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Opinión

18 de Noviembre de 2020

Columna Diana Aurenque: ¿Hasta que la dignidad se vuelva Constitución?

“Uno de los problemas conceptuales más serios en torno a la articulación constitucional de la noción de “dignidad” no se debe, principalmente, a la buena o mala voluntad de sus redactores. Siendo justos, el problema es una ambigüedad teórica”.

Diana Aurenque Stephan
Diana Aurenque Stephan
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Hoy, además de conocer posibles candidatos y candidatas a convencionales, se torna cada vez más urgente fijar la mirada sobre los contenidos vertebrales que han de estructurar la nueva Carta Magna. Un desafío mayor, pues se trata de identificar y seleccionar, entre una gran variedad de convicciones y anhelos implícitos en la victoria del Apruebo, ideas claves para un nuevo pacto social. La imbricación constitucional de la protección de la “dignidad” es, sin duda, una de ellas.

La palabra “dignidad” nos ha acompañado lealmente desde octubre del 2019. Sea en la nueva denominación de Plaza Italia o Plaza Baquedano como “Plaza Dignidad” o “de la dignidad”; o en uno de los lemas más potentes de la movilización social que advertía no detenerse “hasta que la dignidad se vuelva costumbre”. Resulta evidente que la dignidad debería tener un lugar fundamental en la nueva Constitución. Pero no se trata de su sola enunciación. Recordemos que la Constitución vigente ya en su primer artículo sostiene que “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Con todo, esa afirmación claramente expresa más una retórica igualitarista que una realidad social o un ideario político.

Ahora bien, uno de los problemas conceptuales más serios en torno a la articulación constitucional de la noción de “dignidad” no se debe, principalmente, a la buena o mala voluntad de sus redactores. Siendo justos, el problema es una ambigüedad teórica.

La noción “dignidad” tiene una enorme importancia normativa, ética y jurídica, a la vez que una incomparable fuerza retórica. Por ello, no sorprende que raramente encontremos “detractores” de la dignidad –más bien todo mundo la defiende. A partir de Cicerón, la dignidad deja de ser considerada mera cualidad honorífica (por procedencia o un cargo), sino que se comprende en relación a la naturaleza humana. Así se inicia una tradición que comprende al ser humano como un sujeto con una distinción y valor particular, distinto a otras especies o cosas del mundo, y que le hace objeto de un tratamiento ético-jurídico especial. 

Posteriormente, la patrística comprenderá la dignidad del ser humano en base a su semejanza con Dios, su imago Dei; Santo Tomás relacionará la dignidad con nuestra capacidad racional; en la modernidad, Picco De la Mirandola profundizará en la relación entre dignidad y autonomía. Con todo, es indiscutible que le debemos a Kant una de las interpretaciones más contundentes e influyentes del concepto.

Para Kant, el ser humano es una persona debido a que posee una dignidad especial. La dignidad no se basará en un valor derivado por ser copia de la divinidad, sino por la propia capacidad de autonomía, que prohíbe instrumentalizar y valorar lo humano a partir de cálculos. Que el canibalismo, la tortura o la esclavitud no sean prácticas permitibles en sociedades modernas expresa paradigmáticamente el reconocimiento kantiano de la dignidad humana como la protección de una persona como “fin en sí misma” y no como medio para fines. En efecto, desde la Declaración de los Derechos Humanos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1948) el resguardo de la dignidad constituye una de sus tareas más importantes, contenida ya en su Art. 1.

Pese a que el concepto es ampliamente defendido y utilizado en una serie de debates éticos y/o jurídicos, es indudable que trae sus propias complejidades. Schopenhauer fue uno de los primeros filósofos en advertir algunas de ellas al denunciar que, si bien goza de gran fuerza retórica, se trata de un concepto “vacío”. Nietzsche profundizará el punto del maestro, criticando además su antropocentrismo. Y una de las últimas controversias surgió cuando Ruth Macklin, filósofa anglosajona, en 2003 publicó un artículo titulado “La dignidad es un concepto inútil”. Pero, ¿por qué decir que es un concepto vacío e incluso inútil?

Esto se aclara cuando analizamos un ejemplo real. El Art. 1 de la Constitución alemana sostiene: “La dignidad del ser humano es intocable (unantastbar)”. Esa afirmación, además de ser muy similar a los artículos antes mencionados, quiere asegurar que a) todos los seres humanos poseen dignidad y b) que ella no puede ser violentada. El Estado debe, entonces, hacer todo cuanto pueda para protegerla.

Ahora bien, podemos estar de acuerdo con ambas afirmaciones, sin embargo, el problema ocurre cuando uno quiere efectivamente darle contenido a eso que debemos proteger: la dignidad. Pues, mientras que algunos comprenderán que resguardarla significa “proteger la vida humana” (como fracciones anti-abortistas que vinculan el concepto con la “santicidad” de la vida, otros pueden entenderla como “respetar la autonomía” o “integridad física” de las personas, al modo de quienes abogan por el derecho a decidir sobre el cuerpo; desde la posibilidad de un aborto a la eutanasia). Observamos que, usando la misma palabra “dignidad”, se pueden defender posturas contrarias (por ejemplo,  en argumentos en contra o a favor del aborto); este hecho demuestra que no basta que el concepto aparezca en un acuerdo constitucional. Se trata más bien de que dialoguemos sobre ¿qué queremos decir cuando exigimos que “la dignidad se vuelva costumbre”?

“En Chile, podríamos decir, sólo en el papel que “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, pero no en su experiencia vital”.

Intentemos interpretar: si debemos volver la dignidad una “costumbre”, entonces debe tornarse una práctica, un ejercicio que desplegar. La frase nos dice que la dignidad, pese a que esté postulada en la actual Constitución o en tantas otras declaraciones, está puesta como un atributo vacío, como una propiedad formal, pero que no se cumple en propiedad. En Chile, podríamos decir, sólo en el papel que “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, pero no en su experiencia vital. 

Por eso, quizás una nueva Constitución podría proponer una forma distinta para pensar la dignidad, ya no al modo de una posesión, como algo que se tiene fija y formalmente, tampoco como un privilegio antropocéntrico; sino más bien en sentido dinámico. Que la “dignidad” se vuelva costumbre podría significar que estamos llamados a generar prácticas que “dignifiquen”. Auizás tendríamos que tomar un poco de Kant y Sartre, para proponer que respetar la dignidad realmente busca aprender a dignificar, es decir, a propiciar las condiciones para que cada uno pueda desarrollarse y autodeterminarse libremente, obviamente, mientras no se dañe a terceros.

*Diana Aurenque es filósofa, académica de la Universidad de Santiago de Chile (Usach).

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