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Opinión

5 de Noviembre de 2020

Columna de Florencio Ceballos: Inyección de democracia

Agencia Uno

“No he logrado dar con otro ejemplo reciente, de esta década agitada, de una nación democrática que, en medio de un proceso de agitación social de gran envergadura, con múltiples hechos de violencia y violaciones a los derechos humanos, haya posibilitado un ejercicio altamente democrático”.

Florencio Ceballos
Florencio Ceballos
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Han pasado diez días desde el 25 de octubre y sigo contento. Además de contento, estoy optimista. No se trata de candidez ni voluntarismo. Me resulta evidente que existen cien escenarios en que este proceso vertiginoso que se inició hace un año como un estallido y selló su itinerario la semana pasada en las urnas, puede descarrilarse. Y cien más en que aún sin descarrilarse, pueda terminar decepcionando al punto de que la ciudadanía rechace un nuevo texto en el plebiscito de salida, dejándonos en un paradojal interregno constitucional. 

Y, sin embargo, creo que es mucho más lo esperanzador. Lo que ha hecho Chile al estallar una crisis social para luego refrendar la posibilidad de encaminar una solución por la vía de un itinerario constitucional es un gesto de un enorme coraje político, coraje no tanto de su élite como de su ciudadanía. Creo además que, mirado en la perspectiva larga de los treinta próximos años, con las tensiones económicas, medioambientales, tecnológicas, culturales y sociales aparejadas, lo que tenemos al frente es una oportunidad única de partir con mejor pie esos nuevos desafíos.

A través de su historia, Chile ha demostrado una extraña y misteriosa capacidad de ofrecer “modelos”, de ser -para bien y para mal, una y otra vez- un laboratorio de experimentos políticos a escala real.  Considerando éxitos y fracasos -y fracasos que parecían éxitos- en general nos fue más bien que mal. 

En momentos en que el fascismo ascendía en Europa en los años 30, el Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda, representó uno de los escasos pactos de izquierda y centro izquierda en el mundo. Ni a León Blum en Francia ni a la segunda república española les fue bien. Pero a 12.000 km de ahí, el Frente Popular permitió, quizás, el gobierno progresista más exitoso de la historia republicana chilena.  

A través de su historia, Chile ha demostrado una extraña y misteriosa capacidad de ofrecer “modelos”, de ser -para bien y para mal, una y otra vez- un laboratorio de experimentos políticos a escala real.  Considerando éxitos y fracasos -y fracasos que parecían éxitos- en general nos fue más bien que mal.

A una escala menos dramática, por cierto, la Revolución en Libertad de Frei, con su opción “tercerista”, ofreció un camino programático de reformas estructurales como alternativa al trabado eje comunismo/capitalismo de la Guerra Fría que en su momento fue vista como una inspiración importante

A fines de los 60, en momentos en que la guerra de proxis entre los dos bloques arreciaba, Allende ofreció una vía posible, una vía chilena al socialismo, dentro de las reglas de funcionamiento de una democracia liberal. Ya sabemos cómo acabó eso. Sin embargo, más allá de los aspectos heroicos y trágicos, lo que hubo fue un modelo inédito y a escala real que marcaría por mucho tiempo el debate global. 

En los años del giro conservador de Reagan, la Thatcher y Juan Pablo II, la dictadura emprendió una refundación neoliberal autoritaria que supo capturar el espíritu de dicho bando, e inspirar lo que se conocería a la postre como las influyentes y nocivas políticas de ajuste estructural

En los años 90,  tras la caída del muro y la instalación de un nuevo orden hegemónico -los años del fin de la historia– lo volvió a hacer una quinta vez, con la centroizquierda liderando una transición pacífica, acordada (ya sabemos cuáles eran las fronteras de ese consenso) y económicamente próspera que consagraba a Chile como el “alumno aventajado” en un mundo necesitado de modelos transicionales exitosos. 

Independiente de su ubicación ideológica, cada una de esos experimentos logró conectar con una gran corriente de la historia -incluso en la infamia dictatorial-  y vislumbrar una salida hacia adelante.  Pienso que Chile tiene hoy la oportunidad de ofrecer una vez más una vía posible para imaginar un nuevo orden global y un nuevo tipo de pacto social, en momentos en que el antiguo parece derrumbarse. Por lo pronto, ya ha hecho una contribución fundamental a ese debate: será la primera convención democráticamente electa con paridad efectiva de género. Esperamos que la representación de los pueblos originarios corra la misma suerte. 

Lo que sucedió desde el 18 de octubre en adelante, el estallido, es un evento histórico, inesperado, épico e inédito en la historia republicana del país. Pero desde una perspectiva global no es único.  Es un fenómeno de agitación de masas fuertemente emparentado -a pesar de su singularidad- con lo que sucedía ese mismo año en El Líbano, en Cataluña, en Francia, en Hong Kong, en Irán, en Argelia. No son exactamente lo mismo -todos estos casos difieren también entre ellos- pero comparten ciertos rasgos que se inscriben, además, en una década de movilizaciones sociales desde las primaveras árabes a las múltiples y sucesivas oleadas de protesta global de las que- por lo demás- Chile fue un actor importante.

En poco más de 10 años -una década larga para utilizar la terminología hobsbawmiana- que parte con la crisis financiera del 2008 y la visibilización de los dejados de lado en el proceso globalizador, en que la relación de los ciudadanos con la política cambió de manera radical. 

Una década en que la confianza en las instituciones y los representantes políticos se hundió a profundidades nunca vistas. Una década en que las plataformas tecnológicas y sus perversiones algorítmicas amplificaron las posibilidades de coordinación política, pero al mismo nos encerraron en burbujas funcionales a la más interesada y retrógrada agenda política. Una década que partió más bien “a la izquierda”, termina más a la derecha de lo que muchos pudieron imaginar. Una década en que la generación de jóvenes más educados de la historia, cuyo esfuerzo individual no se tradujo necesariamente en mejores empleos, sino que al contrario en nuevas configuraciones de la marginación social y económica. Una década de movimientos feministas, ambientalistas, indigenistas, de diversidad sexual, identitarios, que logran conquistar posiciones relevantes del debate político. Una década en que olas migratorias gigantescas, surgidas de los conflictos y desestabilizaciones, volvieron a alimentar con fuerzas los peores instintos xenófobos.  Una década de concentración obscena de la riqueza y de hastío ante la corrupción sistémica de las élites.  Una década en que el recurso a la violencia, con diferentes grados e intensidades, volvió a hacerse parte de la protesta social.  Una década simultánea y paradojalmente de liberalización de las costumbres y de moralización de los actos privados y públicos que transformó -mentirosamente en mi opinión- lo “políticamente correcto” en una suerte de insulto vago e indeterminado. Una década que acabó en una pandemia. 

Todo eso que sucedió en Chile y ocurrió también en el resto del mundo. No es único. Lo que está por pasar, en cambio, sí lo es. 

En poco más de 10 años -una década larga para utilizar la terminología hobsbawmiana- que parte con la crisis financiera del 2008 y la visibilización de los dejados de lado en el proceso globalizador, en que la relación de los ciudadanos con la política cambió de manera radical. 

No he logrado dar con otro ejemplo reciente, de esta década agitada, de una nación democrática que, en medio de un proceso de agitación social de gran envergadura, con múltiples hechos de violencia y violaciones a los derechos humanos de por medio, haya posibilitado un ejercicio altamente democrático de reescritura de la constitución como forma directa de salida del conflicto. Los ejemplos que me han sugerido los amigos -Argelia, El Líbano, Islandia, Irlanda, Francia- no se acercan. El ejemplo constituyente colombiano, quizá el más próximo, ya está pronto a cumplir 30 años. Responde a una época radicalmente distinta.  

Suena descabellado suponer que una operación de esta envergadura, en estas condiciones, pueda ser exitosa. Pero ya lo he dicho: soy optimista. Al menos sus primeros pasos los ha dado con pie firme y creo que el país cuenta con varios activos inestimables para lograrlo. 

*Florencio Ceballos es sociólogo, DEA en Ciencias de la Educación y Especialista Principal del Programa de Intercambio de Conocimiento e Innovación (KIX) de la Alianza Global para la Educación (GPE).   Reside en Canadá.  

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