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26 de Agosto de 2020

Cuentos en Cuarentena | Los mejores días de nuestras vidas

Es probable que en cuarentena todos recordemos tiempos de libertad en los que fuimos felices. Este cuento escrito por Paula Aguayo habla de esos recuerdos, el revivir a través de la memoria, y reconocer el amor que envuelve nuestras vidas. Es una de las menciones honrosas de nuestro ciclo Cuentos en Cuarentena.

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El día en que se decretó cuarentena en su ciudad producto del descontrol de la pandemia fue el día en que Rosa y Javier decidieron hacer la mayor locura de sus vidas. Recrear los mejores momentos. Llevaban más de sesenta años juntos, y la cantidad de experiencias y aventuras vividas eran muchísimas. Como todo el mundo algunas eran muy tristes pero la mayoría eran geniales y bellas, igual que ellos. Se habían conocido en ese pequeño pueblo del sur de Chile al que no volvieron más que para funerales de parientes muy cercanos pero que habían causado grandes dolores en ellos y por lo mismo se habían ido a la gran ciudad donde las oportunidades eran más abundantes y variadas.

Luego de notar que los más afectados por la pandemia eran los viejos decidieron hacer un resumen de sus vidas, se sentaron en la mesita de la cocina y con papel en mano Rosa comenzó a anotar, ella era la de la letra bonita y la ortografía correcta a pesar de no haber terminado humanidades, Javier en cambio era el de los arreglos, aunque últimamente el temblor de sus manos no le permitía hacer nada que requiriera mucha precisión. Rosa que siempre había sido muy organizada dividió la hoja en dos columnas, las enunció, a la derecha lo malo, a la izquierda lo bueno y acordaron comenzar por lo malo y así no quedar con una mala sensación al terminar. Esa lista fue corta, ambos eran seres muy positivos y habiendo sido aún muy jóvenes habían acordado eliminar de sus recuerdos lo que los hacia triste, aunque ambos sabían que habían cosas que quedaban grabadas en la piel.

Pero la lista de lo bueno fue todo un reto, recordaron tantos acontecimientos que optaron por ordenarlos. Primero los ocurridos antes de casarse, luego los ocurridos durante la infancia de los niños y finalmente los ocurridos en estos últimos años. Como lo suponían la lista dió para tantas risas que mientras comían y tomaban tecito olvidaron que ese día llegaría su nieta Tania, “La pelos locos” como le decían, ella era la encargada de llevarles lo necesario y debían esperarla en el descanso de la puerta para recibir las cosas, desinfectarlas y así evitar cualquier posible contagio. Pero al ver que nadie salía a pesar de sus constantes – ¡Alo! -Tania decidió entrar y los encontró riendo hasta las lágrimas con la mesa llena de fotos sueltas y papeles rallados.

Foto enviada por la autora: Paula Aguayo

Con mucha paciencia y agüita Tania debió esperar a que se les pasara el ataque de risa que había llevado a Rosa corriendo al baño. En secreto Tania tuvo la imagen de dos adolescentes que no pueden para de reírse del mundo y de cierta forma quiso algo así para ella. Cuando los abuelos lograron relatarle su plan, ella rió con un ademan de incredulidad que provocó la astucia de Rosa que le aseguró que llegarían al fondo de esta aventura.

Antes de ordenar todo para irse a la cama acordaron que harían solo 6 recreaciones, una cada día, en orden cronológico, ya sabían con cual iniciarían y según como saliera esa verían con cual seguirían. Al caer la noche ambos se durmieron con una ansiedad juvenil que no sentían hace mucho, ya que al día siguiente conocerían por segunda vez al amor de su vida.

Por la mañana muy temprano rosa se levantó, se duchó y se vistió con el vestido más lindo que tenía y a pesar del dolor que significaba saco del fondo del closet los tacones azul marino que amaba. Se peinó y se maquillo como se usaba en los años cincuenta y salió a desayunar. Javier que no podía más de los nervios sintió como su corazón saltaba al ver nuevamente a la morena bonita que le había quitado el sueño esa mañana en la estación del tren.

Entonces atinó solo a comer en silencio y luego rápidamente se fue al patio trasero donde comenzó a barrer a pesar de que estaba muy limpio, Rosa entendió perfecto, así era como se habían conocido, ella debía ir por primera vez sola a la gran ciudad a buscar los bultos que su madre le había encargado para hacer los delantales de las niñas del internado y el apuesto joven que barría el andén la ponía nerviosa porque no dejaba de mirarla y sonreírle, ella pensaba que tal vez se le había soltado el moño o el labial se le había corrido, o quizás era tan evidente su miedo que se veía chistosa, entonces un tanto molesta pero curiosa y contraria a todo lo que le habían enseñado le grito para preguntarle qué de que se reía, ante lo cual el muy fresco se había acercado rápidamente y había entablado conversación, tan amena y tan chistosa que de ahí en adelante y aunque no hubiese viaje de por medio se juntarían a conversar todas las mañana un ratito, por tres meses hasta que Javier le había declarado su amor y su intención de ser su novio, entonces Rosa le había pasado un papelito con su dirección para que fuera a hablar con su madre a las 4, que era cuando ella tomaba el mate de la tarde y se relajaba un poco.

Al terminar el juego, Rosa se paró y se fue a su pieza a cambiar de ropa para almorzar, entonces Javier abrió el papel y descubrió que decía: “ya no recuerdo la dirección de mi madre, pero por favor no faltes”. Lo cerró y lo metió en su bolsillo.

El resto del día transcurrió de manera normal, solo que ambos se sorprendían riendo solos en los momentos más inoportunos, como quien esconde un secreto. Antes de dormirse Javier miro a Rosa y le dijo: “apaga la tele vieja, que mañana te robo” Rosa sintió como se atragantaba con la emoción.

Decidieron ponerse a bailar, seleccionaron igual que chiquillos que salen por primera vez, los discos más locos y movedizos

A la mañana siguiente Rosa abrió los ojos y Javier no estaba a su lado. Sintió ruido abajo y quiso darle tiempo para hacer lo que estaba haciendo, al fijarse mejor se dio cuenta que sobre la almohada y con letra muy temblorosa había una nota que decía, “desayune en la cama” entonces bajó la escalera con mucho cuidado, armó su bandeja con una leche tibia y un pancito y se fue a la cama de regreso. Cuando ya iba por la mitad de la tasa sintió que unas piedritas chocaba contra el cristal de la ventana y entendió todo. Javier venía a robársela. Claro, porque la visita a su madre había sido un desastre. Como se le ocurría enamorarse de ese pelafustán sin futuro, cuando ella ya le había visto que su mejor futuro era con el cabo Gutiérrez que pasaba patrullando a diario por afuera de la casa y a pesar de ser diez años mayor que ella demostraba un respetuoso interés por la niña. Pero no, a ella le gustaba ese picante, el mismo que al asomarse por la ventana la esperaba muy pinteado y con un regio bolso cruzado al pecho.

Entonces Rosa recordó la velocidad con la que había arreglado una maleta y se había deslizado escalera abajo hacia el peladero pero ya no tenía diecinueve, más bien estaba rozando los ochenta por lo que la posibilidad de bajar por la escalera de pintar la aterró, Javier entendió y subió por dentro de la casa, la tomo de la mano y susurrando bajito la alentó, ¡corre negrita! Así salieron al patio trasero y pasaron por entre las mantas y tiras de ropa que Javier había colgado y entre todo ese enredo la introdujo en la bodega del patio donde había arreglado el camastro viejo de Luis su hijo menor, y había puesto un cajón con una vela y un jarro de agua al costado del lecho. Rosa miro esa modesta decoración y de inmediato entendió, ya habían huido en el tren a la ciudad y habían llegado a esa pensión horrible que por primera vez les permitió amarse plenamente y sin apuros. La pobreza y sencillez de ese lugar los inundo y los obligó a fundirse en un tierno beso. Entonces Javier comenzó a desvestir lentamente a Rosa que abrió sus ojos de par en par con una picardía muy propia de ella y entendió que el juego debía seguirse al pie de la letra.

Así descansando abrazaditos en esa cama diminuta los sorprendió Tamara que ante lo evidente decidió dejar las cosas en la mesa de la cocina y retirarse en silencio, cada vez más enamorada del amor.

En los dos días siguientes recrearon la llegada de su primer hijo y el día en que Javier consiguió ser contratado en la industria y comprado la casa en la que ahora vivían, se acostaban exhaustos y felices, ni noticias veían, no sabían cuán rápido y peligrosa había avanzado la pandemia, sabían por Tamara que los suyos estaban bien y con eso les bastaba.

Al final del cuarto día ambos sabían que no podían dejar pasar el momento más terrible de sus vidas, la partida de Gabriel, su conchito. Y no lo dejarían para el último día, para ese debían dejar algo bello y tranquilizador. Esa noche ambos durmieron mal, supieron así que hay cosas que te mortificaran por siempre.

A la mañana siguiente Tamara llego muy temprano, entro, se ducho y les entregó la muñeca vieja que traía en la mochila. Cuando sus abuelos le explicaron la recreación que tocaba ese día, pidió permiso para quedarse, en un rincón, en silencio. Ese día fue sólo de Rosa, mientras se movía relataba lo que recordaba, que para sorpresa de todos era mucho más de lo que pensaban.

Gabriel tenía siete días, había nacido bien, sin problemas, Rosa lo fue a levantar de la cuna para alimentarlo y notó que estaba extraño, medio ahogado y se quejaba suavemente pero sin parar, rápidamente y ante la sorpresa de Javier y Tamara corrió al living donde hablo con una enfermera imaginaria que le señaló que él bebe solo tenía hambre, que ella no sabía alimentarlo, y aunque Rosa le explicaba que ya había criado a tres niños saludables y fuertes la mujer imaginaria la empujo fuera de la habitación. Entonces ella con el bebe en brazos lloro y lo abraso hasta que otro ser imaginario le pide que la siga en silencio y la conduce a otra habitación, para ese momento ya era palpable el dolor de Rosa y tanto Tamara como Javier lloraban en silencio. Cuando llegaron a la otra habitación Rosa comienza a responder preguntas que guardaba grabadas con sangre en su memoria: si, duerme toda la noche,- sí, ya comió- no yo no he puesto nada en su ombligo, se cayó solito. ¿Por qué haría eso yo? ¿Cuantos días se va a quedar? ¿Por qué no puedo venir a darle pecho? Entonces se dio la vuelta y con paso cansado llego hasta el pequeño sofá junto al teléfono y espero un buen rato, nadie se atrevió a hablar. Cuando levanto la mano para tomar el teléfono Javier se adelantó tomo su mano, se arrodillo frente a ella y juntos lloraron la partida de su pequeño Gabriel, su ángel Gabriel como Javier gustaba llamarlo.

Rosa lloro, lloro tanto que se agotó y entre Javier y Tamara la acostaron. Al bajar la escalera Tamara le sirvió un té a su abuelo y mientras lo bebían frente a frente Javier confeso que si hay algo de lo que se arrepiente en la vida es el no haber acompañado a Rosa en todo esto, pero se consoló repitiéndose que en esos tiempos esas eran cosas de mujeres y los hombres sólo se dedicaban a trabajar como burros. Al terminar el té Tamara se despidió y Javier subió a hacerle compañía a Rosa.

Al día siguiente volvió la alegría al hogar, debían hacer la última recreación y sabían exactamente cual sería.

Se levantaron al alba y comenzaron a cocinar los mismos platos que recordaban habían cocinado el día maravilloso en que había nacido Tania, no era su primera nieta pero si era la primera hija de Lucila, la del medio y había nacido después de años de embarazos fallidos, lagrimas, exámenes, tratamientos y cuestionamientos. Ese día fue maravilloso, prepararon lengua nogada, un arrollado de malaya, enguindao y mistela, pichanga, churrascas con chancho en piedra y una torta de duraznos que a Rosa le quedaba increíble.

Todo debía estar listo para el anochecer, cuando llegaran los amigos y familiares que en este caso serían imaginarios, por la pandemia y porque varios ya habían partido. Después de almuerzo Javier salió, bueno en realidad se metió al cuarto de los cachureos y saco el tocadiscos que hace casi treinta años habían comprado en honor a la recién llegada, además de una guirnalda de papel de arroz que estaba guardada cuidadosamente en una caja y que en colores pastel casi desapercibidos por el paso del tiempo decía “BIENVENIDA TAMARITA”. Se rieron con picardía al recordar el comentario de su hija al verlo y señalar que pasarían por lo menos 6 años antes de que la niña pudiera leerlo, ahí recordaron que jamás se lo habían mostrado y que cuando lo viera más tarde seguro le iba a encantar. Porque así era la Tamara, amaba las antigüedades.

Llevaron ambas reliquias al living y se aseguraron con gran emoción de que el tocadiscos funcionaba muy bien. Cuando llegara la única invitada real a la fiesta le harían entrega oficial de artefacto, era algo que ya se había hablado pero nunca se había concretado y Tamara prefería no presionar a los viejos y dejarlos que lo entregaran el día en que se sintieran listos.

Cerca de las seis estaba todo listo, la mesa, la comida, la guirnalda y el tocadiscos. Entonces y para esperar a Tamara como debía ser decidieron ponerse a bailar, seleccionaron igual que chiquillos que salen por primera vez, los discos más locos y movedizos y bailaron como trompos riendo, recordando pasos y movimientos graciosos que despertaban las más ruidosas carcajadas. De a poco se fueron sintiendo muy cansados y decidieron que tenían tiempo para una siesta antes de la llegada de la invitada especial, entonces se recostaron juntos en el sillón y ente susurros valoraron su vida, su familia y la oportunidad que esta cuarentena les había dado de recordarlos a todos. Así llenitos y felices se besaron en los labios y cerraron sus ojos.

Cuando Tamara entro en la pequeña casa se sintió inundada por ese horrible y conocido olor, instintivamente corrió hacia la cocina sin cerrar la puerta y abriendo todas las ventanas que encontró a su paso. No vio nada más. Efectivamente el fogón trasero estaba abierto y sin llama, lo apagó.

Se devolvió corriendo al living y vio la escena, era hermosa, una mesa llena de cosas deliciosas y antiguas, cosas que la llevaban a un pasado divertido y lleno de familiares felices, una guirnalda antigua que le daba la bienvenida a ella y a nadie más que a ella y sobre el sofá los cuerpos inertes y bellos de la pareja que simbolizaba el amor absoluto para ella en la tierra. Estaban fundidos en un abrazo tierno y suave y distribuían su peso de manera que cada uno sostenía en parte al otro, sus rostros cercanos a punto de tocarse mostraban una tranquilidad de otro plano, algo celestial. Tamara los miró sonriente, alegre a pesar de tener la certeza de que ya no estaban ahí o probablemente sí pero más cerca de ella que del sofá, lloró pero no sufrió, definitivamente era el mejor regalo que la cuarentena les podría haber dado, recordar, valorar, reír y llorar los mejores días de sus vidas.

Por Paula Aguayo Aguirre

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