestares y lo mejor, ojalá que salgas de casa y me propagues por donde vayas, ese es el fin último de las pandemias, esparcirme hasta los lugares más remotos e inesperados.

Lo sentía hablar y percibía ese aire de suficiencia al haber logrado la tarea que le encomendaron resumida en un verbo: contagiar. Eso fue lo que el virus hizo, me contagió, me convirtió en portador. Anduve asustándome un poco. La verdad que algo más que un poco. Súbitamente me paré y fui a mirarme al espejo, a verificar algún cambio en mi aspecto. No quería demostrar temor delante de él, traté de disimular una cierta debilidad que me invadía. La verdad es que no sentía síntomas de la enfermedad, ninguno, solo una cierta invasión de hipocondría de saberse infectado de algo que desconoces y que de tanto repetir en todas partes, los síntomas aparecen. Entonces, sentí mi garganta un tanto adolorida, carraspera, tos seca, pérdida del olfato y un tanto afiebrado. El espejo reflejaba lo de siempre. A mí. Ni más ni menos diferente que hace diez minutos, desde que llegó el visitante.

Caminé hacia la ventana de mi departamento que daba a la calle principal tratando de evitar enfrentarme con mi visita y vi la ciudad vacía. De vez en cuando pasaba un auto, una patrulla de Carabineros y algunas personas con mascarillas cubriendo bocas y narices, caminando rápido, como si el apresuramiento de su andar, le hiciera al virus, imposible de alcanzarlos. O sea, el nivel de protección que ellos necesitaban y que creían obtener, estaba dado por caminar más o menos rápido. Así de simple. Seguía mirando esas pobres escenas que me presentaba la calle, tan llenas de vacío, carentes de vida y me estremecí al saberme invadido por el virus, cuando nunca hice algo por merecerlo, me dije.

Hubiera querido en ese momento de mirada hacia el mundo exterior sin vida, haber creído en algo superior, una religión quizás, algo que me hubiera sostenido y envalentonado para hacer frente con dignidad y valentía al invasor, pero al igual que las calles de la ciudad, yo estaba vacío de esos apoyos desde hace mucho tiempo, así que no era la hora de venir lloroso y suplicante a pedir por mi salvación ni mucho menos. Aún me quedaba un poco de vergüenza y no iba ir a pedirle a quien fuera, por muy dios que se creyera, que me otorgara un poco de clemencia ante la emergencia grave que surgía, incluso frente al terror que comenzaba a serpentear por mi espina dorsal y apoderarse de mí lenta pero decididamente.

Cerré los ojos creyendo que con ese gesto espantaba al visitante y todo seguiría igual cuando los abriera.

Me volví hacia la visita que, sentada en mi sillón preferido, al parecer muy a gusto, y a la vez que tamborileaba con sus largos dedos uno de los brazos, miraba con atención la televisión que pasaba un programa de concursos y canciones, al parecer de esos programas del recuerdo en blanco y negro, con mucho público presente, feliz de poder presenciar a su animador favorito y tener la posibilidad de ganar algún premio o por último, salir en la tele, mandar un saludo, hacer alguna gracia, lo que sea con tal de ser famoso por unos instantes. Toda esa imagen en la pantalla era tan contradictoria, tan irremediablemente absurda respecto de lo que estaba pasando en la calle, en la ciudad, en el país, en el mundo y en mi cuerpo, que por un instante creí que esa era la realidad y lo que sucedía en mi departamento, con esa visita sentada en mi sillón, era solo un sueño miserable, una fútil fantasía creada por mi gastado cerebro, ansioso quizás, de vivir de nuevo.

Cansado de soledades y temeroso de los insomnios que atacaban en noches cada vez más seguidas mis pésimos dormires. Cerré los ojos creyendo que con ese gesto espantaba al visitante y todo seguiría igual cuando los abriera. Con calles llenas de gente apurada, el tránsito de vehículos insoportable, lento y ruidoso. Pero no, allí seguía, esperando a ver si mi transformación era realmente lo que él esperaba o aún me faltaban algunos síntomas para completar el cuadro tétrico que me derrumbara por completo. Al verlo en esa postura de franca superioridad frente a mí, como diciéndome sin hablar, tengo todo el tiempo necesario para esperar verte caer rendido ante la escabrosa realidad que te invade, me vinieron todas las ganas de ‘llevarle la contra’. Como ha sido mi comportamiento los últimos cuarenta años, más o menos. O sea, nada que me lleve mucho trabajo realizar.

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Lo miré de la cabeza a los pies, casi despectivamente, le sonreí y le dije. ¿Sabes que ya están a punto de lanzar al mercado, absolutamente probada, la vacuna que te mata? Así de directa fue mi entrada en la confrontación. Sin rodeos. Sin pausas. Sin pestañear. Una bala disparada a quemarropa entre sus ojos. Pero por dentro, temblando de pavor, imaginando morirme de una estúpida enfermedad, que nació, creció y se hizo fuerte a miles de kilómetros de distancia, estando yo viviendo mi vida pacífica y trabajadoramente. Pensando que moriría sin que mis hijos ni mi esposa, al menos, me dieran un último beso y peinaran mis cabellos. Apenas con mi perro acompañando mis postreros estertores. Toda una escena para una muerte de porquería. Por todo ese espectáculo que mi mente imaginaba vívido y lleno de tonos y colores, es que sostuve desafiante su mirada, a ver si encontraba alguna duda. Algún temor inspirado en esa pregunta que le hice. Pero nada. No vislumbré nada. Es más, él nunca me miraba, siguió con su vista fija en la televisión en donde una señora se ganaba un Fiat 600 por responder unas preguntas, correr y tocar una campana y darse una voltereta en el suelo repitiendo unas frases sinsentido.

El visitante no me prestaba atención. Su ser de virus endemoniado y temible estaba atrapado por la televisión y todo lo que yo dijera o hiciera no tenía ninguna importancia. Fue como si hubiera olvidado a qué había entrado a mi casa de visita. Entonces, al igual que en la televisión, en que todos los sueños se hacen realidad, como dice el animador del programa que mi visita estaba atontado disfrutando, desaparecieron las imágenes en blanco y negro de ese programa del recuerdo y la pantalla se llenó de las letras que últimamente estábamos acostumbrados a mirar: ¡Último Minuto! La presencia del locutor informa que hay una noticia de suma importancia y que se conectarán de inmediato con la casa de gobierno, donde la autoridad de salud, le comunicará al país de qué se trata. Mi visita y yo quedamos pegados a la pantalla del televisor y quietos. Aparece la imagen de un señor gordo y con poco pelo frente a un micrófono, que yo identifico como el ministro de Salud de la nación, que ha estado a la cabeza de toda esta grave situación que ha debido enfrentar el país, anunciando que desde una pequeña isla del Caribe, donde médicos de muchas nacionalidades, incluidos profesionales nuestros, y que han estado trabajando desde que apareció el virus, descubrieron y probaron con éxito una vacuna que elimina esta enfermedad: ‘Científicos descubren elemento del genoma que sería clave en la respuesta inmunológica a las vacunas’. Ese era el mensaje que aparecía en la parte inferior de la pantalla, mientras el locutor de noticias seguía desarrollando la buena nueva: ‘para ser más claros y explícitos, esta vacuna mata el virus anidado en el cuerpo y mejora al paciente infectado’.

Luego seguía con una explicación que enredaba más las cosas, para continuar entrevistando a expertos y aparecidos que seguían tratando de explicar lo que ya estaba recontra entendido. Con esto último me quedó clarísimo lo que se estaba anunciando al mundo y al parecer, a mi visita también. Dio vuelta su cabeza hacia mí lentamente y me miró. Ya no estaba pendiente de la pantalla del televisor. Se paró del sillón y caminó hacia la ventana, tal cual lo hice yo hace un momento y corrió un poco la cortina para mirar a la calle. Yo tomé el control remoto y le puse mute, de manera que los protagonistas de la gran noticia se quedaron silenciosos, gesticulando, como desesperados por no poder alzar sus voces y seguir repitiendo lo que ya sabíamos.

Mi visita se movía como si flotara y no quisiera alterar el silencio que se produjo en la habitación. Yo me sonreí al pensar que cuando decidí llevarle la contra y le dije aquello de la vacuna que se había descubierto, nunca se me ocurrió que iba a ser cierto. Era solo un bluff que estaba tirando a la mesa. Solo pretendí alargar mi agonía, solo eso. Jamás imaginé que la mentira, se iba convertir tan rápidamente en realidad. Incluso, en un nivel de estupidez humana increíble, pensé en pedirle disculpas por lo que estaba sucediendo y explicarle que yo no había tenido nada que ver con ese descubrimiento. Luego pensé: ¿Será verdad eso que hemos visto en tantas películas e historias, que si uno desea algo con muchas fuerzas se puede volver cierto? Por lo menos, aquí resultó. A lo lejos se sentían voces y gritos, bocinazos, cacerolas, como cuando Chile ganó la Copa América, algo así me imaginé.

Mi visitante se acercó, con su mirada fija en mí, como queriéndome decir algo pero no podía articular palabras. Movía sus brazos, emitía sonidos extraños, volvía a la ventana, miraba, hasta que me empecé a asustar. Creí que podía ponerse violento y yo era la única persona más cercana que había si es que se le ocurría desahogarse. Le pregunté si quería que lo ayudara en algo (otra estupidez), pero seguía sin poder hablar. Fue hacia el sillón y se dejó caer, como derrotado, con sus brazos colgando a cada lado y su cabeza caída sobre el pecho. Era efectivamente eso, un ser derrotado en toda su expresión. A partir de esa imagen me di cuenta que debía tomar una decisión y le dije que su presencia en mi casa ya no era bienvenida (Como si lo hubiera sido alguna vez), así que hiciera el favor de irse inmediatamente. Todo esto lo dije conteniendo un impulso que tuve de tomarlo de un ala y lanzarlo a la calle por la ventana. Pero quise comportarme como un ser civilizado que aun era. Se levantó y caminó hacia la puerta de salida, al llegar se dio vuelta, me miró y tuvo la intención de devolverse como para darme la mano y despedirse. Yo me eché hacia atrás, casi con asco y repulsión. Entonces abrió la puerta, salió dejándola abierta y desapareció entre una multitud de gente que andaba por la calle, en una algarabía interminable y que yo no lograba entender.

FIN

Autor: José Ruiz Quinteros

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