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Opinión

28 de Enero de 2021

Debate sobre la eutanasia: el bien de la vida y el bien de la muerte

“Esa decisión puede tener lugar sin perjuicio de los cuidados paliativos que se deben prestar a todo el que los necesite. Recibir esos cuidados tendría que ser un derecho de todos, pero sin excluir la legítima posibilidad de que el paciente que se beneficia con ellos decida igualmente morir”.

Agustín Squella
Agustín Squella
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   Cada vez que se habla de temas valóricos nos referimos a asuntos a los que reconocemos una fuerte carga emocional y moral, y que, por lo mismo, interesan a la totalidad de los individuos, dividiendo y enfrentando sus opiniones y sentimientos. Sin embargo, lo que debemos hacer en ese tipo de asuntos es ponernos atención unos a otros y no descalificarnos para obstaculizar  toda posible conversación. 

De la convicción de que las creencias últimas de las personas son difíciles de abandonar –decía un filósofo italiano-, he sacado la lección más importante de mi vida: “detenerme ante el secreto de cada conciencia, escuchar antes de discutir, y discutir antes de condenar”.

    Todos tenemos alguna idea del bien y de los caminos para realizarla –así, en general-, pero todos nos formamos también un parecer moral acerca de determinados asuntos de carácter específico, tales como divorcio, aborto, eutanasia, matrimonio entre personas de un mismo sexo, etc, y ese parecer, en este último caso, puede ser también general o referido a una situación personal que nos afecte en materia de divorcio, aborto, eutanasia u otras decisiones semejantes. 

Todos llegamos a forjar una imagen moral deseable de nosotros mismos, una aspiración a hacer el bien y evitar el mal, y a hacer el bien y evitar el mal tanto para nosotros  como para los demás, y esa es la imagen que examinamos a cada instante para comprobar si nuestros actos se condicen o no con ella. Examen de conciencia, llaman a eso las religiones; mirarse en el espejo, podemos decir desde una perspectiva laica.

“De la convicción de que las creencias últimas de las personas son difíciles de abandonar –decía un filósofo italiano-, he sacado la lección más importante de mi vida: “detenerme ante el secreto de cada conciencia, escuchar antes de discutir, y discutir antes de condenar”.   

    No es raro, en consecuencia, que el proyecto de ley sobre eutanasia divida las opiniones de las personas. La vida es un bien, el bien de los bienes, puesto que sin ella no podemos acceder a otros bienes, pero puede llegar a transformarse en un mal para quienes, como consecuencia de una enfermedad terminal, dolorosa y sin cura, o víctimas de una situación en que la continuación de la vida carezca de todo sentido por afectar la dignidad de quien la padece, deciden de manera voluntaria, reflexiva, seria y reiterada que prefieren no continuar viviendo. 

Sólo un creyente podría dar algún sentido trascendente a ese tipo de padecimientos, pero un no creyente no  está en condiciones de darle ninguno, porque simplemente no cree en Dios, ni en que éste lo haya creado, ni en que sea Dios quien da y quita la vida, ni en que sus sufrimientos puedan ser ofrecidos a la divinidad, ni en que ésta lo esté aguardando luego de morir para recompensarlo o castigarlo por los actos que haya ejecutado o por lo sentimientos que haya tenido a lo largo de su vida.

  Para acabar con la vida por decisión propia en tales circunstancias, existen  tres caminos: el suicidio, o sea, la muerte por la propia mano; el suicidio asistido por otro ser humano que actúa movido por compasión y razones humanitarias; y la eutanasia, que es la muerte que se produce a solicitud de alguien y que no lleva a cabo otro cualquiera, sino un médico o alguien que pertenece al personal de salud.

  Es un hecho que el suicidio es un acto radical que a todos nos produce un fuerte impacto, y tanto más si conocemos y queremos a la persona del suicida. Cada vez que sabemos de un suicidio, he leído por ahí, se produce en cada uno de nosotros  un efecto parecido a ese brusco apagón y fuerte chasquido  que se produce por un instante en los penales cuando se ejecuta a alguien en la silla eléctrica. Un shock. Un fortísimo impacto emocional. Eso es lo que nos pasa. 

Pero nos hemos ido volviendo cada vez más comprensivos con los suicidas, cualquiera sea el motivo que los hubiere llevado a tomar su trágica decisión. Comprensivos y también compasivos. Suspendemos el juicio y evitamos la reprobación y la condena de que se los hacía objeto en tiempos no muy lejanos, tiempos en los que se les negaba a los suicidas los oficios fúnebres de las religiones e iglesias, prohibiéndose que fueran enterrados en tierra bendecida. 

Hasta no hace más de dos siglos, a los suicidas se les privaba de sus herencias, se apartaba socialmente a sus familias y, al menos en Londres, se les enterraba con una gran piedra sobre la cara para que su espíritu maligno no se levantara y saliera a causar mal en la ciudad. Se llegó incluso al absurdo de poner sus cadáveres bajo tierra justo en el punto en que varias calles hacían una intersección, a fin de que si su espíritu despertaba de la muerte, aquel, al salir a la superficie, se desconcertara lo suficiente como para no saber qué vía tomar.

  ¡Con cuánta mayor razón podemos mostrarnos comprensivos con actos suicidas de personas que están siendo víctimas de un mal incurable, doloroso, irreversible y atentatorio contra su dignidad! ¿Quién osaría emitir un juicio de reproche sobre quienes en tales circunstancias deciden poner término a la vida por su propia mano, al carecer ya de toda expectativa en cuanto a dejar de padecer, y de toda esperanza, asimismo, en alguna probable intervención de la divinidad antes o después de morir?

   Algo me dice que ese afortunado cambio en la manera como tratamos a los suicidas se irá produciendo también respecto de quienes colaboran con el suicidio de otro en el caso de los que padecen enfermedad o están en una situación que haga razonable su deseo y petición de morir. 

Hoy a quienes colaboran con un suicidio se los juzga como criminales, como responsables de un homicidio, pero, según creo, llegará el día en que su conducta será también comprendida por la sociedad y que ni ésta ni el Estado dejarán caer sobre ellos las penas del infierno.

 La cosa será mucho más lenta en el caso de la eutanasia, porque la mayoría de los médicos declara no estar de acuerdo con ella y tardarán entonces en ajustar su juramento hipocrático. En cualquier caso, si se aprueba el proyecto de ley de eutanasia, debería autorizarse la objeción de conciencia para los facultativos que consideren que la ejecución de un acto eutanásico, aún cuando éste sea solicitado seria y justificadamente por un paciente, vulnera sus convicciones morales más firmes y preciadas.

   ¿Cuidados paliativos para quienes puedan estar en situación de recurrir al suicidio, al suicidio asistido o a la eutanasia en las circunstancias ya señaladas? Por supuesto. Todos los que sean necesarios, tanto desde el punto de vista físico como psíquico, pero tales cuidados, que deberían ser parejos para todos, con independencia de los medios económicos de que dispongan las personas en dicha situación, no deberían transformarse en una moneda de cambio ante la decisión de morir de algunos pacientes. 

Esa decisión puede tener lugar sin perjuicio de los cuidados paliativos que se deben prestar a todo el que los necesite. Recibir esos cuidados tendría que ser un derecho de todos, pero sin excluir la legítima posibilidad de que el paciente que se beneficia con ellos decida igualmente morir. 

Análogamente, a la mujer que considera abortar en alguna de las tres causales que conocemos es preciso ofrecerle también acompañamiento psicológico y apoyo afectivo, pero ni aquel ni éste pueden prestársele a cambio de prohibirle que en tales casos opte por el aborto,

     Espero que razonar de esta manera no me exponga a la acusación de que estoy a favor de la muerte. ¿Quién podría estarlo? Como cantaba nuestra gran Violeta Parra, “a mí no me den la muerte/ni envuelta en papel de seda…”; “la muerte es un animal/fatigoso y altanero/bullicioso y pendenciero…” Pero ella, sintiéndose en una situación límite de soledad y abandono, dejó entrar al animal en su carpa. ¿Alguien podría levantar un dedo acusador?

   Cualquiera sea la jugada que hagamos sobre el tablero –decía Charles Bukowski- conduce al mismo resultado: jaque mate. “La muerte llegará –concluía- y es mejor hacerla esperar con cualquier truco”.

  Escribir fue el truco del autor norteamericano, y los cuidados paliativos de enfermos terminales y sufrientes son otro. Truco no como engaño, sino como alivio, como vía de escape ante una situación que se desearía evitar, pero que va a producirse de todas maneras.

*Agustín Squella, es abogado, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009  y candidato a la Convención Constitucional.    

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