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Reportajes

27 de Enero de 2021

Adelanto “Memorias de una niña alba” de Bruna Faro

Aurora es una niña de siete años que relata las vivencias de sus compañeras en el hogar de menores El Alba ubicado en Osorno. Hambre, abandono, abusos y torturas son sólo algunas de las dolorosas experiencias que vive el grupo de niñas que vive en el hogar durante los años 80'. En un valiente relato su autora nos traslada en esta novela desgarradora y profunda. "Memorias de una niña alba", es una novela escrita por Bruna Faro.

Por

Ya había perdido la cuenta de cuántos meses estábamos en el hogar, pero me parecía una eternidad. Ya había aprendido la dinámica de la autodefensa. Ya nadie se metía conmigo.

Podía defender a mi hermana.

Había sido testigo presencial y de oído de las cosas que pasaban en las noches. Más de una vez había escuchado al tío Ricardo sacar a alguna interna de la cama, que posteriormente escuchaba llorar y sollozar. Había aprendido a comer cuanta fruta y flor salía de los árboles, plantas y pasto, aunque la fruta no era fruta como le decíamos, sino un fruto.

Había aprendido que cuando Ricardo aparecía en el patio había que arrancar y procurar no ser vista por él; que las tías sabían todo lo que pasaba de día y de noche. Me había acostumbrado que ya era una rutina que mi abuela nos llevara a su casa, al menos, fin de semana por medio, y que la felicidad se acababa cuando llegábamos cada domingo a la avenida en donde al fondo se veía la fachada del hogar; que jamás éramos invitadas a los cumpleaños de nuestros compañeros de curso; que ninguna era dueña de sus cosas; que si querías conservar algo como tuyo, debías encontrarle un escondite en algún lugar, como un árbol o un hoyo en la tierra; que la mejor forma de acortar las tardes era jugar payaya; que el tío Ricardo parecía otra persona cuando estábamos en la escuelita dominical, a veces hasta llegábamos a pensar que era bueno.

Me había acostumbrado a que anduviéramos con zapatos dos tallas más grandes o más pequeñas de las que cada una tenía. Ya sabía por qué a Pauli se le caía un abrazo, había sido porque la tuvieron que sacar con unos fierros cuando nació, y le cortaron un ligamento. Comprendí que era tan flaca porque no comía lo suficiente y estaba desnutrida.

Ya sabía que cuando comíamos arroz con choritos, debíamos tener cuidado con los caracoles que salían en nuestros platos, no sabíamos si era porque estaban vencidos o porque se almacenaban mal. Ya no me extrañaba ver a las grandes, por lo general a la Jaramillo y la Pacheco, recogiendo arena con piedras en baldes en el patio, aunque no sabía para qué. Me había acostumbrado a que nuestras ropas siempre parecían de folclor, todos los días me preguntaba cuándo debíamos bailar cueca. Ya sabía que no era prioridad darnos una chaqueta para caminar al colegio. Por las mañanas, por las tardes y en días de lluvia, nuestra piel se tornaba morada de frío. Ya me había hecho la idea de que, por más que ahorrara el dinero que mi abuela me daba cuando me iba a ver, jamás me alcanzaría para comprar un pan con ají que vendían en el negocio frente a la escuela; que el chico que me gustaba, jamás me miraría porque siempre andaba mal vestida; que a mí, y a todas, nos daba terror ir al dentista a Fundación Mi Casa, porque casi no nos ponían anestesia y llorábamos un montón. Ya me había dado cuenta, como todas, que la tía Rosita era la única que nos acariciaba cada vez que nos retaban, castigaban y torturaban, aunque tampoco hacía justicia. Me enteré de que el hogar era manejado en su totalidad por miembros de la iglesia evangélica Asamblea de Dios, y que cuando te decían que Dios y sus siervos eran buenos, era una mentira.

Sabía que si alguna interna se arrancaba del hogar, nadie la salía a buscar, llegaban solas. Excepto a la Jaramillo. Me di cuenta un día después de almuerzo. Todas andaban alborotadas.

—¿Qué pasó?, ¿por qué todos corren? —le pregunté a Pauli que siempre todo lo sabía.

—¿No sabí’? La Jaramillo se arrancó. Cuidado ahí viene el Coco, mejor que no nos vea —me dijo señalando al tío Ricardo que se acercaba a paso firme por el patio.

—¿Dónde está la hermana de la Jaramillo? —le preguntó a gritos a una de las tías.

—Ya la están buscando —respondió la cuidadora con nerviosismo.

—¡¡Que venga ahora!! —gritó el Coco.

La vimos salir casi corriendo del pabellón de las grandes.

Una de las internas la acompañaba tratando de seguirle el paso.

—¡Yo sé dónde puede estar mi hermana! —le dijo a Ricardo antes de que él pudiera decirle algo.

—Vas a ir conmigo a buscarla —le dijo él caminando hacia el auto que guardaban en un garaje que estaba pegado al pabellón al lado de un avellano.

Ella salió tras él a paso rápido y se fueron.

—¿Te dai cuenta que cuando la Jaramillo se arranca, el

Coco se desespera? —me preguntó Pauli.

—A la Gabriela no la salieron na a buscar el otro día —le comenté a mi amiga.

—No po, solo a la Jaramillo.

—¡Aurora! —gritó una de las internas que venía desde las oficinas—. Tení’ visitas.

—Debe ser mi abuela —le dije a Pauli—. Voy a buscar a la Margarita.

La encontré tras unos arbustos jugando con tierra. Le miré la ropa. No podía salir a recibir a mi abuela así. La llevé a la costura en donde me dieron ropa para cambiarla.

Nos apresuramos a bajar hacia la puerta principal. A medida que avanzábamos comencé a ver la silueta de una mujer que no se parecía a la de mi abuela. Junto a ella estaba un hombre. Ambos de espalda. No se parecían a nadie que recordara.

Ambos hablaban con la tía Hilda, avancé con cautela y desconfianza. ¡Nos van a adoptar!, pensé. Frené el paso, tomé a Margarita de la mano y comencé a retroceder lentamente.

Miré en todas direcciones buscando un lugar donde esconderme. La mirada de la tía se posó en mis ojos e hizo una seña a sus acompañantes para que se dieran la vuelta hacia nosotras.

Cuando pude ver sus rostros, un cosquilleo recorrió mi cuerpo. El corazón me latía rápidamente. Se me cortaba la respiración y de mis ojos brotaban lágrimas sin cesar. Corrí lo más rápido que pude y me tiré a los brazos de mi padrino.

Lo abracé tanto y tan fuerte, que cuando lo miré a los ojos, de los suyos también corrían lágrimas. Luego me cambié a los brazos de mi madrina y le besé el rostro con devoción.

Creí estar en una dimensión alterna. Sentir sus cuerpos, versus rostros, sentir el aroma de sus ropas, era lo mejor que me había pasado en meses. Ellos vivían en Argentina y sabía que habían viajado solo para verme.

—¡Mi amor! —me dijo mi tía con sus ojos llenos de lágrimas—.

Mirá su pelo, se lo cortaron —dijo dirigiéndose a mi tío que sostenía a Margarita en sus brazos.

—¡Tía! —dije entre sollozos. Las palabras no me salían, solo podía llorar de la emoción.

Yo era la hija mayor de la hermana de en medio. Mis tíos, que eran mis padrinos, se habían hecho cargo de mí en los momentos más difíciles. Eran todo en mi vida. Los amaba con locura. Con ellos a mi lado todo era más sencillo. Pasaron largos minutos antes de que pudiera recuperar la compostura.

No podía soltar a mi tía del cuello, temía perderla si lo hacía.

—Aurora, bájate y escúchame —me dijo la tía Hilda—.

Ellos no son tus familiares directos y no pueden sacarte a pasear, pero les daré la autorización para que puedan quedarse la tarde con ustedes, porque viajaron desde lejos para verlas. Y me doy cuenta de que se conocen y son importantes para ustedes. ¿Me entiendes?

—Sí —dije en un susurro casi inaudible.

—Pueden estar en el patio en los lugares de al frente —le dijo a mis tíos y estos les respondieron con un movimiento de cabeza.

La tía volvió a las oficinas y conduje a mis padrinos haciael prado debajo de los árboles.

—¿Cómo están? —me preguntó mi madrina con la cara llena de tristeza.

—Bien —le dije posando mi cuerpo en el césped.

—Estás tan grande. Con tu tío Emilio viajamos solo para verlas. Cuando nos enteramos que estaban acá, comenzamos a planear el viaje.

—¡Qué bueno que vinieron! —dije sollozando y tirándome a sus brazos.

—No. No llores mi vida. Ya estamos acá.

—Los he echado de menos. ¿Hai visto a mi mamá?

—No mi vida. Nadie la ha visto.

—¿Y a mi papá?

—Tampoco, pero mejor cuéntanos cómo es el hogar.

De a poco les fui narrando cómo funcionaba el hogar. Se sorprendían mucho con cada cosa que les contaba. Me daba cuenta de que en ocasiones reprimían lágrimas y se apoyaban entre los dos para permanecer fuertes. Comenzamos a reírnos. Se alegraban cuando escuchaban a Margarita hablar.

Comimos de las cosas que nos llevaron para compartir. Se impresionaban cuando mi hermana engullía los caramelos.

Yo no podía dejar de mirarlos. Pensaba estar soñando cuando veía el sol reflejarse en sus cabellos brillantes, casi inmaculados. Cuando los miraba todo era perfecto, olvidaba donde estábamos y los abrazaba para sentir ese aroma dulce y especial que siempre tenían sus ropas. Ese aroma que atesoraba y añoraba cada día en silencio. Jamás había querido decirlo, pero los amaba. Más que a mis papás. Eran mis salvadores, los héroes de mi vida. Ya me sentía completamente plena, afortunada y honrada, de que hubiesen viajado solo para vernos.

Mi tío me contó que su hijo ya caminaba; que daría cualquier cosa por tenernos a los tres juntos. Me imaginé la situación y soñaba con que fuese así. Me mostró fotos de él, era una pequeña bola con rulos. Una bola hermosa a mis ojos.

Cuando los árboles comenzaron a dar sombra, y la tía caminaba hacia nosotros, supe que mi sueño acababa. Antes de que llegara hasta donde estábamos, me tiré al cuello de mi tía y me prendí con fuerza.

—No te vayas. Por favor, no te vayas. Llévanos —le dije con súplica.

—No las puedo llevar, mi vida —me dijo ella, estallando en llanto.

—Cleme, cálmate. Ya sabes lo que nos dijeron a la entrada.

No nos dejarán volver —se apresuró a decir mi tío—.

Ahí vienen.

—Ya es hora. Se terminó la visita —anunció la tía, clavando una mirada severa en los ojos de mi madrina—. Aurora, despídanse.

—¡No! ¡No quiero! —respondí llorando.

—Despídanse de las niñas, por favor, y abandonen el hogar.

—Mi vida. Nos tenemos que ir. Dame un abrazo y a tu tío Emilio también. Vamos a volver lo más pronto que podamos.

—¡No quiero! —gritaba pegada a su cuello.

Sentí las manos de alguien rodeando mi cuerpo y tirando de él. Era otra de las tías que trataba de separarme de mis padrinos.

Se armó un alboroto. Yo pataleaba, mi tía lloraba, mi tío la consolaba y me miraba con tristeza. Margarita lloraba por el ruido. Las tías empujaban a mis tíos hacia las oficinas.

Sentí el último calor que me entregaron sus manos al rozar mis dedos cuando nos alejaban. Mientras me llevaban en brazos hacia el pabellón, pude ver que la tía discutía con mis padrinos mientras se secaban las lágrimas.

No supe dónde se llevaron a Margarita, pero cuando fui consciente de dónde estaba, me encontraba en el suelo del dormitorio hecha un ovillo y llorando. Me paré. Traté de abrir la puerta pero estaba cerrada por fuera. Grité, golpeé, pero nadie fue. Me senté en el piso y lloré hasta que no tuve más lágrimas.

Las horas pasaron y no fui consciente del anochecer hasta que la puerta se abrió para que entraran mis compañeras a acostarse. No había sentido hambre y en ese momento me di cuenta de que estaba castigada, pues no me habían llamado para ir a cenar.

—¿Cómo estai? —me preguntó Pauli agachándose al lado de mi cama apenas entró en el dormitorio.

—Bien. ¿Hai visto a la Margarita?

—Sí, en el comedor.

—Entonces ella comió, qué bueno.

—¿Tení’ mucha hambre? Te traje un pedazo de pan que pude esconder —me dijo mi amiga, extendiéndome su huesuda mano.

No hablé. Recibí el pan y me lo metí a la boca. Tragué sin masticar.

—Afuera había puro lío.

—¿Qué pasó?

—Encontraron a la Jaramillo. Las cabras la vieron pasar a la sala del castigo y el Coco llevaba el palo. Después dicen que escucharon gritos.

—¡Ya no quiero estar aquí! —dije llorando.

—Ya, pero no llorí’ otra vez. Te van a castigar de nuevo.

Traté de dormir. Me costó, pero cuando me abracé, aún podía sentir el aroma de mis tíos. Un aroma a enjuague de ropa, olor a limpio, dulce y refrescante.

Nombre del libro: “Memoria de una niña alba”
Autora: Bruna Faro
247 páginas
Mago Editores

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