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Opinión

24 de Septiembre de 2020

Columna de Daniel Brieba: “No soy yo, eres tú”

Como pareja infiel que llena de regalos a la parte engañada en vez de pedir perdón y buscar recomenzar la relación desde un nuevo lugar, los partidos (y en particular los tradicionales) han evitado enfrentar las preguntas y cambios difíciles que le permitirían mirar a la ciudadanía nuevamente a los ojos.

Daniel Brieba
Daniel Brieba
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Por estos días, la petición de diversas organizaciones de la sociedad civil de facilitar la inscripción de independientes en la eventual Convención Constituyente nos ha recordado que ser independiente, y participar en política como independiente, se ha vuelto atractivo para mucha gente. Estamos viviendo un tiempo intensamente anti-partidos. Sin este clima, la petición de facilitar la participación de independientes en nuestros procesos políticos representativos – como si representarse a sí mismo fuera más virtuoso que representar a un colectivo – sería difícil de entender.

Los partidos obviamente perciben este ambiente, pero parecieran estar esperando que mágicamente pase el chaparrón para luego seguir por la vida como siempre. El problema es complejo, porque sin partidos sanos no hay democracia sana; y, sin embargo, los propios partidos parecen no querer asumir que su relación con la mayoría de la ciudadanía está no sólo dañada, sino derechamente quebrada. Invirtiendo el popular dicho, las y los chilenos parecen estar diciéndole hace rato a los partidos: “no soy yo, eres tú”.  

Como bien sabe cualquier pareja, recomponer relaciones quebradas es muy difícil. Por ello, gestos que años atrás podrían haber tenido una notoria eficacia simbólica, hoy no son vistos sino como concesiones que la clase política le entrega a un pueblo furioso y para el cual nada será suficiente: ni la rebaja en la dieta, ni la reducción en el número de congresistas, ni la reducción del Congreso a una cámara, ni exigencias mayores de transparencia legislativa. 

Sin partidos sanos no hay democracia sana; y, sin embargo, los propios partidos parecen no querer asumir que su relación con la mayoría de la ciudadanía está no sólo dañada, sino derechamente quebrada. Invirtiendo el popular dicho, las y los chilenos parecen estar diciéndole hace rato a los partidos: “no soy yo, eres tú”.

Por supuesto, cada una de estas medidas puede tener méritos (o no), pero el punto es que hoy se leen no desde su conveniencia institucional de largo plazo sino simplemente como el quitarle algo de privilegios a políticos que ya han acaparado demasiados. Por eso, el reflejo de tantos políticos de simplemente “agachar el moño” a la demanda popular del momento podrá ganar algunos puntos en la encuesta de la semana siguiente, pero al mismo tiempo ello sólo establece relaciones culposas con la ciudadanía, que puede oler a kilómetros de distancia que se conceden dichas medidas como sacrificios que buscan aplacar la furia del volcán popular antes que como intentos serios por refundar una relación sobre nuevos términos. 

Como pareja infiel que llena de regalos a la parte engañada en vez de pedir perdón y buscar recomenzar la relación desde un nuevo lugar, los partidos (y en particular los tradicionales) han evitado enfrentar las preguntas y cambios difíciles que le permitirían mirar a la ciudadanía nuevamente a los ojos.

¿Es posible refundar esa relación, es decir, que los partidos recuperen cierto grado de confianza y de legitimidad ciudadana? No lo sé; quizás es demasiado tarde. Pero sí me parece claro que gestos tímidos ya no serán suficientes. En el corto plazo, concederle a los independientes la posibilidad de competir en listas propias facilitando las inscripciones de candidaturas parece un mínimo básico, precisamente por la situación en que se encuentran hoy los partidos.

Como pareja infiel que llena de regalos a la parte engañada en vez de pedir perdón y buscar recomenzar la relación desde un nuevo lugar, los partidos (y en particular los tradicionales) han evitado enfrentar las preguntas y cambios difíciles que le permitirían mirar a la ciudadanía nuevamente a los ojos.

Pero a mediano y largo plazo, la solución no será tener cada vez más independientes, sino mejores partidos. Y, en ese sentido, sugiero tres medidas que se podrían adoptar para proponerles con cierta credibilidad a los chilenos algo así como un nuevo comienzo. 

Primero, la única manera de expiar culpas es pagando costos. Esto requerirá, particularmente en los partidos más antiguos, quiebres simbólicos profundos con su pasado y sus prácticas. La forma puede variar: adoptando códigos públicos de conducta, sancionando públicamente a los que rompan normas éticas (y no sólo legales), ciertamente dejando de defender públicamente a condenados por delitos por muy amigos que sean, y así sucesivamente. Lo importante, más que las medidas en sí, es que se presenten, de manera pública y notoria, como parte de un nuevo estándar de conducta aplicable a todos, sin distinción de rango o cercanía con los líderes del partido.

La única manera de expiar culpas es pagando costos. Esto requerirá, particularmente en los partidos más antiguos, quiebres simbólicos profundos con su pasado y sus prácticas.

Segundo, un nuevo comienzo requiere caras nuevas en posiciones de liderazgo. No es creíble refundar una relación manteniendo en el poder del partido a los que llevan años ahí. Piénsese, por ejemplo, en la costumbre en el Reino Unido, donde después de cada derrota electoral, el presidente del partido renuncia a su puesto y es reemplazado por una cara nueva (usualmente más joven). En Chile, en cambio, la generación de la transición ha tenido una vida política de una longevidad francamente extraordinaria. Los que vienen después no son necesariamente mejores (lamentablemente), pero la falta de rotación impide, además, foguear a los nuevos.

Finalmente, los partidos requieren reclutar líderes social y territorialmente mucho más diversos. En esto los partidos difieren hasta cierto punto, pero en general predominan caras políticas masculinas, de Santiago y de clase media-alta. Si en circunstancias normales,  esto no es recomendable, menos lo es tras el 18 de octubre.  Si desde entonces, el reclamo apunta a la sensación de abuso, a la idea de que el poder económico y el político están imbricados y aliados en contra del pueblo, esa falta de diversidad se vuelve tóxica. Sin meritocracia interna – y, recordemos, el opuesto de la meritocracia es el apitutamiento – los partidos no podrán ser vistos como expresiones del Chile igualitario que todos dicen querer, ni tampoco podrán construir credibilidad entre los que no se ven reflejados en la élite.

Lo que está en juego es mucho. Si los partidos no logran recuperar al menos parte de su antigua legitimidad y autoridad (las dos van de la mano), el futuro se vislumbra muy incierto. Además del proceso constituyente, hemos abierto un proceso de regionalización del poder a través de elecciones de gobernadores, que en otros países latinoamericanos ayudó a fragmentar aún más sus sistemas de partidos. Por mucho que éstos sean odiados, la verdad es que sin unos pocos partidos fuertes, la gobernabilidad se suele deteriorar fuertemente. 

Sin meritocracia interna – y, recordemos, el opuesto de la meritocracia es el apitutamiento – los partidos no podrán ser vistos como expresiones del Chile igualitario que todos dicen querer, ni tampoco podrán construir credibilidad entre los que no se ven reflejados en la élite.

En ese sentido, en el largo plazo, la ausencia de gobernabilidad – o de eficacia para tomar decisiones colectivas y mantenerlas en el tiempo – puede producir una falta de legitimidad aún más profunda que la de una clase política enquistada. Con 18 partidos chicos, por decirlo así, no llegaremos ni a Nueva Zelanda, ni a Australia, ni a Suecia. En suma, o bien los partidos pagan los costos que requiere plantearle a la ciudadanía un nuevo comienzo, o ese nuevo comienzo será tal, justamente por ser un salto vacío en el que terminamos por abandonarlos.

*Daniel Brieba es académico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez.

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