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Opinión

7 de Diciembre de 2020

Columna de Agustín Squella: ¿Vivir sin autoridades ni normas?

"Por momentos tengo la impresión de que la situación actual, además de no consistir en la ausencia de normas, sino en una más frecuente violación de estas, y esto último con aprobación expresa o tácita de muchos de los que no intervienen directamente en la violación y que la validan desde una cierta distancia, sería más bien la de un cambio de las normas, un proceso que toma su tiempo y que siempre se inicia con la transgresión de aquellas que se encuentran vigentes(...)", dice Agustín Squella en este texto.

Agustín Squella
Agustín Squella
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 “Anomia”, se dice a veces para caracterizar los tiempos que corren, especialmente en Chile, o sea, falta de reglas, en circunstancias de que lo que ocurre es más bien transgresión de reglas, desconocimiento de ellas, violación de patrones de conducta que creíamos firmemente afianzados, y eso no solo en la Plaza Baquedano, sino también en la política, en los grandes negocios, en algunas ramas de las fuerzas armadas.

    Una cosa es la falta o inexistencia de reglas –lagunas las llaman los juristas- y otra muy distinta la violación de las que hay, una violación frecuente, persistente, ostensible, aunque no necesariamente masiva, en especial cuando se trata de violencia en las calles, tomas de recintos educacionales u ocupaciones de terrenos. Y lo que tenemos hoy, junto a dicha violación, podría ser un momento en que las normas se trasgreden no para acabar del todo con ellas ni con las autoridades que las establecen, sino para cambiar las primeras y reclamar ante las segundas por la forma en que ejercen su autoridad, que las más de las veces no pasa de ser ejercicio del mero poder que tienen. 

  Cualquiera entiende la diferencia entre “autoridad” y “poder”; por ejemplo, a partir de que la primera es tanto un poder legítimo (establecida por normas que  otorgan competencia para mandar) como legitimado (que cuenta con la aquiescencia de quienes están llamados a obedecer los mandatos). A veces se reconoce “autoridad” a alguien que ni siquiera ostenta un poder legítimo y cuya influencia en las ideas o comportamientos de los demás  es fruto únicamente de la aprobación que su figura, su ejemplo o su palabra provocan en muchas personas. El “poder”, en cambio, puede no ser ni legítimo ni encontrarse legitimado, o sea, tratarse de puro poder, de un desnudo poder, de un poder no otorgado por reglas ni ejercido con la aprobación de quienes le están subordinados, que es lo que ocurre cuando se alude al “poder económico”. Ninguna norma ha dado mayor poder a los ricos y sus acciones tampoco suelen contar con una alta aprobación del público. Por otra parte, hablamos también de “autoridad económica”, pero eso para referirnos a un poder público legítimo y a la vez legitimado que regula y controla las actividades económicas, sancionando a quienes no cumplen las reglas del caso, así sea que las sanciones resulten irrisorias.

“Ninguna norma ha dado mayor poder a los ricos y sus acciones tampoco suelen contar con una alta aprobación del público”.

    Volviendo a nuestro planteamiento inicial, por momentos tengo la impresión de que la situación actual, además de no consistir en la ausencia de normas, sino en una más frecuente violación de estas, y esto último con aprobación expresa o tácita de muchos de los que no intervienen directamente en la violación  y que la validan desde una cierta distancia, sería más bien la de un cambio de las normas, un proceso que toma su tiempo y que siempre se inicia con la transgresión de aquellas que se encuentran vigentes. Lo mismo, me parece que lo que se demanda no es el fin de toda autoridad, sino un cambio en la forma en que las personas dotadas de autoridad ejercen esta de cara a sus subordinados. Autoridades hay en diversos ámbitos –familiar, pedagógico, político, religioso, militar- y el reclamo que se les estaría planteando hoy, especialmente por los jóvenes, tendría que ver con el modo en que ejercen su autoridad y no con el hecho de tenerla. Nadie quiere vivir sin padres, sin profesores, sin gobierno, sin parlamento, sin policías, como las personas que adscriben a una religión o iglesia tampoco querrían vivir sin sus pastores, y lo que se les pide a todos ellos es que cambien su manera de ejercer la autoridad de que se encuentran investidos. Un cambio a favor de un ejercicio más horizontal que vertical, más igualitario que jerárquico, más colaborativo que unipersonal,  más participativo que impositivo, más empático que antipático.  Así, por ejemplo, lo que los jóvenes nos estarían pidiendo a los profesores no es que nos vayamos definitivamente de la sala de clases, sino que cambiemos nuestro comportamiento dentro de esta, del mismo modo que los trabajadores de una empresa o de un servicio público no aspirarían a prescindir de toda jefatura, sino a que esta se ejerciera de otra manera, más próxima, más personalizada, más considerada, más humana.

     Resulta curioso que algunos intelectuales de nuestro tiempo que venían   afirmando con total seguridad lo que calificaban como un “cambio epocal” sean los mismos que denuncian ahora la “anomia”, espantados ante el tiempo que les toca vivir y sin advertir que ese cambio anunciado por ellos, y hasta propiciado por muchos, se iba a expresar, primero que nada, con la transgresión de muchas de las normas de la sociedad o época que estaríamos dejando atrás. ¿O un cambio de época podría producirse de manera tan simple, fácil y ordenada como ocurre cuando nos cambiamos una vestimenta por otra?

    Los intelectuales, hoy más consultados que antes, o simplemente más deseosos de ser protagonistas y hasta guías de la historia, debiéramos guardar mayor coherencia con los planteamientos que hacemos ante las diferentes audiencias, a saber, estudiantes, colegas, lectores, talleristas, radioescuchas o televidentes. Más coherentes, y también más cautelosos y reflexivos a la hora de conjeturar el futuro del país, del continente o de la completa humanidad. Un intelectual comprometido con su tiempo no es el que camina en pose de profeta y ni siquiera de poseedor de la única y correcta interpretación de los mundanos acontecimientos. Un intelectual de ese tipo puede pedir algunos resguardos frente al cambio –sobre todo si este fuera de época-, mas no oponerse a todo cambio y proclamar que no hay mejor alternativa que el mundo que tenemos ahora.

” ¿O un cambio de época podría producirse de manera tan simple, fácil y ordenada como ocurre cuando nos cambiamos una vestimenta por otra?”.

   En su último libro, Daniel Innerarity dice algo de los filósofos que es aplicable también a los intelectuales que han abierto consultorio aquí y allá para ser consultados acerca de todo, especialmente en tiempos de pandemia. Lo que afirma Innerarity es que no le hace mucha gracia que ahora estén llamando y consultando a los filósofos, porque eso significa que los que tendrían que saber lo que pasa y lo que hay que hacer no saben absolutamente nada.

    Vengo de publicar Desobediencia, y resulta feo que lo diga, pero se trata de una palabra que viene a cuento con esta columna. No se trata de hacer la apología de la desobediencia, aunque tampoco la de la obediencia, porque ni una ni otra deberían ser adoptadas como un dogma a seguir en todo caso. ¡Vaya si resultaría patético estar llamando a la desobediencia cuando pasé ya los 75!  ¡Y vaya si no me habría transformado en un reaccionario si estuviera llamando a la obediencia!  Establecido que la juventud es edad antes de la desobediencia que de la obediencia, procuro no incurrir ni en efebofobia ni en efebofilia, dos muy malas maneras de envejecer, y que consisten , la primera, en el rechazo a los jóvenes, y la segunda en la glorificación de estos. La primera es típica de los que cada vez que ven a un joven con una pancarta en la calle, y aún antes de leer lo que lleva escrito en ella, lo reprueban a viva voz o con silbidos, mientras que la segunda es la de los que en similares circunstancias se ponen a aplaudir  ciegamente al joven de la pancarta.

“Un intelectual comprometido con su tiempo no es el que camina en pose de profeta y ni siquiera de poseedor de la única y correcta interpretación de los mundanos acontecimientos”.

       Peter Ustinov, el formidable actor inglés, solía recordar que mucho más daño a la humanidad ha hecho la obediencia que la desobediencia, mientras que el gran Charles Bukowski celebraba el hecho de que el capitán saliera a comer y los marineros tomaran el barco. Así fue como el escritor norteamericano tituló el diario de vida que llevó en su último tiempo, mientras recorría casi diariamente los hipódromos de California en busca de un momento de paz consigo mismo, en espera de que los caballos cumplieran con sus sueños. Más serios, Rousseau proclamaba que el corazón solo recibe leyes de sí mismo y que, por tanto, queriendo encadenarlo se lo libera y se le encadena dejándolo libre, mientras que Erich Fromm nos recordaba que de la desobediencia venimos, al menos según el relato del Génesis, y que probablemente la historia de la humanidad termine también por un acto de desobediencia.

       ¿Ausencia de reglas? ¿Trasgresión de ellas? ¿Cambio de reglas? Vaya uno a saber, aunque me inclino por las dos últimas alternativas.

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