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Opinión

21 de Noviembre de 2020

Columna de Manfred Svensson: Parlamentarismo de Jiles

"Pamela Jiles, en efecto, puede ser solo un síntoma. Si es así, la respuesta primordial no puede ser demonizarla, sino atender a la enfermedad. Como todos los síntomas, sin embargo, tiene que ser tomada en serio. De no hacerlo, podemos terminar descubriendo una verdad conocida desde hace siglos: que aunque en una primera etapa hayan servido para humillar a los poderosos, los aduladores del pueblo pueden terminar dañándolo más profundamente que éstos".

Manfred Svensson
Manfred Svensson
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A un año del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, el estado de nuestra clase política no parece mostrar asomo de recuperación. El resultado del plebiscito, como muchos notaron, sugería una aprobación de la salida política que los partidos ofrecieron a la ciudadanía, pero al mismo tiempo, un castigo a esos mismos partidos. Eso daba a la clase política cierto espacio para actuar, pero era un margen escaso y sobra decir que no fue aprovechado. Cada semana que nos separa del plebiscito, en efecto, ha sido de una más honda erosión.

En la derecha, esta debacle tiene su expresión más notoria en la incapacidad de emerger con unidad tras un plebiscito que comprensiblemente enfrentó dividida. En lugar de la coordinación esperada, sus parlamentarios –en una proporción considerable– le dieron al gobierno un golpe inaudito con el retiro del 10%. Por lo pronto, no hay siquiera un atisbo de explicación satisfactoria para ese hecho. En la izquierda, en tanto, la crisis bien puede ilustrarse por el protagonismo que ha adquirido el movimiento de “Independientes No Neutrales”. No cabe duda de que, dada la alicaída condición de los partidos, trae sus frutos invocar al mantra de la independencia. Pero si uno de los potenciales beneficios del proceso constituyente era la rehabilitación de la política –y no solo la creación de nuevas reglas del juego–, aquí estamos ante una colosal oportunidad perdida.

Pero por importantes que sean estos casos, el hecho más significativo de las últimas semanas es que la diputada Jiles dejara de ser una figura anecdótica. Hace apenas unos meses, vale la pena recordar, era solo cierto bochorno el que se sentía al ver sus espectáculos en el hemiciclo. Ya eso, desde luego, era preocupante, pues probaba de modo consumado –como si tal prueba fuera necesaria– que buscando políticos en el mundo del espectáculo, la política se convertiría en una variante más de éste. Con todo, la situación es hoy bastante más seria: en cosa de días, Jiles se ha posicionado en las encuestas como la política mejor evaluada, ha entrado en la carrera presidencial, y es descrita por personas como el liderazgo más capaz para afrontar los problemas de pensiones, salud y distribución del ingreso. Si se busca algún consuelo ante este delirio, solo se encuentra el hecho de que en realidad Jiles gana una competencia en la que nadie es muy bien evaluado.

En cualquier caso, lo realmente preocupante no es el actuar de ella y la adhesión con la que comienza a contar, sino el modo en que ha aglutinado a parlamentarios de partidos tradicionales. Si durante años la ex Concertación erró asumiendo acríticamente el diagnóstico que el Frente Amplio hacía del país, ahora hemos llegado a una versión enfermiza de dicha capitulación. Entre los prominentes “nietitos” de Jiles se encuentran, después de todo, los diputados demócratacristianos Matías Walker y Gabriel Silber, como si no tuvieran mejor árbol al que arrimarse. La prensa, en consecuencia, también ha comenzado a alterar el modo en que la trata: ya no es objeto de curiosa atención, sino que ha pasado a ser una comentarista autorizada de la realidad: “es este Parlamento el que está gobernando”, comenta en tal función, tristemente con razón. ¿Habrá sido este el sueño de Quintana cuando cinco meses atrás pedía un parlamentarismo de facto?

Los motivos para preocuparse no son pocos y, como más de alguien ya ha notado, tampoco son pocos los paralelos con Trump: la ausencia de lealtades de partido, el desprecio por las formas, la política como espectáculo, los seguidores fanáticos, todos estos son rasgos compartidos por este tipo de figuras. En efecto, uno de los hechos sorprendentes de la última quincena es que deplorando el actuar de Trump, y celebrando su caída, tantos en Chile hayan estado dispuestos a pasar por alto estos paralelos con Jiles. Aquí hay importantes puntos ciegos, y más vale reconocerlos para captar hacia dónde nos podemos estar dirigiendo.

Esto no significa, sin embargo, que la histeria progresista respecto de Trump deba ahora replicarse respecto de Jiles. La mera indignación, como han mostrado los años del fenómeno Trump, solo volvió a sus críticos incapaces de entender cómo alguien en el mundo podía votar por él. Según las célebres palabras de Hillary Clinton, dichos votantes no serían más que una “cesta de deplorables”, y en la perplejidad actual bien puede ocurrir que esa sea nuestra primera reacción ante los fanáticos de Jiles. Pero estos “deplorables” –sus nietitos– parecen haber visto en ella al menos una cosa valiosa: una conexión con ellos y sus frustaciones, y la promesa de castigar y humillar a los poderosos de siempre. Y en parte está cumpliéndola: humilla a unos logrando la aprobación de lo que antes parecía intocable, humilla a otros atrayéndolos a su órbita.

Pero tras ese triunfo se ocultan enormes confusiones. Hay, en primer lugar, una confusión entre tener “calle”, empatizar, tener conexión, y el muy distinto fenómeno que es conducir. Algo de “calle” ayuda a conducir, pero la colosal incapacidad de conducción que padece Chile –partiendo por la presidencia– no se va a solucionar con mera “conexión” con las frustraciones de la ciudadanía. Que parlamentarios de partidos históricos sean arrastrados por Jiles a esta confusión es bastante revelador del punto crítico en que estamos. En segundo lugar, estamos ante una confusión entre velar por el bien del pueblo y simplemente satisfacer sus necesidades inmediatas. Es la ley de la vida humana que alcanzar el bien pasa por subordinar apremiantes necesidades presentes a consideraciones de largo plazo. En la vida política tal vez el mejor termómetro para evaluar esa capacidad sea la discusión sobre pensiones, y nuestro caso revela un paciente gravemente enfermo.

Pamela Jiles, en efecto, puede ser solo un síntoma. Si es así, la respuesta primordial no puede ser demonizarla, sino atender a la enfermedad. Como todos los síntomas, sin embargo, tiene que ser tomada en serio. De no hacerlo, podemos terminar descubriendo una verdad conocida desde hace siglos: que aunque en una primera etapa hayan servido para humillar a los poderosos, los aduladores del pueblo pueden terminar dañándolo más profundamente que éstos.

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